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Autor Tema: Julio Valdeón Baruque .- "El regionalismo en Castilla y León"  (Leído 1342 veces)
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« : Marzo 20, 2009, 22:44:51 »


EL REGIONALISMO EN CASTILLA Y LEÓN
Julio Valdeón Baruque. Universidad de Valladolid




LOS PRECEDENTES HISTÓRICOS: DEL SIGLO XIX A 1936

A mediados de la década de los setenta se asiste en tierras de Castilla y León al resurgimiento del regionalismo, aunque de forma ciertamente tibia. Decimos resurgimiento, puesto que el mismo ya había tenido vida, cuando menos en el período comprendido entre los años finales del siglo XIX y el estallido de la guerra civil española en 1936, como ha puesto de relieve Enrique Orduña en su libro "El regionalismo en Castilla y León". En efecto, el impulso regionalista de estas tierras hunde sus raíces en el siglo XIX. Uno de sus primeros formuladores habla sido el profesor y escritor Ricardo Macías Picavea, destacado regeneracionista, el cual, en su libro "El problema nacional", definía al regionalismo como "la aspiración de las naturales regiones españolas a constituirse en órganos de la vida nacional, ya social, ya políticamente, gobernándose con autonomía" . El regionalismo floreció en tierras de Castilla y León encauzado ante todo por la vía de la exaltación de su patrimonio histórico-artístico y de sus valores culturales. En ese sentido desempeñaron un papel muy importante los juegos Florales, "piedra miliaria de nuestro surgimiento regional", según decía en 1908 el erudito vallisoletano Francisco Antón; los Ateneos, en particular el de Valladolid; la Sociedad Castellana de Excursiones, nacida en 1903 "para fomentar el conocimiento de la región que comprende los antiguos reinos de Castilla y León", como aparecía escrito en sus textos fundacionales, y la Sociedad de Estudios Castellanos, constituida en 1914. Pero al mismo tiempo surgía un regionalismo de índole económica, que tenía como principal finalidad la protección de los intereses agrarios de Castilla y León. Su más destacado portavoz fue el periódico de Valladolid El Norte de Castilla, en cuyas páginas aparecían, día tras día, escritos que propugnaban medidas proteccionistas para los productos del campo castellano, en particular para los cereales. Simultáneamente el mencionado periódico alentaba a los agricultores de la región a que aunaran sus esfuerzos para, de esa forma, defender mejor sus intereses.

No obstante también tuvo el regionalismo de Castilla y León una indudable proyección política, aunque su aparición pública en dicho terreno, justo es decirlo, estuvo teñida de un innegable tono anticatalanista. Una voz notable en esa orientación anticatalanista fue, sin duda, Antonio Royo Villanova. Más comedido, Santiago Alba buscaba el entendimiento. "Yo iré a predicar allí, frente al evangelio catalanista, la gran verdad castellana", dijo en un mitin en 1908. En cualquier caso lo cierto era que las conquistas que lograban los catalanes en materia de autogobierno servían para despertar del letargo en que se encontraban los políticos de Castilla y León. Así sucedió en 1918 con la constitución de la Mancomunidad de Cataluña. El "Mensaje de Castilla", texto firmado el día 2 de diciembre de 1918 por los presidentes de las Diputaciones de la región reunidos en la ciudad de Burgos, fue una réplica a la constitución de la Mancomunidad de Cataluña. Paralelamente se celebró en la ciudad del Arlanzón una gran manifestación de apoyo popular. Considerado como una expresión del denominado "regionalismo sano", el "Mensaje de Castilla" admitía la descentralización municipal y provincia¡ pero se oponía radicalmente a la autonomía de cualquier región española. La filosofía última del "Mensaje" la exponía con toda claridad El Norte de Castilla en un titular aparecido en el periódico del día 3 de diciembre: "Ante el problema presentado por el nacionalismo catalán, Castilla afirma la nación española".

Ciertamente el regionalismo se apagó en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, pero rebroto, con nuevos bríos, durante la Segunda República. En la primavera de 1931 el regionalista Ignacio Carral escribía en la prensa burgalesa que para la próxima Asamblea constituyente era preciso que "Castilla lleve también su proyecto de Estatuto". Iniciativas semejantes se pusieron en marcha en León, en Segovia y en Valladolid, siendo en esta última ciudad sus más destacados animadores los catedráticos Narciso Alonso Cortés y Misael Bañuelos. A fines de 1931 y comienzos de 1932 el Diario de León publicó un documento bautizado como "Catecismo regionalista castellano-leonés". Se trataba de un texto, sumamente didáctico, cuya autoría correspondía a F. Gómez Campos. De todas formas fue una vez más el aldabonazo catalán el que impulsó con más fuerza la corriente regionalista en las tierras de la cuenca de¡ Duero. La consecución de la autonomía por Cataluña, en el mes de septiembre de 1932, no sólo suscitó amplios debates sino que animó a las gentes de Castilla y León a alcanzar idéntica situación para su región. Una vez roto el unitarismo, decía con gran lucidez el profesor Bañuelos, "no creemos que las regiones que sigan sujetas al centralismo de Madrid puedan vivir una vida tan plena de posibilidades, materiales y espirituales, como las regidas y gobernadas autonómicamente... por eso hay que recobrar aquella personalidad de autonomía que tuvo León y Castilla ".

Pero el mayor empuje del regionalismo se produjo en los meses que siguieron al triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936. Incluso llegaron a elaborarse las bases para la redacción de un Estatuto de Castilla y León. El autor de las citadas bases, que fueron publicadas el 22 de mayo de 1936 en las páginas de El Norte de Castilla, era el ya citado médico y profesor vallisoletano M. Bañuelos. La primera de dichas bases expresaba con toda claridad cuáles eran los objetivos esenciales que se perseguían: "Castilla y León se constituyen en región autonómica para defender a España y su imperio espiritual y para defender sus derechos, en régimen de Igualdad con las demás regiones autónomas de España". La inequívoca conexión con España, por una parte, y la igualación de todas las autonomías, sin privilegios de ninguna de ellas, por otra, eran los pilares. en que se sustentaba el proyectado Estatuto de Castilla y León. Por lo demás es interesante poner de relieve que en aquel contexto nadie ponía en duda la unión de Castilla y León a efectos de constituir un territorio dotado de autonomía propia. Así se explica que el Diario de León, en fecha 20 de mayo de 1936, dijera que era preciso "unir en una personalidad a León y Castilla la Vieja en torno a la gran cuenca del Duero, sin caer ahora en rivalidades pueblerinas" .

No olvidemos, sin embargo, que algunos admitían el Estatuto de Castilla y León sólo como una concesión táctica, de carácter temporal, en espera del momento feliz en que fuera posible el retomo a la sagrada unidad de la patria. El Norte de Castilla publicaba, en junio de 1936, un articulo en el que, después de señalar que Castilla y León representaban "la robusta complexión de España... el verdadero espíritu de la raza y el alma de nuestra historia nacional", se decía que el Estatuto iba a plasmarse "en una nueva región autónoma que, por su posición geográfica, por ser el centro de gravedad físico y espiritual de nuestra Patria, puede ser también algún día la Covadonga desde donde dé comienzo la ingente cruzada de rescate que devuelva sus sagrados atributos, su plenitud de fuerzas, a la España que hoy se escinde y se desmembra". ¿No parecen ideas anticipadoras de las que alimentaron la sublevación del 18 de julio de 1936? La realidad fue que con los fragores de la guerra fratricida todas las tentativas regionalistas, de cualquier signo que fuesen, desaparecieron por completo.


EL REGIONALISMO DE LOS AÑOS SETENTA


A medida que se debilitaba el régimen franquista crecían en toda España las demandas en pro de la recuperación de las libertades democráticas, pero también se pedía, en el caso de las llamadas "nacionalidades históricas", la restauración de la autonomía perdida en la guerra civil. Descentralización, autonomismo, o incluso federalismo, eran voces que volvían a oírse, a mediados de la década de los setenta, por todos los rincones de España. Por doquier se hablaba de "las nacionalidades y regiones del estado español", expresión que llegó a adquirir carta de naturaleza. A su amparo florecían movimientos nacionalistas y regionalistas de todo signo, viejos o nuevos. Así las cosas se entiende que la tradición regionalista de Castilla y León, cortada de raíz en 1936, también volviera a cobrar vida, por más que su irrupción en escena la hiciera poco menos que de puntillas.

Los núcleos más consistentes de¡ regionalismo de los años setenta se articularon básicamente en tomo a dos entidades, la Alianza Regional de Castilla y León, constituida al amparo de la entonces vigente Ley de Asociaciones, por una parte, y el Instituto Regional Castellano-Leonés, nacido bajo la fórmula de la sociedad anónima, por otra. La Alianza se constituyó en diciembre de 1975, a raíz de una reunión celebrada en la localidad de Herrera de Duero (Valladolid) por unas 30 personas, entre las cuales llevaron la voz cantante los catedráticos de Derecho Gonzalo Martínez y Alfonso Prieto. El 16 de febrero de 1976 se dio un importante paso adelante: 31 procuradores de las Cortes de¡ anterior régimen, procedentes de diversas provincias de Castilla y León, reunidos en la villa de Tordesillas, se decantaron a favor de las ideas que propugnaba la Alianza. Por lo que se refiere al Instituto, después de una etapa de promoción, en la que jugaron un papel decisivo personas como Cesar Alonso de los Ríos, Carlos Sáez de Santamaría y Carlos Carrasco Muñoz de Vera, salió a la luz pública en la reunión que se celebró en la localidad burgalesa de Lerma el día 17 de enero de 1976. La sociedad se constituyó formalmente el 28 de marzo de¡ mismo año, en una reunión que tuvo lugar en la localidad palentina de Paredes de Nava. Entre sus miembros más activos merece ser citado el entonces catedrático de la Universidad de Salamanca José Luis Martín Rodríguez, que fue durante muchos años presidente del Instituto Regional Castellano-Leonés.

La Alianza ponía especial énfasis en la necesidad de evitar discriminaciones para la región castellanoleonesa, lo que significaba que colocaba al agravio comparativo como principal banderín de enganche de sus reivindicaciones. El libro del profesor Martínez Diez "Fueros sí, pero para todos", que se publicó en el año 1976, refleja a las mil maravillas el pensamiento que existía en el seno de la Alianza. El Instituto, por su parte, señalaba cómo el centralismo había sido perjudicial para Castilla y León, particularmente en la poca franquista. Para salir del pozo en que estaba sumida, se pensaba en el seno del Instituto, la Comunidad debía lograr su propia autonomía, aunque dentro de un marco de solidaridad entre los diversos pueblos de España. Pero al margen de sus diferencias, tanto jurídicas como ideológico-políticas (la Alianza se situaba en una línea más conservadora, en tanto que el Instituto tenía un tinte más progresista), las dos entidades defendían la necesidad de alcanzar, en la próxima España democrática que se avecinaba por momentos, un marco autonómico para el conjunto territorial que integraban Castilla y León. Mas a fuer de sinceros es necesario indicar que el regionalismo de las dos entidades citadas tenía un carácter en cierto modo "selectivo", pues se limitaba a grupos reducidos de intelectuales y políticos, siendo en cambio muy escasa la incidencia que tanto la Alianza Regional de Castilla y León como el Instituto Regional Castellano-Leonés tenían sobre el común de la población de la región.
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ACTITUDES ANTE LA AUTONOMIA


Una pregunta fundamental se impone antes de seguir adelante: ¿era deseada la autonomía por los ciudadanos de Castilla y León? El regionalismo difícilmente podía prosperar en un ámbito territorial cuyas señas de identidad eran prácticamente similares a las predicadas del conjunto de España. En Castilla y León, a diferencia de lo que sucedía en otros territorios españoles, no había hechos diferenciales, ni una lengua distinta de la común de la nación. Es más, el papel esencial que había desempeñado la Corona de Castilla en la construcción de España había alentado tradicionalmente en las tierras meseteñas un sentimiento españolista integrador, que veía con recelos cualquier intento de los territorios periféricos de adquirir cotas de autonomía. Ese panorama se había visto particularmente fortalecido en la época franquista, en la que las señas de identidad de castellanos y leoneses eran utilizadas con frecuencia como arma antiseparatista. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, el calificativo aplicados la lengua castellana de "lengua del Imperio", al fin y al cabo arma arrojadiza contra quienes hablaban otras lenguas hispánicas?

Ahora bien, ese orgullo centralista y españolista que con tanto ardor se había insuflado en tierras de Castilla y León no se había traducido en nada positivo para esta región. Antes al contrario, la crisis iniciada en el siglo XVII parecía continuar en los años setenta del siglo XX.

La despoblación creciente, el retraso económico, la salida al exterior de los ahorros de la región, el deterioro progresivo de su patrimonio histórico-artístico y, en general, el desaliento y la falta de pulso vital eran síntomas inequívocos del triste panorama que ofrecían Castilla y León en esas fechas. Por si fuera poco se acusaba a sus habitantes de centralistas, cuando de hecho el centralismo, lejos de traer ventajas, había supuesto para Castilla y León su "agonía", por decirlo con las palabras empleadas por el escritor Andrés Sorel en un conocido ensayo publicado en los años setenta. "¿No sería preferible, dados esos supuestos, conseguir un determinado grado de autogobierno, aunque sólo fuera para procurar poner remedio a tanto desafuero?". Es necesario señalar, no obstante, que esa salida era defendida por grupos minoritarios de la sociedad castellanoleonesa. Todavía estaba muy arraigada en la región la mentalidad "imperialista", que veía a Castilla como el paladín de la unidad de España y que, por lo tanto, rechazaba cualquier idea que supusiera el más mínimo resquebrajamiento de la sagrada unidad de la patria.

El sentimiento regional en Castilla y León, en lógica concordancia con lo señalado, tenía escaso arraigo en el año 1976. Así se puso de relieve en la encuesta realizada en ese año, por un grupo de sociólogos dirigidos por J. Jiménez Blanco, acerca de la conciencia regional en España. La mayoría de los consultados, tanto en Castilla como en León, defendían postulados claramente centralistas, siendo en cambio muy reducido (14% en Castilla y 10% en León) el sector que admitía que la región pudiera tener competencias políticas propias. Ahora bien, el desarrollo de los acontecimientos a partir de 1976 discurrió, como no podía menos de suceder, en sentido contrario al que indicaba la encuesta citada. De día en día se fortalecía el sentimiento regionalista, tanto si el mismo se veía desde la perspectiva de evitar agravios comparativos con otras regiones como si se contemplaba en el sentido de adquirir competencias para administrar los recursos propios y tratar de construir una sociedad con expectativas de futuro.

Puesto en marcha el regionalismo, es indudable que el sentido unitario, castellanoleonés, prevalecía sobre cualquier otro. Pero no fue ésta la única alternativa ofrecida a los ciudadanos de Castilla y León, ni mucho menos. Hubo numerosos grupos y grupúsculos que defendían posiciones diferentes de las señaladas. Por lo general la mayoría de estos grupos acudían a los testimonios de la historia para defender sus propuestas. Unos ponían el acento en la radical separación entre Castilla y León, lo que exigía como mínimo la creación de dos entes autonómicos diversos. Tal fue el caso, por ejemplo, de Comunidad Castellana, entidad que se inspiraba en las ideas expresadas a principios de este siglo por Luis Carretero y posteriormente por su hijo Anselmo Carretero. Dicho grupo reclamaba el reconocimiento de la singularidad de Castilla, por lo que consideraba la comunidad castellanoleonesa en marcha como un auténtico "híbrido". Otro núcleo antiunitario fue el denominado Grupo Autonómico Leonés, que reivindicaba la personalidad propia de aquel territorio, lo que, en su opinión, debía traducirse en una autonomía política ajena por completo a la de Castilla. Pero también surgieron grupos que rebasaban con mucho la proyectada unión de Castilla y León. Pensamos concretamente en los que propugnaban la idea de la "gran Castilla", heredera sin duda del proyecto de "Pacto Federal Castellano" del año 1869. Esa "gran Castilla", además de incluir las nueve provincias de la cuenca del Duero, debería incorporar también las provincias de Santander y Logroño, tradicionalmente integradas ambas en Castilla la Vieja, las de Madrid, Guadalajara, Cuenca, Toledo y Ciudad Real, es decir la Castilla la Nueva de los antiguos libros de texto y la de Albacete.


EL PROCESO AUTONÓMICO. LA PREAUTONOMÍA


La transición a la democracia en España estuvo acompañada por la puesta en marcha de un sistema de articulación territorial totalmente novedoso, el denominado "Estado de las autonomías". El Estado de corte centralista se retiraba de la escena, dejando su lugar a una nueva estructura político-administrativa que tenía sus cimientos en la autonomía de las "nacionalidades" y "regiones" existentes en el conjunto de España. Las tierras de Castilla y

León, como no podía menos de suceder, se sumaron a la corriente en marcha, aun cuando el inicial impulso autonomista fuera de débil potencia. El primer paso en el despliegue de la voluntad regionalista en Castilla y León, por más que tuviera simplemente un carácter simbólico, puede verse en la concentración efectuada el 23 de abril de 1976. Para conmemorar la derrota de los comuneros en la localidad vallisoletana de Villalar, acaecida en esa misma fecha de¡ año 1521, se dieron cita en la campa de la localidad mencionada unas 500 personas, convocadas por el Instituto Regional Castellano-Leonés. ¿Por qué acudir a una derrota como símbolo de la voluntad de resurgimiento en Castilla y León? El apoyo del regionalismo en el evento histórico de Villalar obedecía al hecho de que los comuneros estuvieran firmemente arraigados en la memoria colectiva de las gentes de Castilla y León, que les consideraba un hito significativo en la lucha por la conquista de las libertades. A ellos se había acudido, desde los albores del siglo XIX, en todos los momentos de exaltación liberal y progresista habidos en España. Por ello nada tenía de extraño que, cuando en el final del franquismo parecía resurgir un sentimiento regionalista en Castilla y León, se volviera los ojos, de forma espontánea, a aquel acontecimiento histórico.

Pero volvamos a la concentración del año 1976. Como quiera que el acto no había sido autorizado por el Ministerio del Interior, a la sazón dirigido por Manuel Fraga, los concentrados en Villalar fueron disueltos por la Guardia Civil. En los dos años siguientes, 1977 y 1978, por el contrario, Villalar fue el escenario de magnas concentraciones populares, que contaron con la debida autorización. En 1977 estuvieron presentes en Villalar unas 20.000 personas. Ahora bien, en la reunión de 1978 se calcula que asistieron a los actos conmemorativos de la derrota de Villalar alrededor de las 200.000 personas, lo que sin la menor duda constituye el récord de toda la historia de sus celebraciones. Con todas las matizaciones que se quiera, la excepcional asistencia registrada en la campa de Villalar en el año 1978 era un testimonio indiscutible de que la conciencia regionalista estaba progresando.

A raíz de la celebración, en junio de 1977, de las primeras elecciones libres que tenían lugar en España desde los años treinta, el impulso autonómico cobró nuevos vuelos. Ello obedecía a que el gobierno triunfante en las elecciones citadas manifestó desde el primer momento que uno de sus objetivos preferentes era desarrollar la institucionalización de las autonomías regionales. En consonancia con ese propósito, en octubre de 1977 se constituyó en Valladolid la Asamblea de Parlamentarios y Diputados provinciales de Castilla y León. La marcha hacia la autonomía pasaba a ser un asunto directamente manejado por los políticos, lo que explica que paulatinamente se desdibujara el papel que hasta entonces habían desempeñado la Alianza Regional de Castilla y León y el Instituto Regional Castellano-Leonés. Colocados ya en el camino señalado, fue de suma importancia el Real Decreto de fecha 13 de junio de 1978 por el que se creaba el Consejo General de Castilla y León, órgano encargado de dirigir el proceso autonómico en dicha región. Eran los primeros pasos en la senda institucional, si bien todo estaba prácticamente por definir, incluida la propia configuración territorial de la comunidad castellanoleonesa. En principio se dejaba abierta la puerta a la entrada en la Comunidad de todas las provincias integrantes de las regiones históricas de Castilla la Vieja y León. Santander y Logroño, no obstante, optaron por seguir la vía autonómica uniprovincial, constituyendo comunidades autónomas propias (Rioja y Cantabria, respectivamente). León, inicialmente, tampoco se sumó al proyecto en marcha.

El primer presidente del Consejo General de Castilla y León fue Manuel Reo¡ Tejada, diputado centrista por Burgos, que estuvo en el cargo entre junio de 1978 y julio de 1980. Le sucedió el senador por Burgos de la UCD José Manuel García Verdugo, elegido por el Pleno del Consejo en una reunión que se celebró en Palencia el día 12 de julio de 1980. Ahora bien, a la autonomía podía llegarse por diferentes vías. Dentro de las posibilidades que establecía la Constitución para acceder a la autonomía, Castilla y León optó por el camino más fácil, que consistía en lograr la adhesión de las Diputaciones provinciales y de dos tercios, al menos, de los Ayuntamientos cuya población representara la mayoría de la provincia.

La labor desarrollada por el Consejo General de Castilla y León fue, sin lugar a dudas, sumamente meritoria. En esos años, qué duda cabe, se pusieron los cimientos del nuevo edificio. Paralelamente iba creciendo, con todas las matizaciones que se quiera, la conciencia regional. Así se puso de relieve en una encuesta llevada a cabo en el año 1979. En relación con la encuesta, antes citada, de¡ año 1976, los progresos eran notables, toda vez que un 59% de los consultados en 1979 se manifestaron dispuestos a votar favorablemente la autonomía regional. Por lo demás, desde el propio Consejo se fomentaron actividades diversas encaminadas a promover esa conciencia regional. Recordemos, como más significativas, la creación de¡ Instituto de Economía de Castilla y León, cuya sede se fijó en Salamanca, así como la institución de los premios "Villalar de los Comuneros" y "Castillo de Monzón". Al Consejo General de Castilla y León le faltaban, no obstante, competencias. En cualquier caso en noviembre de 1978 se puso en marcha la Comisión Mixta de Representantes de la Administración Central y de¡ Consejo General, encargada precisamente de trabajar en ese terreno, preparando el traspaso de competencias.

Pero la etapa preautonómica, justo es señalarlo, estuvo erizada de numerosas dificultades. Sin duda el problema más arduo con que se encontró el nuevo órgano de gobierno regional fue la actitud reticente manifestada por las provincias de León y de Segovia. Inicialmente, como antes se indicó, León quedó fuera de¡ marco preautonómico, aunque en 1980 la asamblea de alcaldes y concejales de la provincia, según todos los indicios después de una hábil actuación de¡ político centrista Rodolfo Martín Villa, acordó integrarse en el proceso en marcha. Posteriormente fue la provincia de Segovia la que se salió de¡ marco regional, presumiblemente por los designios más o menos caciquiles de determinados políticos locales, que buscaron, cómo no, supuestos argumentos de índole histórica para defender sus propuestas. No dejó asimismo de jugar un papel negativo, por más que de signo diferente al de León y de Segovia, la actuación de determinados grupos burgalesistas, como la "Junta pro Burgos Cabeza de Castilla", claramente hostil a lo que denominaban el "invento castellanoleonés" fabricado, así se decía, por el centralismo de Valladolid.

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