Compro apoyo mediático por 500 millones de euros
José Ramón Blázquez
CUANDO Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe, compendio del cinismo político, no existían los medios de comunicación de masas, de manera que el amplio catálogo de sus argucias y maniobras para el sostenimiento de los poderosos no sirven hoy absolutamente para nada, excepto para recreo nostálgico de la aristocracia. En nuestro tiempo, la malvada inteligencia política sólo puede existir si se traduce en desvergüenza digital, mediante el control directo e indirecto de los instrumentos de información, singularmente la televisión.
Aunque el presidente español, Rodríguez Zapatero, no haya leído El Príncipe podemos reconocer en él a un actualizador del modelo artificioso de Maquiavelo, una deshonrosa habilidad coherente con su ineptitud en la gobernación del Estado. Zapatero se ha sacado un as de la manga para autosocorrerse del desprestigio público y el retroceso electoral que amenaza su dominio institucional. No lo recogía su programa electoral, ni se lo había planteado antes de que las cosas se le torcieran, pese a lo cual ha decidido eliminar ahora la publicidad de TVE para remediar sus males a costa de los ciudadanos y del equilibrio democrático entre los modelos público y privado de televisión.
El proyecto de supresión de la publicidad en la cadena del Estado, que se sustanciará previsiblemente en otoño, tiene dos objetivos complementarios y un discurso demagógico que aparentemente los legitima. El primer propósito es ayudar a remediar los males del sector audiovisual privado, que en apenas seis meses ha visto reducido sus ingresos en un 30% y con un horizonte de negocio que se agravará aún más durante este año y el que viene. ¿Y por qué amparar a tan poderosa industria y no a los recolectores de cebada, la producción peletera o los fabricantes de bicicletas? Por una cuestión cualitativa: los mensajes institucionales y políticos se canalizan, prácticamente en exclusiva, a través de los medios de comunicación y de esta intermediación dependen los gobiernos democráticos que desearían que las noticias y opiniones que se vierten sobre su labor fuera servicial y laudatoria, lo que es posible conseguir, en un contexto maquiavélico, mediante el favorecimiento económico a los medios privados. No es nada nuevo. Ya lo hacen las grandes compañías y los bancos a través de la distribución -tanto me cuidas, tanto te doy- de sus presupuestos de publicidad y de su participación concreta o encubierta en el accionariado de los principales grupos multimedia. Ahora, los medios median y los gobiernos remedian.
El segundo propósito de la liquidación publicitaria es inseparable del primero: al mismo tiempo que inyecto recursos económicos en las televisiones privadas puedo advertir que tal ayuda está sujeta a la condición implícita de un adecuado tratamiento partidista a favor del Gobierno en la programación informativa y en los debates de esas cadenas, extensible a sus potentes grupos multimedia que comprenden periódicos y emisoras de radio. Si no, el regalo podría revertir. Aquí está la perversión del proyecto socialista, que disfraza como ayuda sectorial lo que en realidad es una compra de apoyo mediático para Zapatero. La factura librada por las cadenas privadas de televisión y sus corporaciones es de 500 millones de euros, el equivalente de las ventas por publicidad de RTVE. 500 millones de regalo para que el presidente español supere su desgaste y perdure al frente del Estado.
Aviso a ingenuos y despistados: el regalo de los 500 millones de Zapatero a las cadenas privadas no va a significar una televisión pública de más calidad -todo lo contrario- y, por si fuera poco, lo pagaremos todos a escote. En efecto, el donativo socialista se cubrirá en buena parte mediante una tasa sobre las compañías de telecomunicaciones, que con toda seguridad repercutirán entre sus clientes (o sea, los usuarios de telefonía e internet) este nuevo impuesto. Las televisiones privadas aportarán un 3% de sus ingresos, menos de 100 millones, a cambio de recibir 500, el negocio del siglo. Decapitada su principal competencia, las cadenas privadas más fuertes ejercerán su dominio sobre el mercado, aumentarán las tarifas y, lo que es peor, saturarán su programación de publicidad. Y, naturalmente, usted pagará en el supermercado el incremento de estos costes publicitarios, no lo dude.
Es cierto que las cadenas privadas de televisión, agrupadas en Uteca, hace años que venían reclamando la limitación publicitaria en la radiotelevisión pública bajo el liberalísimo argumento de que ésta se beneficiaba de una doble financiación, vía publicidad y vía presupuesto institucional, ignorando que esta doble ruta se fundamenta en la intervención democrática que pretende garantizar un equilibrio entre lo público y lo privado en el estratégico sector de la comunicación. ¿Se imaginan el terror de una sociedad en la que el dominio de la información estuviera en manos privadas, sin un contrapoder social que lo nivelara? La doble financiación es un criterio ideológico tan eficaz y legítimo como el intervencionismo gubernamental en el sector financiero, el educativo y el energético. ¿Acaso los sindicatos, los partidos políticos y numerosas organizaciones particulares no se financian tanto con sus propios ingresos, como con los presupuestos públicos? Ya sabemos por la historia con qué facilidad transitan los liberales de su amor al libre mercado a la pasión proteccionista del Estado.
Y si los grupos multimedia pedían una limitación de la publicidad en la televisión pública, Zapatero, que es un campeón, va más allá y la supera con la supresión total, contra la protesta de los anunciantes, que denuncian el riesgo del oligopolio, y ante la frustración de los profesionales de RTVE, traicionados por una medida que no tiene soporte técnico ni económico al tratarse de una decisión política. El cálculo de Zapatero es que la mayoría de los ciudadanos apoyan la supresión publicitaria, toda vez que existe -más por cantidad que por calidad- un cierto rechazo a la publicidad, esa actividad tan fastidiosa e invasiva, pero que financia la libertad de información. La demagogia antipublicitaria pertenece al reino de las manipulaciones selectivas, con muchos seguidores en el poderoso mundo de la intelectualidad. El odio a la publicidad es cultura… hasta que la realidad te lleva a gestionar bienes privados o intereses públicos. O a la necesidad de vender un piso.
La pérdida de competitividad de TVE está implícita en el proyecto partidista de Zapatero, hasta el punto de que entre las medidas que recoge están la limitación en la adquisición de eventos deportivos, de masiva audiencia, y una mayor inversión en el cine español, de audiencia minoritaria. Quiere esto decir que el presidente regala 500 millones de euros y varios millones de espectadores a las cadenas privadas, que reembolsarán a los socialistas en forma de desmedido y empalagoso apoyo mediático.
¿Y qué va a ocurrir con las otras cadenas públicas? Las barbas peladas de tu vecino. El afán oligopólico de las televisiones privadas se trasladará de inmediato contra las emisoras autonómicas. ¿Va a favorecer el lehendakari López el debilitamiento competitivo de ETB, la cadena territorial más rentable del Estado? Es muy probable que lo haga, toda vez que está comprometido al abono de la factura por el gigantesco apoyo informativo y de imagen que le vienen prestando Vocento, Prisa, Planeta y Unidad Editorial (y sus accionistas de referencia) antes y después de su investidura como lehendakari. La decadencia de la televisión vasca en favor de las privadas está servida.
Esto es una certeza: la emisión o no de publicidad no determina una televisión de calidad, si bien el exceso de anuncios, cuyos límites legales en tiempo no se respetan en España, degrada el medio. Si alguien piensa que el exterminio de la publicidad va a contribuir a que la cadena estatal sea mejor y más atractiva para el público, se equivoca porque la categoría audiovisual se construye en espacios informativos, culturales, deportivos, de ficción y entretenimiento que suceden antes y después de los anuncios. Por cada hora de televisión hay 12 minutos de publicidad y 48 de profesionalidad y es en este último tiempo donde acontece o no la calidad, de la misma manera que el nivel de un periódico se mide por su excelencia informativa y no por los anuncios por palabras o las necrológicas que, por lo demás, resultan ser secciones muy leídas.
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