"Castilla hizo a España y la deshizo", sentenció en su día Ortega y Gasset. "Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla", replicó, contundente, Sánchez Albornoz. Ambas opiniones, sin lugar a dudas situadas en el contexto del debate contemporáneo sobre el problema de España, son, ciertamente, contrapuestas, pero coinciden en un aspecto esencial: el papel decisivo desempeñado por Castilla en la formación de España. La idea que hace de Castilla el elemento nuclear de la unidad hispánica es antiguo, pero ha conocido un notable desarrollo en los dos últimos siglos. La Generación del 98 por más que su visión del problema fuera preferentemente literaria y esteticista, contribuyó en gran medida a identificar a Castilla con la más genuina tradición hispánica. El bando vencedor en la Guerra Civil de 1936, por su parte, exaltó hasta la saciedad a Castilla y a lo castellano, utilizando sus específicas señas de identidad para cimentar su concepción nacionalista de España. Así la lengua, por acudir a un ejemplo bien significativo, no sólo era bautizada pretenciosamente de Lengua del Imperio, sino que se convertía en un arma arrojadiza contra las restantes lenguas habladas en España. Paralelamente, como no podía menos de suceder, se gestaba en determinados rincones de la periferia de la Península Ibérica una concepción denigratoria de Castilla, a la que se presentaba como el exponente del centralismo a ultranza y de la opresión ejercida sobre los restantes pueblos de España. ¿Con qué visión nos quedamos? ¿Con la de una Castilla generosa, que se desangró en la noble, pero difícil tarea de dar a luz a España? ¿Aceptamos, por el contrario la imagen de una Castilla imperialista, deseosa de anegar las restantes culturas de la piel de toro para identificarse ella misma con España?
Hablamos de Castilla. Pero ¿no es cierto que el propio nombre de Castilla se presta a múltiples interpretaciones? Por de pronto, la organización político-territorial de nuestros días, respuesta sin duda a planteamientos del presente, no traduce literalmente la compleja y abigarrada historia de Castilla. Dos comunidades autónomas llevan su nombre. Simultáneamente territorios que en el pasado fueron no sólo pertenecieron al Reino de Castilla, sino que fueron testigos de excepción de hechos decisivos de su historia y de su cultura (recordaremos, simplemente, el monasterio de San Millán de la Cogolla, inseparablemente unido al nacimiento de la lengua castellana), forman hoy parte de otras comunidades autónomas. El pequeño rincón del que habla el Poema de Fernán González no dejó de crecer en siglos posteriores. En la Baja Edad Media el nombre de Castilla designaba una Corona, vasto conglomerado de territorios que se extendían desde Galicia hasta Murcia y desde el País Vasco hasta el golfo de Cádiz. ¿Es quizá una lengua, o una cultura, lo que evoca la palabra Castilla? ¿Puede pensarse en una “espiritualidad” singular de Castilla, como ha puesto de relieve recientemente Jiménez Lozano? Es posible que los interrogantes sean más numerosos para quienes se sitúan en el interior de la “vividura” castellana. Desde el exterior, en cambio, decir Castilla es aludir a una cultura histórica, apoyada en una lengua y acompañada de unos hábitos de gobierno, apareciendo por lo demás todos esos elementos nucleados en torno a las tierras meseteñas.
El debate contemporáneo sobre “el problema de España” era también, en el fondo, el debate acerca de Castilla y su participación en la construcción de España y de lo español. Ahora bien, muchas de las opiniones vertidas en el transcurso del mismo no pasaban de ser juegos retóricos, más o menos brillantes. Hablar con profanidad de la formación de España y de la aportación de Castilla a la misma exigían conocer la historia del proceso. Pues bien, la historia de la Edad Media, período crucial para el esclarecimiento de esa cuestión, era prácticamente ignorada en los albores del siglo XX. ¿Cómo, en esas condiciones, se podía dilucidar, con un mínimo de rigor, el tema de la formación de España? Sólo un estudio del pasado sistemático y científico podía aportar racionalidad al debate. En este sentido la contribución de Sánchez Albornoz, considerada globalmente, adquiere singular relieve. Sus investigaciones sobre el Medievo hispánico en general, y sobre Castilla y León en particular, han aportado abundante luminosidad acerca de numerosas cuestiones mal planteadas o simplemente desconocidas.
Sánchez Albornoz, interesado por el pasado en tanto que éste podía contribuir al mejor conocimiento del presente, manifestó una preocupación fundamental desde sus inicios como investigador de la historia medieval: desentrañar las raíces de la nación española. El trabajo que emprendió a partir del año 1922, al obtener el Premio Covadonga convocado por las Cortes españolas, versaba precisamente sobre el Reino astur, punto de partida de la formación de España, Salus Hispaniae, como decían las crónicas cristianas del siglo IX. La más importante actividad desarrollada desde el minúsculo Reino localizado en las montañas cantábricas fue la repoblación de la cuenca del Duero, proceso iniciado al finalizar el siglo VIII y prácticamente culminado a comienzos del XII. Mientras en el occidente de la meseta septentrional se constituía el Reino de León en torno a la antigua sede de la Legio VII Gemina, proyectándose de esa manera hacia el sur el Reino astur, en el oriente de dicho territorio nacía Castilla. Tal es, en líneas generales, el marco territorial y el ámbito cronológico a los que dedicó especial atención, en el transcurso de su dilatada vida de investigador, el gran maestro de los historiadores españoles de esta centuria, Claudio Sánchez Albornoz.
Antes de nada conviene dejar clara una idea. A diferencia de Américo Castro, para quien “lo español” se fraguó en el período que se inicia con posterioridad a la invasión de la Península Ibérica por los musulmanes, siendo irrelevante a este respecto la herencia de las etapas anteriores, Sánchez Albornoz parte de la existencia de una continuidad entre los más remotos asentamientos humanos de la piel de toro y nuestro tiempo. España y lo español no son, por lo tanto, en la mente del historiador de origen abulense, un producto exclusivo de los tiempos medievales. Antes al contrario, ciertos rasgos fundamentales del homo hispanus se encuentran tanto en Séneca como en Unamuno.
Ahora bien, la Edad Media es de capital importancia en el proceso de desarrollo de España. Pues en ella, entre otros aspectos, se pusieron los cimientos de los núcleos político-territoriales a cuyo cobijo se ha organizado la nación española moderna: León, Castilla, Navarra, Aragón, Cataluña. Frente a Castro, que defiende la confluencia entre las tres “castas” cristiana, judía e islámica, Sánchez Albornoz considera que la voz cantante la tuvieron los cristianos, minimizando en cambio las aportaciones orientales (“no se arabiza la contextura vital hispánica”, “límites de la contribución judaica a la forja de la español”, tales son los títulos, bien significativos, de algunos de los capítulos de su obra España, un enigma histórico). Pero de los diferentes núcleos cristianos Sánchez Albornoz escoge para sus investigaciones a los del occidente peninsular, en los que cree advertir un papel en cierto modo prioritario.
La repoblación de la cuenca del Duero fue, en opinión del ilustre historiador, un acontecimiento medular de la historia de España. Pero el fenómeno colonizador sólo adquiere su significación más profunda si se inscribe en el marco de un vaciamiento previo de la meseta norte. Aceptada la hipótesis de la despoblación de la cuenca del Duero a partir de mediados del siglo VIII, el proceso repoblador supuso la constitución de una sociedad de nuevo cuño, libre totalmente de cualquier atadura con el pasado. Por más que entre los eclesiásticos de la corte astur se insistiera en la continuidad con la monarquía visigoda, de hecho se cortó de raíz el proceso de feudalización en que se había embarcado la sociedad hispano-goda. En las llanuras de la cuenca del Duero se formó, entre los siglos IX y XI, una sociedad nueva, caracterizada por la importancia de los pequeños propietarios libres, campesinos dueños de sus predios que se asociaban en comunidades aldeanas. La invasión islamita de la Península y la posterior reacción de los cristianos refugiados en las montañas septentrionales introdujo en el desarrollo histórico de la piel de toro elementos desconocidos más allá de los Pirineos. Ahí radican, precisamente, las diferencias sustanciales entre la historia de España y la de países vecinos, como Francia, según puso de manifiesto en su día Sánchez Albornoz en un celebrado trabajo.
Ahora bien, dentro del territorio del valle del Duero, incorporado todo él al Reino astur (Reino astur-leonés desde los inicios del siglo X), hay que prestar atención especial a sus zonas orientales. Allí nació Castilla. Las especiales circunstancias que concurrieron en su gestación y el carácter de los pueblos que protagonizaron ese acontecimiento explican, siempre de acuerdo con los puntos de vista de Sánchez Albornoz, la originalidad alcanzada desde fechas tempraneras por Castilla en el conjunto de la meseta norte. La zona de las montañas de Burgos y de la cabecera del Ebro fue un territorio de frontera. Allí se produjeron la mayor parte de los choques habidos entre los cristianos del norte de la Península y los islamitas, que lanzaban sus razzias contra el Reino astur. Desde la segunda mitad del siglo VIII se erigieron en esa zona abundantes fortificaciones. Son los “castillos”, por más que en aquellas fechas fueran muy arcaicos en sus estructuras, que, supuestamente, terminaron por dar nombre a la región. Las luchas que se desarrollaron en aquellas tierras en el transcurso de los siglos VIII y X, dirá Sánchez Albornoz, contribuyeron a templar a las gentes que allí vivían.
Pero ¿quiénes fueron los protagonistas, por parte cristiana, de aquel batallar? Aquí radica otra de las características singulares de la Castilla auroral. El particularismo castellano, afirma Sánchez Albornoz, nació de “ese dramático resistir y batallar, durante un siglo, de un pueblo libre en el que se habían fundido tres razas como la cántabra, la germana y la vasca”. Dos pueblos instalados desde tiempo atrás en el solar cantábrico, cántabros y vascones, de romanización escasa, particularmente los últimos, sumaron sus esfuerzos, siempre según el historiador citado, al sector popular germano, que encontró cobijo al otro lado de las montañas a raíz de la invasión musulmana.
El injerto de esos tres pueblos se efectuará “en proyección horizontal, en forma igualitaria”. De ahí que en el transcurso del proceso repoblador se constituya en Castilla, con mucha mayor fuerza que en el territorio leonés, una comunidad de hombres libres. Sólo se admite la dirección de los caudillos, tal Fernán González en el siglo X. ¿Perduración del caudillismo ibero? En Castilla tenemos pasión por la libertad, vinculación entre hombres libres de servicio, participación popular en las asambleas, sentimiento de igualdad, en suma, con palabras del maestro de historiadores, “exaltación [de las] fuerzas pasionales, emocionales e instintivas de la persona”.
Castilla se presenta, en los siglos IX y X, con tintes innovadores, cuando no revolucionarios. Frente a León, sede de la corte, residencia de la aristocracia y foco de influjo mozárabe, Castilla actúa de facto con una gran autonomía. En lugar de utilizar el Fuero Juzgo se acude a la costumbre. Hay una cultura de raíz popular, que se recrea en los relatos juglarescos, y que se sitúa en los antípodas de la tradición eclesiástica e isidoriana imperante en León. Por si fuera poco el idioma que, paso a paso, va brotando en las tierras castellanas, es asimismo novedoso en multitud de aspectos.
Tales son, en apretada síntesis, los rasgos que singularizan al solar de las más vieja Castilla. Una tierra de libertas, que es tanto como decir una tierra sin feudalismo. Castilla “islote de hombres libres en un mar feudal”, sentenciará con indudable énfasis Sánchez Albornoz. Una comunidad que, lejos de recrearse en el pasado, miraba hacia el futuro. “Castilla miraba hacia el mañana, mientras León y Galicia miraban al ayer”, dirá en otro momento el ilustre historiador y político.