Vuelve el viajero a encontrarse rodeando las aguas de un pantano y, debe saber además, que se encuentra a una altura considerable, aunque no lo parezca: el pueblo de Camporredondo, que acabamos de dejar atrás, está emplazado a más de 1200 metros. Son estas, pues, tierras agrestes de escasa vegetación (aunque con excelentes pastos en los puertos tradicionalmente aprovechados por el ganado) que recogen en invierno abundantes y frecuentes nevadas. Los bosques han sido sustituidos por magníficas moles calizas que se yerguen (escarpadas y blanquecinas) hacia un cielo de azul límpido y radiante. Como la inmensidad del Espigüete, cada vez más cerca de nosotros, y en cuyas faldas se hallan los dos Cardaños, el de Abajo y el de Arriba. Cardaño de Abajo es nuestra siguiente parada, se encuentra a la vera tanto del pantano como de la carretera por la que circulamos. De una cantera aquí abierta se extrajo la piedra con la que se levantó la presa del emblase, allá por los tiempos de Alfonso XIII. Para el acarrero de este material tan fundamental hasta pie de obra, se construyó un trenecillo de vía estrecha que atravesaba la fértil vega que luego sería engullida por las aguas. Si el nivel del líquido elemento está bajo, aún es posible contemplar una parte de su trazado: sus restos están constituidos por una pequeña elevación que discurre en línea recta para (finalmente) perderse entre la lejanía...
A poco de rebasar Cardaño de Abajo, veremos el desvío que lleva al otro Cardaño, un encantador lugar situado entre las mayores elevaciones de la Montaña Palentina (Mojón de Tres Provincias, Espigüete, El Concejo, Murcia, Las Lomas...). Si el viajero llega a Cardaño de Arriba por San Lorenzo, tendrá la oportunidad de asistir a la fiesta del Patrono y revivir así una curiosa tradición. Cuenta la leyenda que en las limítrofes tierras leonesas de La Reina (en el valle que surca el arroyo de Lechada) existió un pueblo llamado San Andrés. Al llegar el otoño, sus habitantes emprendían (al igual que otras gentes de La Montaña Palentina) el viaje a Tierra de Campos para hacerse con vino y trigo para el resto del año. Dicen que volvían un padre y un hijo de este recorrido cuando observaron que la cumbre de Peña Prieta, una de las que jalonan el camino, estaba ya envuelta en nieves. Al pasar por Cardaño de Arriba, se encomendaron a San Lorenzo y echaron algunas monedas en su cepillo. Valle arriba, el camino poco a poco se fue tornando también blanco hasta que el carro y las vacas que de él tiraban se atascaron en la nieve. El padre decidió continuar sólo en busca de ayuda, no sin antes proteger al niño metiéndolo en el cillero del carro junto con el perro y unas mantas que llevaban. Abriéndose camino en la nieve, no tardó en encontrar a los vecinos de San Andrés (quienes, sabedores del mal tiempo, habían salido ya en su busca). Apenas se habían encontrado cuando vieron bajar, milagrosamente y sin que nadie lo guiara, el carro. Y el chaval, que nada había podido ver por estar escondido en el cillero, contaba cómo había oído hablar a dos personas que decían:
-Llama hacia arriba, Lorenzo.
-Ya voy, ten, Andrés.Y desde entonces, los vecinos de San Andrés entregaron puntualmente por San Lorenzo tres velas de cuarterón y real y medio a los de Cardaño de Arriba. Cuenta también la traidición que, a bajar a vivir a Portilla de la Reina la última familia que habitó San Andrés, los portillanos aceptaron este tributo anual. Y así, cada vez que llega la festividad del Santo que muriera asado en la parrilla, los de Portilla y los de Cardaño se encuentran en el lugar denominado Hontanillas. Luego, acuden todos a Cardaño para dar buena cuenta de unas soberbias calderetas de oveja merina, guisadas como Dios manda.
Pero volvamos ya a la carretera que une Velilla con Cervera de Pisuerga. La P-120 sigue serpenteando entre las orillas del pantano de Camporredondo y verdes ondulaciones. Llegamos al hermoso pueblo de Alba de los Cardaños, que antes de la construcción del embalse ofrecía un aspecto bien distinto. De sus tres antiguos barrios (el del Río, el del Castro y el del Campo) solamente sobreviven estos dos últimos, que han quedado separados por las aguas. El otro, precisamente por su situación, fue engullido por el pantano. De él queda, sin embargo, un recuerdo notable: la ermita del Santo Cristo del Río, que se halla bajo la advocación del Cristo de la Batalla de las Navas de Tolosa.
Al llegar al siguiente pueblo (Triollo) la estampa del pico Curavacas es impactante. Tenemos por aquí una buena muestra del paisaje montañés: praderas tapizando un valle ciertamente estrecho que surca un río recién nacido, arropado apenas por la vegetación. Al fondo, unas sierras recubiertas de tojo, brezo y escobas. Lejos, más lejos tal vez de lo que uno desearía, esa peña enorme de cumbre permanentemente envuelta en la nieve, obsesión de no pocos montañeros. Salimos de Triollo, y tras atravesar una vez más las límpidas aguas del Carrión, llegaremos a La Lastra, la última población situada en la cuenca de este río palentino. Hasta La Lastra, el viajero no ha hecho otra cosa que ascender progresivamente en altitud: es hora, pues, de comenzar el descenso hacia Cervera de Pisuerga.
El camino a seguir discurre ahora por un valle que se conoce como Valle Estrecho, cuyos ríos y arroyuelos vierten ya sus aguas al Pisuerga. Con la entrada en estos nuevos parajes, el paisaje empieza a experimentar transformaciones. Aparecen la Peña de Santa Lucía (que habrá de ser un buen punto de referencia junto con Peña Redonda) y los bosques. Las calizas que el viajero tiene a su izquierda son un buen refugio para los buitres que, en los mediodías calurosos del verano, planean con parsimonia sobre las rocas exhibiendo la envergadura de sus alas. Incluso cuando no vuelan, les delatan unas enormes manchas blancas producidas por el efecto de su guano sobre la piedra.
El paisaje que ahora contemplamos es enteramente exclusivo de un apacible y extenso bosque de hayas y robles. El otoño es aquí, como en todos los bosques caducifolios, espectacular por su colorido. Tórnanse cerezos y hayas del color de la sangre en una combinación fantástica con el amarillo del roble, el chopo y el fresno. Antes de que el viajero haya sobrepasado Santibáñez de Resoba, probablemente sienta la necesidad de detenerse más de una vez para contemplar pausadamente la estampa del Valle Estrecho. La carretera atraviesa ya Santibáñez de Resoba, municipio localizado en la ladera de una escarpada montaña. Llaman nuestra atención los nogales y, cuando están cargados de frutos, los espinos albares y escaramujos.
Unos kilómetros de curvas más adelante, veremos a nuestra derecha el desvío que lleva a dos de los más tradicionales pueblos de este Valle Estrecho: San Martín de los Herreros y, más allá, Rebanal de las Llantas. Ambos están situados en las márgenes del río Rivera, que nace en término municipal de Rebanal de las Llantas, concretamente en el manantial que se ha dado en llamar "la deshondonada". Es una fuente muy peculiar, que bien merece una visita. Rebanal es un pueblecito de casas montañesas situado al abrigo de Peña Redonda y conserva un hayedo magnífico en el que, tal vez, podamos toparnos con algunos ciervos. San Martín de los Herreros, al igual que la vecina Rebanal, está rodeado de amplios bosques donde habitan (entre otros) corzos, zorros y garduñas. Parece ser que, tal y como su nombre indica, tuvo ciertamente un buen número de herreros, algunas de cuyas fraguas aún se conservan. Por el contrario, nada tiene que ver el nombre de Rebanal de las Llantas con lo que el viajero piensa, sino con las plantas. Son también interesantes algunas de sus casas, ya que (por su buena conservación o restauración) en ellas se puede observar todavía el entramado con adobe o con ladrillo.
Volvemos al cruce que tomamos para conocer San Martín y Rebanal y continuamos nuestro recorrido por la P-120. No tardaremos en llegar a Ventanilla, a muy poca distancia del embalse de Cervera. Este pantano toma sus aguas del río Rivera, hallándose la presajunto a Ruesga. Levantado en 1923, tenía la misión de regular el caudal de agua del Canal de Castilla. Para llegar a Cervera de Pisuerga, el viajero tiene dos posibilidades: pasar por Ruega o, bien, hacerlo por el cercano Parador de Cervera. Desde este edificio cálido y acogedor tendremos una vista inolvidable de las altísimas cumbres que nos han acompañado durante todo el viaje: las del Espigüete, el Curavacas y Peña Redonda.
Hace ya mucho tiempo, el ilustre viajero José María Quadrado dejó escritas apenas unas líneas sobre Cervera. No le debió interesar mucho esta villa, pero, por el contrario, mostró un interés desmesurado por Aguilar de Campoo, localidad a la que se referiría en no pocas páginas. La brevedad con la que expresa su impresión sobre Cervera de Pisuerga, que tan poco llamó su atención, resume sin embargo la esencia del lugar. Decía Quadrado: Cervera, cabeza del partido, es una linda población serrana de anchas y limpias calles y de amenos contornos, cuya plaza regular cierran cómodos soportales, y cuya iglesia de cantería se eleva a la falda de un cerro con la advocación de Santa María del Castillo. Mucho ha cambiado la villa desde que este escritor balear pasara por ella, pero Cervera sigue conservando el encanto de lo añejo. Recomendamos visitar la citada iglesia (de estilo gótico, algo inusual en la Montaña Palentina, y que contiene las sepulturas de Gutiérrez P. de Mier y su esposa, Camareros de los Condestables de Castillla); la Plaza mayor, cerrada por agradables soportales y rebosante de castellanía; o el Museo Etnográfico Piedad Isla. Y a muy poca distancia de Cervera, en la localidad de Vado (pedanía de Dehesa de Montejo) tenemos la posibilidad de ver un sorprendente eremitorio rupestre, provisto de varias tumbas.
Terminamos aquí nuestro periplo por la Montaña Palentina...