logologologo
logo ··· logo
Marzo 29, 2024, 08:28:23 *
Bienvenido(a), Visitante. Por favor, ingresa o regístrate.

Ingresar con nombre de usuario, contraseña y duración de la sesión
 
   Inicio   normas Buscar Calendario Expo Castilla Usuarios Ingresar Registrarse Chat Privado  
Páginas: [1] 2   Ir Abajo
  Imprimir  
Autor Tema: "El Empecinado", un héroe castellano  (Leído 22562 veces)
0 Usuarios y 1 Visitante están viendo este tema.
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« : Abril 07, 2011, 16:57:19 »





Un castellano en la Guerra del Rosellón
 

Cuando está a punto de expirar el siglo XVIII, la mayoría de los pueblos y las ciudades de España siguen desconociéndose entre sí. Dormidos los unos junto a sus vetustas iglesias y los otros rememorando añejas glorias a la sombra de sus catedrales y palacios, apenas tienen otras relaciones que las de comercio. Alejarse de un lugar cualquiera 50 o 60 leguas es algo que sólo suelen hacer las gentes de la milicia, los servidores de la justicia, la tropa errante de los mercaderes y la nutrida arriería con sus recuas. Y también, por pedantesca inclinación, la ociosa y arrogante aristocracia, totalmente afrancesada, que se impone la obligación de viajar con alguna frecuencia a París para adquirir finura y distinción.
Aparte de éstos, la mayoría de los españoles permanecen clavados en la tierra que les viera nacer, y al cabo de unos años vuelven a hundirse en ella sin haber tenido ocasión de conocer otra. Sólo un puñado de audaces se arriesga a saltar las fronteras del país para buscar fortuna en ultramar. Los largos viajes son incómodos, lentos y bastante costosos: baste decir que, para trasladarse de Madrid a San Sebastián en aquel servicio regular de diligencias que creara el buen rey Carlos III, se requieren 8 o 10 días de monótono rodar por caminos reales, acompañado por el multiplicado campaneo del tiro, los cerriles gritos del postillón y el poco grato alojamiento en las ventas. Lo que comúnmente se llamar "correr la posta" en coche particular es un lujo que sólo pueden permitirse los más sobrados de dinero...
Dicho lo que antecede, no puede dejar de soprender el hecho de que, en muchas ocasiones, la noticias corren a mayor velocidad de la que pueden desarrollar los quejumbrosos y bamboleantes carruajes. ¿Por qué medio se transmiten? Nadie se preocupa de averiguarlo, y tampoco es que importe mucho. El caso es que en pocos días llegan siempre a los puntos más opuestos de España, a veces alteradas o exageradas. Es lógico, pues, suponer que sus propagadores sean los correos militares o los mensajeros que despachan hacia esta o aquella ciudad los comerciantes e industriales importantes.
Tal cosa es la que viene sucediendo en los últimos meses del año 1792 con las nuevas que se reciben de Francia. A pesar de haberse prohibido la entrada de los periódicos de esta nación, son conocidos aquí el destronamiento y la prisión del rey Luis XVI y su parentela; así como los dramáticos episodios revolucionarios protagonizados por las masas, dominadas por un incontenible furor hacia todo lo que representa la monarquía de Luis Capeto. El trato que recibe el soberano francés causa indignación en España, y las autoridades proceden a perseguir todo lo que pueda estar relacionado con las doctrinas revolucionarias. Lo que nadie quiere ver es que el estallido antimonárquico francés ha sido provocado, a lo largo de más de cien años, una realeza y una aristocracia disipadas y viciosas, dueñas de inmensas fortunas e incontables privilegios feudales. Y como de esto también existen innumerables casos en España, la clandestina propaganda revolucionaria se encarga de sacarlos a la luz como buenamente puede.
Mientras el terror alentado por los jacobinos aumenta en tierras francesas, el Gobierno de Carlos IV hace denodados esfuerzos para tratar de salvar la vida de su pariente Luis XVI y concederle un seguro refugio en España. El omnipotente primer ministro Godoy da carta blanca (y hasta 12 millones de reales) al diplomático José Ocáriz para comprar votos en la Convención revolucionaria antes de que ésta dicte sentencia contra el despuesto monarca. Algunos de los que aceptan el soborno (como el ex-capuchino Chabot) cogen el dinero y denuncian la sucia maniobra. Danton monta en cólera y califica el hecho como "una osadía intolerable del Gobierno español". Finalmente, el 21 de enero de 1793 la cabeza de Luis XVI será cortada por la guillotina. La noticia produce una inmensa conmoción en nuestro país: dada la gravedad y la significación del terrible suceso, la guerra se considera inevitable. El 7 de marzo de aquel mismo año, la Francia revolucionaria declara la guerra a España, basándose en fútiles pretextos y en agravios de escasa consistencia.
Los españoles dejan a un lado sus querellas y se disponen a combatir con ánimo resuelto. El movimiento popular es unánime y clamoroso: nunca, hasta entonces, había sido tan popular una guerra. Se suceden las ayudas y los donativos para contribuir a la lucha contra los jacobinos franceses. Así, se forma entonces un Ejército formando en su mayoría por voluntarios, sin necesidad de levas ni sorteos, bien abastecido de armas, vestimenta, caballos y pertrechos de todas las clases. Para cubrir la totalidad de la frontera con Francia, esta fuerza de combate es dividida en tres grupos: el de Guipúzcoa-Navarra (18.000 hombres), Aragón (5.000) y Cataluña (cerca de 32.000).
También Castilla la Vieja responde con presteza a la llamada al combate. El ardor patriótico se extiende por las dilatadas llanuras castellanas...Y llega hasta una humilde localidad de la provincia de Valladolid llamada Castrillo de Duero, emplazada en el Campo de Peñafiel. Castrillo domina el armonioso valle que (desde Cuevas de Provanco a Mélida de Peñafiel) traza el río Botijas. Hemos de recordar que, en los humedales de este río, se produce un lodo negruzco llamado "pecina" por ser parecido a la pez empleada por los zapateros en sus labores. No debe extrañarnos, pues, que a los de Castrillo siempre se les llamase "empecinados"...
Y en este lugar de Castilla encontramos a Juan Martín Díez, el protagonista de esta historia. Nacido el 2 de septiembre de 1775, es el mayor de los hijos de Juan Martín y Lucía Díez, un matrimonio campesino laborioso y honrado. Enseguida empezaría el pequeño Juan Martín a ayudar a sus padres en las labores del campo: le encontramos cavando viñas en Castrillo, Fuentecén o Nava de Roa. Y "Juanillo" (que así le llamaban entonces) se ganó una gran fama por su considerable fuerza física: arar la tierra y cavar viñas a diario, de sol a sol, fueron las labores que esculpieron una musculosa y aventajada anatomía. Buena prueba de ello es que, a los 14 años, era capaz de echarse un costal de trigo a la espalda como si de una pluma se tratara. Era un mozo valeroso y decidido, que no se detenía ante nada. De su coraje da cuenta una anécdota recogida por el escritor bejarano Hernández Girbal: en una tarde de asueto, el hercúleo Juan Martín decidió descansar en una viña cercana, arrancó un par de racimos y, al poco de empezar a comérselos, el dueño del terreno y dos regidores se le echaron encima llamándole ladrón. Ni corto ni perezoso, el mozo la emprendió a pedradas contra el trío justiciero, que tuvo que refugiarse en el Ayuntamiento...
Y así estaban las cosas cuando las noticias de la lucha contra Francia llegaron a Castrillo de Duero. El inflamado patriotismo de las autoridades, que solicitan ayuda y voluntarios a través del corregidor de Valladolid, produce efectos encontrados: enardece a los jóvenes y siembra de temores el corazón de los viejos. El pueblo se dispone a enviar ganados, vino y trigo. Y unos pocos muchachos, casi unos niños, manifiestan su deseo de alistarse. Más los padres, ya ancianos, les hacen ver que sin su ayuda no podrán acometer las faenas del campo. Ante tan poderoso razonamiento, los zagales desisten, pero uno de ellos se niega en redondo: es Juan Martín Díez. Este mozo de fuerza extraordinaria, que no tiene rival en los juegos violentos ni en las competiciones de arada, no consentirá que nadie frustre su deseo de incorporarse al Ejército.
Una noche, cuanto todos estaban ya dormidos, Juan Martín preparó un atillo y salió de casa sigilosamente. Envuelto en una manta y a lomos de un pollino, abandonó Castrillo en dirección a Peñafiel. Sin dudarlo un instante, se presentó en el cuartel de esta villa con intención de sentar plaza. Enseguida lo destinaron a Valladolid, pasando a formar parte del Cuartel de Farnesio. Algo defraudado queda al ver que no le entregan el anhelado uniforme y, sin abandonar sus resobadas ropas campesinas, pasa a realizar los adecuados ejercicios de instrucción. Después, con unos cientos de voluntarios de la provincia, marcha a Cataluña. El convoy que le transporta es larguísimo y tarda bastante en salir de Valladolid. El lento rodar de los carros militares con pertrechos y hombres por los caminos resulta insufrible para más de uno, pero no para Juan Martín Díez.
Tras muchos días de incesante y molesto traqueteo, viendo desfilar los campos de Soria, Aragón y Cataluña, los voluntarios de Valladolid llegan a Barcelona. La señorial presencia de la ciudad condal y su hermoso puerto, lleno de buques, le producen una impresión que jamás habrá de olvidar. No le sucede lo mismo con el agitado mundo del cuartel donde le llevan. Se encuentra en él como perdido. Cuando menos lo espera, es trasladado a otro y le hacen entrega del uniforme. Ahora queda encuadrado en el 7º de Caballería de Lanceros de España. No tardará nuestro Juan Martín en mostrar una destreza con las armas que es muy apreciada por los superiores. Y como es voluntarioso y ejecuta con diligencia todo cuanto se le ordena, el de Castrillo contará pronto con todas las simpatías del escuadrón, del cual es el benjamín.
Poco después, los Lanceros de España abandonan Barcelona. Mientras caminan hacia la frontera se enteran de que el audaz general Antonio Ricardos (en una operación heroica realizada sólo por cuatro batallones) ha invadido el Rosellón y se ha hecho con Ceret y Saint Laurent de Cerdá sin que los 16.000 soldados franceses que cubrían aquel sector hubiesen podido impedirlo. Tan importante victoria levanta la moral de las tropas españolas. Tras realizar con éxito la arriesgada misión de abrir un camino en el Coll de Portell para que avance la artillería, el escuadrón de Juan Martín peleará en la batalla de Mas-Deu con un valor impresionante, dejando muy mal paradas a las fuerzas francesas. No es de extrañar que el general Ricardos, responsable de las tropas de España en aquella acción bélica, fuese premiado con los entorchados de capitán general y la gran cruz de Carlos III. También son recompensados los jefes de regimientos de caballería que tomaron parte en la memorable carga, entre ellos el de Lanceros de España. Y es el jefe de este regimiento quien, hablando con el general Ricardos, le comenta que tiene bajo sus órdenes a un muchacho especialmente valeroso. Se trata de un tal Juan Martín Díez, labrador de oficio y natural de un pueblo vallisoletano. Quiere Ricardos conocerle y pide que le lleven ante su persona.
Cuando Juan Martín se entrevista con el general no se muestra ni tímido ni encogido. Responde con soltura y naturalidad a las preguntas que le hace sobre su condición, circunstancias familiares y las razones por las que se alistó. La franqueza que Ricardos ve en el joven le mueven a simpatías con él. Para recompensarle por su valeroso comportamiento en la carga contra los franceses, el general le nombra su ordenanza. Pero el honor de galopar junto a Ricardos es algo que no satisface a Juan Martín, que anhela pelear como uno más en el campo de batalla.
A mediados de febrero de 1794, el general Ricardos es llamado a la Corte. Según puede saber Juan Martín por las conversaciones de campamento, va a reunirse con Godoy y los restantes jefes de los Ejércitos pirenaicos para estudiar la situación militar y disponer cuanto sea necesario para continuar la guerra. Lo que nadie puede prever es que una inesperada desgracia vendrá a echar por tierra buena parte de lo conseguido hasta entonces. Antonio Ricardos fallece repentinamente a la edad de 66 años, y el doloroso suceso produce a los combatientes españoles una honda pena. El conde O´Reilly, nombrado para sustituir a Ricardos, muere al poco de llegar a Cataluña. Su puesto lo ocupa el conde de la Unión, que dista mucho de reunir las condiciones requeridas para ser un buen estratega. Y esto no tardará en comprobarse: un desastroso intento de ataque a los franceses por él ordenado termina en flagrante derrota de las tropas nacionales, que pierden casi toda la artillería y multitud de material y municiones. Por si fuera poco, los franceses aprovechan aquellos momentos de flaqueza para invadir Cataluña.
Hasta entonces, nuestro labrador de Castrillo sólo ha conocido una cara de la guerra: la del júbilo ensordecedor de las victorias. Ignoraba, hasta el momento, la amargura y la humillación del vencido. Y las derrotas, jamás esperadas, vienen a enfriarle los ánimos. Actuando por su cuenta, logra Juan Martín salvar algunos pertrechos y provisiones que se hallan desperdigados. Una nueva derrota de las tropas españolas trae consigo la retirada hasta el pueblo de Bascara, situado entre Figueras y Gerona. Al poco tiempo, dos bochornosos sucesos hacen que Juan Martín pierda la confianza en sus jefes militares: la ciudad de San Sebastián y la plaza fuerte de Figueras caen en manos francesas; la primera por traición y la segunda por cobardía. Descorazonado, Juan Martín no quiere permanecer más tiempo en aquel Ejército de perdedores, y como voluntario que es pide (y obtiene) la baja. No se va sólo: le acompañan cuatro cinco mozos naturales, como él, de los pueblos ribereños del Duero. Y con la audacia que le caracteriza, el de Castrillo se convierte en el jefe de una pequeña guerrilla. Juan Martín y sus camaradas comienzan a merodear por las cercanías de San Juan de las Abadesas y Castellfullit de la Roca, permaneciendo al acecho de cualquier patrulla enemiga. Tienen la suerte de contar con la desinteresada ayuda de unos payeses que les proporcionan ropa.
Pero un inesperado suceso pone fin a sus andanzas guerrilleras: el 22 de julio de 1795 se firma en Basilea la paz entre Francia y España. Los recursos de nuestro país hallábanse muy mermados y la situación de sus Ejércitos a lo largo de los Pirineos no era muy halagüeña. Las tropas francesas, por su parte, abandonarán las villas y ciudades ocupadas, devolviendo los cañones y los pertrechos pertenecientes a las plazas fuertes. La Primera República Francesa recibirá como indemnización la parte española de la isla de Santo Domingo, un territorio en completo desorden que le resultaba a España más gravoso que útil. Y así es como terminó la llamada Guerra del Rosellón.
A Juan Martín y sus amigos no les queda otra que abandonar la actividad guerrillera. Unidos a una columna de soldados, llegan a Barcelona, desde donde sus caminos se separan. Unos se quedan en Cataluña, otros marchan hacia Levante y Aragón y un reducido número se dirige a Castilla. Entre éstos últimos se halla nuestro joven de Castrillo, que es transportado por arrieros en sus carromatos. Es un soldado al que algunos ofrecen comida y refugio en los pajares. Llegará a la villa burgalesa de Aranda de Duero, y allí le dicen que un tratante de ganados dispone de una recua para dirigirse al mercado de Peñafiel. Juan Martín consigue que este hombre le acomode en una de sus caballerías y le lleve hasta las proximidades de su pueblo. Poco después, su madre y sus hermanos le reciben con exageradas manifestaciones de alegría.



De vuelta en Castrillo de Duero. "El Empecinado", un recaudador valeroso.


Atrás quedaban, por el momento, las andanzas guerreras: Juan Martín volvía a ser el humilde labriego que siempre fue. Aunque nadie lo sepa, la Guerra del Rosellón ha dejado en él un poco de amargura, sin que el aprecio sentido hacia la memoria del general Ricardos logre consolarle. Por esta razón, no le tienta repetir la aventura, ni dedicarse por entero al servicio de las armas. No obstante, en su interior sigue presente el heroico militar que demostró ser. Se halla oculto, adormecido, en espera de que el tiempo y las circunstancias le permitan salir a la luz...
A su regreso a Castrillo de Duero, todos le encuentran muy cambiado. Sus facciones muestran una mayor serenidad y su voz suena reposada y grave. También se conduce con más aplomo y seguridad. Como buen castellanoviejo, es un hombre serio y reflexivo, quizá demasiado para sus 20 años. Más que fuerte, puede calificársele de hercúleo. Y tan noble y generoso es, tan humilde y sencillo, que en ocasiones peca de ingenuo. Posee una cualidad que bien muestra a las claras sus dotes para el mando: sabe imponerse sin necesidad de palabras, únicamente le bastan una mirada o un gesto. No puede extrañar, por tanto, que los jóvenes de Castrillo le consideren su jefe. En cualquier momento y ocasión, "Juanillo" es quien da las órdenes, y los demás le hacen caso sin que les pese su autoridad. Y los labradores, admirados, pronto se convencen de que el joven Juan Martín no tiene rival en las faenas agrícolas: lo mismo en sacar patatas y arar que en podar y cavar las viñas.
Es natural que un mozo como el que acabamos de describir sea considerado por no pocas madres como el esposo ideal para sus hijas. Las zagalas más desenvueltas no dejan de llamar su atención y de sonreírle cuando, los domingos por la atrde, se reúnen en la era comunal para bailar al son de la dulzaina. Pero sus rústicas artes de seducción no hallan eco en el corazón de "Juanillo" porque ya tiene su elección hecha: Catalina de la Fuente (burgalesa de Fuentecén) es quien tiene un lugar en su corazón. Vive desde niña en Castrillo, en la casa de una tía suya. Mantenía esta señora una estrecha amistad con Lucía Díez, madre de nuestro biografiado, de ahí que ambos tuvieran una constante relación desde la infancia. Han participado desde bien pequeños en los juegos infantiles y ahora, en plena juventud, sienten que están hechos el uno para el otro. Y el 1º de marzo de 1796, en la parroquia de Castrillo, tuvo lugar la esperada boda. La dote aportada por Catalina de la Fuente (que contaba entonces con 22 años) era humilde, pero nada despreciable: algunas onzas, viñas, tierras y un molino, todo ello en su localidad natal. A la salida de la iglesia, los contrayentes pasaron bajo un dosel de ramaje dispuesto por los mozos del pueblo, tal y como mandaba la traidición. Después tendría lugar un espléndido banquete, casi pantagruélico, regado con los buenos y añejos vinos de las riberas del Duero...
Juan Martín y su esposa se trasladaron a Fuentecén (en plena Comunidad de Villa y Tierra de Montejo) donde nuestro joven comenzaría a trabajar como un labriego más del pueblo. Al igual que en nuestros días, Fuentecén tenía más entidad que Castrillo de Duero: situado a dos leguas de Roa, es un encantador pueblo al que custodian dos cerros. Las calles son anchas y alegres. En la plaza, dos fuentes vierten sus chorros en robustos pilones de piedra. La iglesia parroquial, puesta bajo la advocación de San Martín, tiene cierta grandeza arquitectónica. No deja Juan Martín de recorrer todo el término municipal para comprobar, con su buen ojo de labrador, cuánto puede ofrecerle este pueblo burgalés: tiene un magnífico prado, un par de vegas muy fértiles con árboles frutales y una gran cantidad de olmos y álamos. En las tierras de labrantío se produce trigo, centeno y cebada; y de las numerosas viñas sale uno de los mejores vinos de la comarca.
« Última modificación: Marzo 03, 2015, 20:02:27 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #1 : Abril 07, 2011, 17:05:41 »


Es a los pocos meses de establecerse en Fuentecén cuando a Juan Martín comienzan a llamarle "El Empecinado", sin que este mote sea ofensa o menosprecio de su persona. Es simplemente, el que allí suelen dar a todos los naturales de Castrillo de Duero, por la "pecina" que forma el arroyo Botijas. Hay que decir que, en esta época, los apodos son moneda corriente; no sólo en los pueblos, sino también en muchas fábricas, industrias y obradores de las ciudades. Cada uno tiene el suyo y por él es conocido. Llegan a hacerse tan consubstanciales con la persona que ésta acaba por relegar su nombre a un segundo plano. Y Juan Martín aceptó el suyo como algo natural, de acuerdo con las costumbres, y demostrado está que con el tiempo se enorgulleció de él y consiguió verlo reconocido como apellido. Lejos está de suponer que, en los años venideros, llegará a ser sinónimo del más ardiente patriotismo. ¡Cómo podría soñar tal cosa aquel humilde labrador castellano!
Nuestro biografiado se emplea en las faenas agrícolas, al mismo tiempo que cuida de un molino maquilero al que mueven las aguas del Riaza. De vez en cuando, se traslada hasta Roa, Aranda o Peñafiel para vender sacas de grano y garrafas de vino. Es muy aficionado a los espectáculos taurinos y no se pierde ni una sóla capea en los pueblos de la comarca. Permanece atento a los sucesos de la política internacional, enterándose de sucesos como la muerte del inglés Nelson en su intento de tomar Tenerife o la amistad del rey Carlos IV con Francia, el país que antes fuera su enemigo. "El Empecinado", que aún recuerda vívidamente la Guerra del Rosellón, no aprueba las cordiales relaciones de España con aquel joven general llamado Napoleón...
Y así pasan, poco a poco, los años en Fuentecén. "El Empecinado" lleva una vida apacible, dedicado a trabajar en la labranza con el deseo de ver aumentada su hacienda. Están ya muy lejos los tiempos en que ansiaba ser soldado. Ahora, o ya no tiene iguales ansias o las oculta muy bien. Desinteresado de la vida militar, no le tienta nada volver a las hazañas guerreras. En sus viajes para vender grano y vino se entera de todo cuanto sucede en España, a través de las noticias (no siempre exactas) que de un lado a otro llevan los carreteros y trajinantes. En las tabernas y mercados se habla de ello, pero Juan Martín rara vez deja traslucir lo que piensa. En algo se muestra explícito: no le interesa la política. En cambio, cuando alguien se refiere al comportamiento de Francia con nuestro país, su genio se encrespa y asegura con firmeza que (tarde o temprano) los franceses acabarán por darnos algún disgusto grande. No se fía de ellos. Intuye que, bajo apariencias de amistad, lo único que pretenden es aprovecharse de España...
Allá por 1807, nuestro Juan Martín fue nombrado recaudador de impuestos de las primicias aportadas a las iglesias de Olmedo, Alcazarén, Iscar y otras localidades inmediatas (las primicias eran los primeros frutos de la tierra o de los animales que, aparte del diezmo, se habían de entregar a la Iglesia, siguiendo casi literalmente los preceptos contenidos en el Antiguo Testamento). En honor a la verdad, hay que decir que este nombramiento se debió a la influencia de un eclesiástico amigo de la familia.
Este nuevo empleo le aportó un sobresueldo nada desdeñable al joven Juan Martín. Nunca pensó que con esta dedicación perjudicaría a nadie, pero cuando menos se lo esperaba se vio envuelto en un follón que no había buscado ni deseado. Según parece, la designación de "El Empecinado" como recaudador de primicias había enojado enormemente a un hidalguillo de Alcazarén, beneficiado hasta entonces con dicha actividad. Aquel señorito altanero y despectivo ocupaba aquel cargo sin oposición de nadie y ya lo consideraba indisolublemente unido a su persona. Hombre temido, odiado por el pueblo y de apariencia robusta, el señorito de Alcazarén supone que intimidará a Juan Martín con su sola presencia, haciéndole renunciar al cargo. Le hace llamar, y le dice que si no le entrega la cobranza de las primicias puede tener serios problemas. Mal le sientan a Juan Martín las amenazas de aquel energúmeno. Frenando su indignación, rechaza las propuestas del de Alcazarén.
Piensa el señorito que ha ido a topar con un labriego al que puede atemorizar fácilmente, y comienza a insultarle con grandes voces. A la par que grita aumenta su ira. Finalmente, levanta uno de sus brazos y, sin medir las consecuencias, descarga un puñetazo en el rostro de "El Empecinado". ¡Más le valdría no haberlo hecho! El de Castrillo se abalanza sobre él y, trabándolo con sus recias manos por la ancha correa que le ciñe la cintura, lo levanta en el aire sin mucho esfuerzo. Con tremendo impulso, estampa al señorito contra el suelo y, una vez allí, comienza a propinarle furiosos puñetazos y puntapiés, mientras el otro pugna inútilmente por detenerle. Ni que decir hay que el hidalguillo quedó maltrecho y ensangrentado. Tras darle su merecido a aquel mastuerzo, "El Empecinado" tuvo que vérselas con varios vecinos, que habían llegado hasta la casa atraídos por las voces y los golpes. Entre ellos se hallaba el alcalde de Alcazarén, que ordenó la detención de Juan Martín. Alega éste que ha sido insultado y amenazado, pero como el otro insiste en apresarle, abre una larga navaja de fina hoja que siempre lleva en su faja y, embozándose en su capa, se marcha de allí sin que nadie se atreva a detenerle. Ni que decir hay que la noticia de la monumental paliza es muy comentada en todos y cada uno de los pueblos de la zona, donde son bien conocidos los abusos de aquel tirano. Y se habla con admiración del joven Juan Martín...
Después de esto, nuestro biografiado empieza (ya sin obstáculo alguno) a realizar la cobranza de las primicias, haciendo viajes frecuentes de Castrillo a Íscar, y de ésta villa a Olmedo y Alcazarén. Durante ellos no deja de conocer cuanto se comenta en la Corte sobre la cada vez más estrecha amistad de las autoridades con el emperador francés, que impone su autoridad al Gobierno español ante el temor de Godoy, la ansiedad de los nobles y la justificada inquietud del pueblo llano.
La mayoría de las gentes, enemigas siempre de validos y paniaguados, centran su odio en Manuel Godoy: se le considera causante de todos los males que padece la nación, entre ellos los apuros del Tesoro y las necesidades de los pueblos. Y al tiempo que aumenta su impopularidad, siguen lloviendo sobre él distinciones, grados, honores y títulos. Hasta tal punto llega la cosa que, cuando se supone que no quedará ningún cargo que ofrecerle, le es otorgada la dignidad de Almirante de España y de las Indias con tratamiento de Alteza Serenísima. "El Empecinado", que por aquellos días se encuentra accidentalmente en Valladolid, presencia con desagrado los festejos que en la ciudad se ofrecen para celebrar el acontecimiento. Hay corridas de toros y juegos de cañas, entre otras distracciones. Y ve cómo el intendente Cesáreo Gardoqui traslada (acompañado por treinta caballeros) un retrato de Godoy para colocarlo en el salón de sesiones del Ayuntamiento... Huelga decir que a Juan Martín todo aquel ridículo ceremonial le parece un acto de servilismo vergonzoso.
 

 
Comienza la invasión francesa. Las tropas napoleónicas entran en Valladolid.


Abandonamos por un momento las peripecias de "El Empecinado" y nos trasladamos a tierras francesas. Allí se halla Napoleón Bonaparte, en cuya cabeza bulle ya la idea de crear un gran imperio occidental, resucitando en cierto modo el de Carlomagno, con reinos tributarios y estados feudatarios, todos bajo su mano omnipotente y la fuerza de sus ejércitos victoriosos. Por lo pronto, ya es dueño de toda la Península Itálica, y ha derrotado a los austriacos en Ulma, a los rusos en Austerlitz y a los prusianos en Jena. Cabe preguntarse, a la vista de todo esto, qué es lo que le tendrá reservado a España. Una cosa es evidente: desde que destronó a los Borbones en Nápoles, su idea es la de expulsarlos de todos los tronos que detentan para sustituirlos por sus hermanos. Coronado emperador en 1804, Napoleón se vuelca enseguida en la Península Ibérica para presionar sobre la Corte portuguesa e impedir sus tratos comerciales con los británicos. En mayo de 1087, Bonaparte lo prepara todo para invadir Portugal entrando por España; y cinco meses después, el tratado de Fontainebleau sancionará la participación conjunta de España y Francia en la ofensiva contra los portugueses. La débil monarquía de Carlos IV da su permiso para que las tropas francesas pasen por territorio español.
Así, el día 18 de octubre de 1807, cruza el Bidasoa la infantería francesa del general Delaborde, perteneciente al Ejército acampado en Bayona. Pocos días después, entran en España las divisiones de los generales Loisan y Travot, y con ellas la caballería del infame Kellermann. Parte de estas fuerzas se dirigen (a través de Burgos y Valladolid) a la ciudad de Salamanca, donde desfilan ante los ojos atónitos de la población. Llenos de confianza, los salmantinos los acogen en sus casas y hasta se celebra un baile para los oficiales del Estado Mayor en el Palacio de los Marqueses de Zayas. Luego, los franceses salen en agotadora marcha hacia Ciudad Rodrigo, dejando por los caminos animales muertos, armas inservibles y soldados desgajados del resto de las fuerzas. Hambrientos como van, poco tardan en empezar a robar colmenas en los campos y castañas o aceitunas en las chozas. Al pasar por el pueblo de Peñaparda se apoderan de cuantas reses pastan cerca del río Ágreda. Los campesinos del lugar, profundamente indignados, vengan aquella afrenta matando a varios de los soldados rezagados. Es ésta la primera reacción poular contra el Ejército francés, anticipándose a las guerrillas que aún tardarán en aparecer.
La encubierta invasión de España ha comenzado: con ella se abre una época de luchas, perfidias, heroísmo y sacrificios. En tanto las tropas francesas siguen extendiéndose por toda España, el 27 de octubre de aquel año se firma el ya mencionado tratado de Fontainebleau, que bien puede calificarse como el saqueo alevoso de un pueblo, en este caso el de Portugal. Véase, si no, lo que sus cláusulas establecen: Godoy se convertirá en el soberano de Alentejo y los Algarbes, con el título de Príncipe; al Rey de Etruria (a cambio de este efímero reino que pasará a manos de Napoleón) se le nombrará Rey de la Lusitania Septentrional; y en cuanto al despreocupado y complaciente Carlos IV, se le otorgaría el título de Soberano de las Dos Américas. ¡Nada menos que eso! A mediados de noviembre, el Ejército francés de Jean-Andoche Junot y las tropas españolas del general Carrafa se reúnen en la villa extremeña de Alcántara. Penetrarán en Portugal sin encontrar resistencia alguna, obligando a la Casa Real portuguesa a instalarse en Río de Janeiro.
Mientras todo esto sucede, "El Empecinado" no deja de comentar con sus parientes y amigos las inquietantes noticias (incompletas unas veces y adulteradas otras) que le llegan por diversos conductos. Generalmente, el tema principal de las conversaciones es la constante entrada de tropas francesas en España. Esto enfurece a nuestro Juan Martín: con palabras apasionadas, trata de hacer comprender a quienes le escuchan que la soldadesca napoleónica no debe ser tratada como amiga, sino como lo que realmente es: enemiga de la Patria, de la Iglesia y de la Monarquía. Cuando se entera de que en algunos lugares reciben a los franceses con aclamaciones y obsequios, no puede creérselo. Un día de enero de 1808, "El Empecinado" se traslada a Valladolid para comprar diversos aperos de labranza. No tarda en darse cuenta de que en las calles se respira un ambiente de fiesta, y un aguador le dice que están a punto de entrar en la ciudad las tropas del general Dupont. Hace intención de esquivarlas y lo único que consigue es encontrarse frente al desfile, entre toques de clarines y golpes de tambor. Él, tan inclinado a las artes de la guerra, contempla con interés y recelo a aquellos 24.000 infantes y 3.500 caballeros. Su buen ojo le lleva a observar, junto a los curtidos y cansados veteranos, a un buen número de soldados barbilampiños, reclutados e instruidos de cualquier manera para recomponer las unidades. Ciertamente, no tienen un aspecto muy aguerrido. Quizás piensa Juan Martín que un centenar de hombres de estas tierras, valerosos y medianamente armados, podrían dar más de un disgusto a cualquier destacamento francés. Y rondándole esta idea en la cabeza emprende el camino de regreso a Fuentecén...



Respuesta al ultraje francés. Ardor guerrillero en la taberna de Fuentecén
 

Castrillo de Duero, abril de 1808: un sargento de dragones francés (secundado por un soldado que le sirve de ordenanza) se acerca al pueblo con el objetivo de conseguir provisiones para sus tropas. Una vez satisfechos sus deseos, el sargento y su acompañante avisan al corregidor de que pasarán la noche en la localidad para partir, nada más amanecer, a Nava de Roa y Fuentecén.
El encargado de darles cobijo es un matrimonio que ronda la cincuentena y en cuya casa vive Juana, su única hija. Los tres son buenos amigos de "El Empecinado". La jornada con los nuevos huéspedes transcurre con normalidad, hasta que el sargento de dragones (posiblemente más bebido de la cuenta) no se recata a la hora de expresar su atracción por la bonita joven. La escena es tensa: el militar trata de abusar de Juana y ésta se resiste como puede. Insultos, gritos, forcejeo. Al final, el francés no logra satisfacer sus bajas pasiones, pero el ultraje deja desconsolada a la familia...
 A la mañana siguiente, poco después de partir los franceses, aparece en Castrillo nuestro Juan Martín, que acaba de llegar de Fuentecén para entregar unos encargos a su madre. Le acompaña su hermano Manuel. Cuando entra en el pueblo, se topa con el desdichado matrimonio y éstos le cuentan lo sucedido la noche anterior. "El Empecinado" y su hermano no se lo piensan dos veces: les falta tiempo para partir al galope en busca de los dos franceses. Como a una legua de Castrillo, ya cerca de Peñafiel, existe un lugar solitario y agreste al que llaman el Salto del Caballo: se trata de un angosto sendero que serpentea junto a la orilla del Duero, cuyas aguas son allí muy vivas, y sobre el que cae la vertiente suave de un collado cubierto por árboles, matorrales y enormes rocas. Allí podría cualquier hombre atacar o defenderse con éxito de quien tome el reducido paso. Así lo hicieron (según cuentan por aquellos pueblos) unos bandidos llamados "El Melero" y "El Chafandín", que aterrorizaron a la comarca cuando el rey Carlos era mozo.
Ya son casi las doce cuando los dos militares se aproximan al Salto del Caballo. Llegados ya a la parte más angosta, el soldado se da cuenta de que lleva floja la cincha de su caballo y se detiene para apretarla, mientras el confiado sargento continúa la marcha. De pronto, retumba el estampido de un disparo y el sargento, abierta la cabeza de un certero disparo, cae muerto de su montura. El soldado acude en su auxilio. Se da cuenta, entonces, de que el humo del disparo ha salido de entre las rocas de la ladera, y entre ellas asciende. Enseguida ve correr a un hombre. Galopa tras él, dispuesto a darle alcance. Manuel, que ha sido el autor del disparo, trepa como una cabra collado arriba: salta piedras, aparta arbustos y obliga al jinete a tomar el peor camino.
De repente, se oye una voz poderosa cuyo eco repiten aquellas hondonadas:

-¡Voy, Manuel!- suena como un trueno.

Y ante la alegría de éste y el temor del francés, aparece "El Empecinado". Monta el corcel del sargento muerto y agita su sable. Avanza, amenazador, hacia donde su hermano se encuentra. El francés, al verle, trata de salir de aquel incómodo terreno para alcanzar el camino. "El Empecinado" se lo impide cortándole el paso. No le queda al militar otro remedio que aceptar el encuentro, pensando quizás que aquel labriego no podrá resistir la fuerza de su sable. Mas en esto se engaña. Juan Martín se lanza sobre el francés, lleno de ímpetu y furia. Intercambian varios golpes, luchando sin cuartel. "El Empecinado" le propina un mandoble tan certero y violento que a punto está de hacerle soltar el arma. Luego, al verle dudar más de la cuenta, le da una estocada tan tremenda que le atraviesa el cuerpo de parte a parte. Ensangrentado, el francés cae de su montura. Resuelto ya aquel lance, Juan Martín y su hermano se apropian de la documentación que llevaba consigo el sargento y arrojan los dos cadáveres a las aguas del río Duero...
A media tarde, Juan Martín y Manuel entraban victoriosos en Castrillo, mostrando como trofeos los caballos y las pertenencias de los franceses. Nada mejor para agrandar la fama o la admiración entre sus paisanos. Todavía no sospechaba "El Empecinado" lo alto que iba a llegar en la lucha guerrillera contra el invasor, aunque fuese un motivo personal el que le llevase hasta ella. Presiente que pronto será necesario responder a los abusos y excesos de los franceses con violencia, obrando en legítima defensa. No sabe ni cómo ni cuándo se producirá el inevitable choque, pero de una cosa está muy seguro y así se lo comunica a sus amigos:

- Si como temo sucede lo peor, juro que no descansaré hasta que el último soldado francés salga de España.
En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #2 : Abril 07, 2011, 17:14:31 »


Poco tiempo después, "El Empecinado" y los suyos se reunieron en la taberna de Fuentecén, charlando amigablemente alrededor del buen vino. Junto a él están dos amigos que son casi como hermanos: Blas Peroles (natural de Castrillo de Duero) y Juan García (un mozo de 16 años, huérfano de padres y que había sido acogido en Castrillo por la familia de Juan Martín). Alarmados por la preocupante situación del país, los tres amigos deciden pasar a la acción y formar una guerrilla más o menos estable para actuar entre Peñafiel y Castrillo de Duero. La experiencia militar de "El Empecinado" y su primera actividad guerrillera en Cataluña constituyeron la inspiración táctica inicial del grupo.

"Tranquilo  vivía cultivando mis tierras, cuando se dijo que al rey Fernando se lo llevaban a Francia. Yo quería echarme al campo porque esta canalla francesa me cargaba, señores, y cuando la gente de aquí se entusiasmaba con Napoleón, yo decía: " Napoleón es un infame. Si entra Fernando en Francia, no sale hasta que le saquemos". No me quisieron creer... Vino Mayo y al fin se descubrió el pastel. Yo no podía aguantar más y me picó mostaza en la nariz. Llamé a Juan García y a Blas Peroles, y les dije: "¿Nos echamos o no nos echamos?" Ellos me contestaron que ya tenían pensado salir a matar franceses, y en efecto, salimos. Éramos tres. Nos pusimos en el camino real a cuatro leguas de Aranda, en un punto que llaman Honrubia, y allí a todo correo francés que pasaba le arreglábamos la cuenta. Fue llegando gente y se formó una partidilla... La verdad es que no sé cómo se formó. La partida se hizo ejército y aquí estamos. Me han hecho brigadier. Yo no lo he pedido. Quieren que sea general... He servido a la Patria con fe, y también con buen resultado, ¿no es verdad?".

Así recreaba Benito Pérez Galdós en sus célebres Episodios Nacionales los inicios guerrilleros de "El Empecinado". La suya fue, sin duda, la primera partida guerrillera que comenzó a actuar en la lucha española contra el francés. Generalizadas en el país a partir de 1809, las guerrillas (denostadas a veces por los extranjeros y mitificadas hasta la extenuación por los nacionales) constituyeron un elemento genuino de la Guerra de la Independencia. Hasta la saciedad se han resaltado sus maneras de actuar: eran partidas de pequeñas dimensiones en cuanto a efectivos, se movían con rapidez aprovechando al máximo las características del terreno, atacaban por sorpresa, se retiraban cuando no existía una gran certeza de victoria, se dispersaban en caso de necesidad y, no pocas veces, aprovechaban las villas y ciudades para camuflarse entre la población civil. Su labor de hostigamiento y desgaste se hizo muy preocupante para las tropas francesas.
El bautizo guerrillero de "El Empecinado" en el Salto del Caballo y la apasionada reunión en la taberna de Fuentecén tendrían una consecuencia inmediata. Tuvo lugar a fines de abril de 1808. Por aquellas fechas, Juan Martín y sus camaradas abandonan Fuentecén, llegan a Aranda de Duero y siguen por los campos, manteniéndose paralelos al Camino Real que une Madrid con Burgos. Resueltos y animosos, están dispuestos a darlo todo en la lucha guerrillera. Acercáronse entonces a una localidad llamada Honrubia de la Cuesta, perteneciente (al igual que Fuentecén) a la Comunidad de Villa y Tierra de Montejo. Allí fue donde consiguen interceptar a un correo francés , haciéndose con toda su valiosa documentación. Dos días después, en las proximidades de Aranda, otro correo francés les sale al paso. Éste opone resistencia a la partida guerrillera, que acaba con su vida. Le arrebatan en un santiamén las armas, los documentos y el caballo. Animados por la fácil victoria, los guerrilleros se ocultan con su botín entre los pinares...
La cosa no quedó ahí. Aún no había estallado el mítico 2 de mayo madrileño cuando los guerrilleros de Juan Martín seguían haciendo de las suyas en las inmediaciones de Aranda. La fama de esta valerosa pandilla se fue extendiendo, imparable, por los pueblos cercanos, hasta el extremo de incentivar la demanda de jóvenes deseosos de ingresar en la partida "empecinada". Ésta no tardará en pasar a disponer de una docena de hombres. Además, "El Empecinado" ofrece una suculenta contrapartida a todo aquel que se una a sus filas: la paga de un jornal diario más una ocasional parte del botín que pudiera conseguirse. Un señuelo muy apetecible, mucho más que la desprestigiada soldada del momento. La base de operaciones de Juan Martín es la zona arandina, y se mueve con sus guerrilleros por localidades burgalesas como Fuentenebro, Gumiel de Hizán, Castrillejo y Fuente Espina. Roban armas y pertrechos a la soldadesca francesa, prenden a todos los soldados que encuentran rezagados, obstaculizan las comunicaciones de los invasores. Hostigan sin cesar a las tropas napoleónicas desde Honrubia hasta la misma Aranda de Duero.
El 2 de mayo de 1808 tuvo lugar el heroico levantamiento de los madrileños contra los invasores franceses. Las gentes de la Villa y Corte se rebelan contra el despotismo y las crueldades de las tropas napoleónicas. Dejan los aguadores sus cubas, los vendedores sus puestos, los herreros las fraguas, los vinateros las tabernas, las lavanderas el río, las planchadoras el almidón. El improvisado ejército, en el que no existen grados pues todos son combatientes de primera fila, lo forman estos hombres y mujeres a quienes los remilgados cortesanos llaman, despectivamente, el pueblo bajo, Son artesanos y jornaleros, chulillos y majos, aguadores y chisperos, jaques de castoreño y caleseros y faja grana, bravías de los corrales y los lavaderos, pillastres y estudiantes, sacristanes y clérigos de misa y olla. No se ven entre ellos a los petimetres de la burguesía, ni a los servidores de Palacio, ni a las dignidades de la milicia o de la Iglesia. Aquí sólo está el pueblo, en su más exacta definición. Gentes inflamadas de patriotismo, luchadores fieros, indómitos, dispuestos a batirse con las tropas imperiales hasta la muerte. Ni una gota de sangre azul tiñó las guijas del suelo de Madrid: toda fue roja y derramada con generosidad.
No, no; al pueblo no se le puede tratar como si fuese un rebaño de esclavos. Tiene tan alto orgullo y tan elevado concepto de la dignidad que no está dispuesto a consentir un sólo atropello más. Y la rebelión se extiende rápidamente por todos los confines de España como un huracán que todo lo arrolla. Y se produce unánime y clamorosa, sin jefes ni caudillos; sin previa inteligencia y acuerdo; sin órdenes ni movilizaciones, casi de manera simultánea.


 
Movilización popular en Valladolid. Ardor patriótico.


 Entre los días 29 y 31 de junio, tiene lugar una explosión de ira antifrancesa en Valladolid que se torna imparable: la tibia actitud frente a los invasores de García de la Cuesta, capitán general de Castilla la Vieja, irrita enormemente a los vallisoletanos. Los acontecimientos se precipitan, las decisiones se encadenan a golpe de algarada callejera. La multitud se presenta, desafiante y amenazadora, ante el Ayuntamiento y exige el alistamiento general y forzoso de toda la población, así como la urgente entrega de armas. García de la Cuesta les pide que se "aquieten y recojan", pero los congregados empiezan a hacer acopio de armas por su cuenta. Es decir, arrebatándoselas a los 250 franceses heridos o enfermos que convalecían en hospitales y viviendas particulares. La multitud incauta, además, los cargamentos de algodón, trigo y armas que iban destinados a las tropas francesas instaladas en Madrid. García de la Cuesta ve con muy malos ojos los movimientos populares antifranceses, aunque tiene conocimiento de que ya han triunfado en Santander, León, Asturias y las provincias gallegas. En los primeros momentos, hace oídos sordos a las peticiones del pueblo vallisoletano y se niega a seguir el ejemplo de tantas otras ciudades, terca actitud que a punto está de causar un sangriento motín y de costarle la vida.
"El Empecinado", que continúa con empeño su guerra personal contra los invasores, muestra especial interés por todo lo que sucede en Valladolid. Y cuando alguien le dice que el general García de la Cuesta no se aviene a los deseos del pueblo, lo abandona todo y se presenta en la ciudad del Pisuerga para contrubuir a la causa antifrancesa. Nada mas poner el pie en Valladolid, acompañado por su hermano, observa cómo marcha por la Fuente Dorada una gran muchedumbre que se dirige a la Capitanía General. "El Empecinado" y su acompañante se unen a ellos. Se congregan las masas frente al edificio y exigen, a grandes voces, que se haga entrega de las armas al pueblo y se declare la guerra a Napoleón. El alboroto llega a ser tan considerable que el propio García de la Cuesta sale al balcón principal, pronunciando unas palabras mesuradas y llenas de evasivas que a nadie convencen. Miles de gritos amenazadores le insultan y humillan. Entonces, tiene lugar algo sorpendente: aparecen varios hombres cargados de maderos, valaises y herramientas de carpintería que, junto al edificio de la Capitanía, comienzan a levantar un patíbulo. Trabajan a prisa, con extraordinaria destreza. Entre el recio golpear de los martillos se oye una voz autoritaria y conminativa:

-¡ Si no estáis con nosotros, preparaos para estrenar esta horca!-

Y el Capitán General, ante tan explícita amenaza de muerte, accede a que una representación de cinco hombres del pueblo se entreviste con él. Entre los que voluntariamente se ofrecen está "El Empecinado". Sin cortedad alguna, se presentan en el despacho: es la primera vez que pisan aquellas ricas alfombras y toman asiento en los sillones dorados tapizados de damasco. Juan Martín hace valer su condición de veterano de guerra y es el que lleva la voz cantante. Informa al militar de su persona, le da cuenta de sus actividades guerrilleras en la Ribera del Duero y promete hacerle entrega de los documentos interceptados a los correos franceses. Al final, García de la Cuesta accede a sus demandas. ¡La movilización contra los invasores ha triunfado también en Valladolid!
"El Empecinado", por su parte, permanecerá unos cuantos días en la ciudad. Algunos entusiastas se han unido al grupo guerrillero que él comanda y le llegan noticias de que también Palencia, Zamora, Salamanca y Ávila se han levantado contra los franceses. Llega a entrevistarse con García de la Cuesta en varias ocaciones, haciéndole entrega de las valijas que arrebata a los correos del enemigo. El general le autoriza para continuar sus correrías contra los soldados napoleónicos, siempre y cuando le mantenga bien informado de todo cuanto hace y esté en comunicación permanente con él. A nuestro "Empecinado" no acaba de serle simpático aquel viejo militar de la antigua escuela, rígido y autoritario.
 


Escaramuzas en tierras burgalesas. Decepción en Cabezón de Pisuerga y Medina de Rioseco.


Sea como fuere, "El Empecinado" regresa a la Ribera del Duero burgalesa y junto a sus compañeros se aloja en la villa de Milagros, perteneciente hoy a la provincia de Burgos pero dependiente de la de Segovia en aquella época. Regada por el río Riaza y con poco más de 400 habitantes en los comienzos del siglo XIX, Milagros acoge a los "empecinados" que (con una valentía nada despreciable) se mueven desde las proximidades de Sepúlveda hasta Aranda de Duero, y desde esta villa hasta Lerma o Valladolid. Un mozo de Tudela de Duero que responde al nombre de Mariano Fuentes une su guerrilla particular a la de Juan Martín, sumando fuerzas. Un día, en las riberas del Riaza, las guerrillas de ambos derrotan a un destacamento de 30 húsares que escoltan al correo de Murat, mariscal y gran Duque de Berg, uno de los hombres de confianza de Napoleón. Tras la contienda (que fue más dura y farragosa de lo esperado) los guerrilleros pasaron a refugiarse en un pinar cercano a Fuentenebro, donde procedieron a repartirse el botín. Un testigo de aquellos días aseguraba que, entre mayo y junio de 1808, la partida de "El Empecinado" llega a causar al invasor más de 800 bajas, entre muertos y heridos. La cifra, que parece exagerada, no lo es tanto si tenemos en cuenta que en un sólo ataque llega a capturar a 10 sargentos y cerca de 900 soldados, lo cual constituye una considerable pérdida para los imperiales.
Los sucesos de Valladolid alarmaron un tanto a los estrategas franceses, que inmediatamente posaron sus miradas sobre Castilla la Vieja. Los generales Merle y Lassalle unieron sus fuerzas en Dueñas, y el segundo saqueó Torquemada y Palencia poco después. "El Empecinado" sabía que el siguiente objetivo era Valladolid. Por eso, no dudó en regresar a la ciudad del Pisuerga. Había llegado el momento de una gran acción bélica contra el invasor. Nuestro guerrillero de Castrillo no podía presagiar el desastre que se avecinaba...
Y es que las fuerzas reunidas en Valladolid por García de la Cuesta eran de todo menos poderosas. Aquel primerizo Ejército de Castilla (al que se incorpora "El Empecinado") estaba compuesto por cerca de 5000 paisanos, voluntariosos pero pésimamente pertrechados. Tan sólo los 560 jinetes de los Escuadrones de la Reina, Guardia de Corps, Carabineros Reales y Calatrava aportaban algo de profesionalidad dentro de aquel enjambre de luchadores negligentemente entrenados. Ante el avance imparable y amenazador de los franceses, García de la Cuesta decidió sacar al Ejército de la ciudad los días 9 y 10 de junio de 1808. Su misión, preparar el combate que se avecinaba.
Y el combate tuvo lugar en un paraje situado a 15 kilómetros de Valladolid, junto a Cabezón de Pisuerga. El Ejército de Castilla contaba con más de 5000 soldados de infantería, 500 elementos de caballería y 4 cañones; frente a 6000 infantes, 1000 caballeros y 11 cañones franceses. Tenemos constancia de que "El Empecinado" combatió como un soldado más de las fuerzas castellanas. Por desgracia, aquella batalla supuso una flagrante derrota para las tropas de García de la Cuesta, cuyo gran error estratégico ha pasado a la historia de las ineptitudes militares: decidió esperar a los franceses en campo abierto, en su propio terreno, concretamente en la orilla derecha del Pisuerga, una vez rebasado el estrecho puente. Desplegó sus fuerzas en dos líneas a ambos lados del río, a caballo del puente, dejando sin fortalecer el pueblo y situando un par de cañones a cada lado. Para algunos, el desastre final obedeció a la poca pericia del militar; otros, para mayor abundamiento, cargan las tintas contra una actitud que juzgan aviesa y voluntariamente errática.
En cualquier caso, el resultado no se hizo esperar: dos cargas de caballería francesa (acompañadas del bombardeo de los cañones) destrozaron las líneas castellanas. Los soldados de García de la Cuesta ("El Empecinado" entre ellos) empezaron a retroceder. La desbandada fue inminente: cuando trataban de cruzar el puente sobre el Pisuerga, las estrecheces de éste y el fuego francés incrementaron aún más el número de víctimas. Algunos murieron ahogados intentando cruzar el río a nado, mientras otros fugitivos eran acuchillados en su desesperada huida hacia Valladolid. Seguidamente, una parte de las tropas francesas entró en la ciudad, evacuada tres días más tarde. Las fuentes documentales aseguran que Juan Martín peleó con gran arrojo en aquella ocasión, como no podía ser de otra manera.
El espectáculo era desolador: los combatientes que no huían eran pasados por las armas francesas sin piedad. Mientras parte de las tropas castellanas se retiran a Medina de Rioseco, "El Empecinado" decide seguir otro trayecto: primero se traslada a Santovenia de Pisuerga, donde permanece oculto hasta el anochecer, dirigiéndose entonces hacia la ciudad de Valladolid. Aprovechando el oscuro manto de la noche, nuestro guerrillero marcha a Viana de Cega, una localidad de la Tierra de Pinares donde se reúne con sus hombres. Es en ese momento cuando tiene noticia de que un destacamento francés se aproxima desde Olmedo, procedente de Palencia. Reciente aún la humillación de Cabezón, Juan Martín y los suyos le salen al paso en la zona conocida como las Riberas del Henar. El éxito es rotundo: los de "El Empecinado" se apoderan de todo cuanto llevan consigo los franceses, incluidos unos valiosísimos pliegos firmados por el general Lassalle.
Lo contenido en dichos papeles es de grandísima importancia: nada menos que una enumeración de las apremiantes necesidades de las tropas invasoras acantonadas en Palencia. Consciente del valor estratégico de lo incautado, "El Empecinado" se traslada velozmente a la villa de Benavente, donde se ha instalado García de la Cuesta. La entrega de los documentos anima al Capitán General de Castilla la Vieja, que recompensa a Juan Martín confiándole el mando de un escuadrón del Ejército de Castilla formado por 6000 infantes y 560 caballeros de la Reina, aunque desprovisto de Artillería. El objetivo es claro: expulsar de la zona al mariscal Bessiéres, quien, falto de efectivos, había terminado desguarneciendo la ciudad de Valladolid. Una vez más, Juan Martín pasa de guerrillero a militar; y, también una vez más, será incapaz de presagiar lo que se avecinaba...
García de la Cuesta soñaba con reconquistar Valladolid y desquitarse de la derrota sufrida. En Benavente, donde ha logrado engrosar sus fuerzas con reclutas locales, asturianos y leoneses; aglutina un total de 10000 soldados de infantería. Enseguida se unirán a ellos los del Ejército de Galicia, comandado por el general andaluz Joaquín Blake. Ambos generales preparan el ataque a las fuerzas napoleónicas: pretenden lanzarse sobre Valladolid para luego ascender en dirección a Palencia y, por tanto, separa a Lassalle del resto de unidades del Cuerpo de Observación. Por su parte, el francés Bessiéres recibe refuerzos y sale en dirección a Medina de Rioseco desde Burgos, donde se hallaba instalado por aquellos días.
Una vez más, la ineptitud del general Cuesta sorpende a todos, incluido "El Empecinado": creyendo que los imperiales atacarían desde Valladolid, hace que el Ejército de Castilla se mantenga inmóvil en un llano frente a Rioseco. Los de Blake, entre tanto, eligen el Páramo de Valdecuevas, a la izquierda del Teso del Moclín. Con ambos Ejércitos divididos y descoordinados, el ataque francés no se hace esperar. Fueron siete horas de intenso pelear con lamentable resultado para las tropas españolas, una desdichada peripecia que aún hoy sigue pareciendo inverosímil. Nada menos que 21700 españoles quedaron a merced de 14400 franceses. Los primeros perdieron cerca de 4000 hombres y 15 piezas de Artillería, frente a los 700 heridos y 300 muertos del bando contrario. Tras aquella cruel carnicería, las infames tropas napoleónicas dedicarían su tiempo a saquear y devastar Medina de Rioseco...
Tan tremenda derrota disgustará a nuestro guerrillero de Castrillo, hasta el punto de que lo lanzará definitivamente al menester que mejor sabía hacer: las labores de guerrilla. Efectivamente, su desánimo como militar a las órdenes de García de la Cuesta resultó directamente proporcional a su voluntad de retomar las correrías al frente de su partida. Eso, y el odio cerval a los franceses: como tantos otros, "El Empecinado" enfureció al tener noticias del cruel saqueo de Medina. Al poco tiempo, los Ejércitos de Castilla y Galicia decidieron replegarse hacia Villalpando, Villafrechós y Benavente; al tiempo que García de la Cuesta y Blake terminaban sus días de acción conjunta. "El Empecinado", por su parte, decidió regresar a Castrillo de Duero y retomar las labores guerrilleras. Estaba convencido de que era la mejor forma de combatir a los invasores.
En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #3 : Abril 07, 2011, 17:18:48 »


El cura Merino. La prisionera francesa.


Por aquellos días, va en busca de "El Empecinado" un hombre de mediana estatura, tosco, flaco y de lúgubre vestimenta. Sabedor de sus correrías, viene a pedirle ayuda para armar a su propia partida guerrillera. Se llama Jerónimo Merino y es el sacerdote de Villoviado, localidad burgalesa cercana a Lerma. Pese a ser parco en palabras, explica al de Castrillo su odio a los franceses: no hace mucho se presentaron éstos en Villoviado, y no hallando en él medios de transporte, utilizaron a todos los vecinos como acémilas. Con expresión seca y bruscos ademanes, aún sonrojado por el recuerdo, dice que a él le hicieron cargar con los instrumentos de una banda militar, sin mostrar ningún respeto por su condición sacerdotal. Ante este ultrajante trato, arrojó el cargamento y esto le valió ser maltratado en público por los imperiales. Huyó entonces, y en un mesón pudo hacerse con una escopeta. Apostado con ella en los pinares de la zona, se dedicó a cazar franceses por su cuenta. Y ahora, como cuenta con 15 hombres dispuestos a batirse contra el enemigo, necesita armarlos. "El Empecinado" le hace entrega de fusiles, municiones y diversos efectos. Comen juntos, en total amistad, y se separan deseándose fortuna. Así es como se conocieron "El Empecinado" y "El cura Merino".
Tan pronto como regresa con sus hombres, Juan Martín redobla sus actividades guerrilleras en distintos puntos del Camino Real burgalés. Acecha, sin descanso, los movimientos de los invasores en retirada, y les sorprende cuando menos se lo esperan. Todo soldado francés (o grupo de ellos) que abandone al grueso de las tropas por unos instantes lo paga con la vida. Y todos los mensajeros o transportistas rezagados caen rápidamente en su poder, sin que se vuelva a saber de ellos. En la carretera de Burgos, cerca del pueblo de Bahabón, la partida guerrillera de "El Empecinado" pasa por las armas a los 50 soldados franceses que acompañaban a un convoy. La batalla fue encarnizada, pero el botín bien ha merecido la pena: un cofre repleto de monedas doradas, que servirá para ayudar a las tropas españolas y comprar víveres o pertrechos. Los "empecinados" celebran por todo lo alto aquel golpe de buena suerte.
La alegría, sin embargo, es efímera en tiempos de guerra. Apenas ha transcurrido un día cuando son sorprendidos por una amplia partida de soldados pertenecientes a las tropas de Murat. Los guerrilleros no tienen  la suficiente capacidad de respuesta. Incapaces de hacer frente a los imperiales (que les superan en número) se ven obligados a salir en retirada, rechazando como pueden a los perseguidores franceses. El resultado, aunque nada halagüeño, podría haber sido mucho peor: los guerrilleros pierden a cinco de sus hombres. Recuperados del susto, los "empecinados" se reúnen en Campillo de Aranda, a 88 kilómetros de Burgos y a sólo 7 de Aranda de Duero.
Prosiguen con sus correrías, ocultándose esta vez en las proximidades de Carabias, una pequeña localidad segoviana. Acaban de recuperarse del reciente disgusto cuando se topan con una oportunidad de resarcirse por las bajas sufridas: un nuevo convoy francés pasa junto a ellos. No les cuesta mucho trabajo secuestrarlo. Se trata de un carruaje que viaja escoltado por una docena de hombres, que se rinden sin oponer resistencia alguna. En el interior del mismo viaja una delicada doncella francesa, acompañada por su ama. Tras apoderarse del dinero y de las joyas que transporta el carruaje, Juan Martín ordena que la dama sea conducida a Castrillo y alojada en su propia casa, al cuidado de su madre y su esposa, por si tuvieran que emplearla como prenda. "El Empecinado" no sabe que, con el secuestro de la francesita, ha irritado profundamente al mariscal Bon Adriano Jeannot Moncey, famoso sitiador de Zaragoza. En nuestros días, la identidad de la damisela es toda una incógnita: mientras el inglés Hardmann la hacía esposa de M. Bardot (joyero y diamantista de Carlos IV); otros, mucho más osados, han preferido convertirla en familiar directa del mariscal francés: sobrina, hija o esposa. Sin olvidar a quienes se la imaginan enamorada del apuesto guerrillero...
 


Calumnias y rencores. Juan Martín es encarcelado en El Burgo de Osma


"El Empecinado" ha conquistado fama en toda Castilla y son muchos los que le admiran, pero ignora que también su sobrenombre despierta en algunos envidias y codicia. Muy pronto va a saber de crueles injusticias y negras traiciones. Y como muestra de cuantas en lo venidero le esperan, se dispone a sufrir la primera. Es la que más dolor le causa, por venirle de sus propios paisanos.
Mientras Juan Martín se hallaba parlamentando con García de la Cuesta en Salamanca, ciertos enemigos suyos (capitaneados por un tal Manuel de Frutos) han proferido ataques contra su persona, entrando poco después en su hogar y robando el botín allí reunido; ante la indiferencia de las autoridades y el espanto de las mujeres. Cuando regresa a Castrillo y un viejo pastor le relata esto, "El Empecinado" se dispone a galopar en busca de los culpables para hacerles pagar cara su felonía. Su esposa y su madre le detienen. Al fin y al cabo, argumentan, aquellas riquezas no eran suyas. Renuncia (con pesar) a la venganza y se dirige al alcalde para hacer patente su profundo disgusto. Mas éste, que es amigo del licenciado Frutos y que tampoco mira con buenos ojos al guerrillero, nada hace sino exasperarle. Furioso, abandona el Ayuntamiento y se traslada a Madrid. Allí se entrevista con el señor Arias Mon y Velarde, Gobernador interino del Consejo de Castilla, el más cumplido y recto caballero que hay en la Corte. Éste se pone de parte de nuestro guerrillero y oficia el pertinente mandato a la Chancillería vallisoletana ordenando que le presten ayuda y que todo lo robado le sea restituido. Satisfecho, "El Empecinado" sale de Madrid y emprende el camino de vuelta a Castrillo.
Pero en su pueblo le espera una nueva infamia. Un buen amigo le informa de que Frutos y los otros malnacidos que le robaron han dirigido al general Cuesta una exposición contra él llena de calumnias y falsedades, presentándolo poco menos que como un malhechor. Debe impedir que todo lo dicho en el cobarde escrito prospere, así que se traslada rápidamente a El Burgo de Osma, donde le han dicho que se halla García de la Cuesta. El viejo militar le recibe más tieso, serio y autoritario que nunca. Cuando "El Empecinado" se dispone a rebatir todas las falsedades que en su contra se han escrito, el general hace entrar a un grupo de soldados y les ordena que entreguen a aquel hombre a las autoridades locales. Así lo hacen, y éstas le meten en un angosto calabozo. "El Empecinado" cree que al final prevalecerá su enorme honestidad, que prontamente se verá la falsedad de aquellas envenenadas calumnias. Pero, por si la cosa se demora, mira la forma de salir de allí. El primer examen que hace le deja con pocas esperanzas. El calabozo (aunque está en una especie de desván) no tiene ninguna ventana al exterior; la puerta, de recias maderas, está asegurada por un grueso cerrojo. No le queda sino esperar a que cualquier hecho fortuito haga posible su intento. No puede pensar en corromper al carcelero, ya que las tres onzas que llevaba para el viaje se las quitaron al encerrarlo.


La fuga de "El Empecinado". Camarero en Fuentelcésped


Así estaban las cosas cuando los franceses (tras vencer a los soldados de Joaquín Blake en Las Merindades) entraron en Burgos primero y en Aranda después. En Castrillo de Duero, la dama francesa a la que secuestrase "El Empecinado" sabe que sus compatriotas se hallan cerca. Llama al licenciado Frutos y le desvela su personalidad, hasta entonces por nadie conocida. Le dice que es sobrina del mariscal Moncey, convenciéndole sin mucho esfuerzo de que (a fin de evitar represalias contra el pueblo) le facilite la huída de allí a fin de unirse a las tropas imperiales. No debía hallarse muy vigilada esta damisela por cuanto consigue ver realizado su deseo sin contratiempo alguno. Y en el mismo carruaje en que fuera apresada, salva las seis leguas que separan a Castrillo de Aranda y se presenta a los jefes militares franceses, relatándoles su odisea. Da el nombre de "El Empecinado" como jefe de la partida de guerrilleros que se apoderaron del convoy y de su persona, añadiendo que se encuentra encerrado en El Burgo de Osma por una denuncia de su propios paisanos. De inmediato, uno de los jefes militares franceses ordena que un destacamento acuda a la villa soriana para atrapar a nuestro guerrillero, vivo o muerto. No cabe duda de que es una buena oportunidad para liquidar a uno de los más encarnizados enemigos del poderío francés.
La noticia llega a oídos de los muchos partidarios que Juan Martín tiene en El Burgo de Osma. Éstos acuden al alcalde exigiendo su pronta liberación, o que al menos sea trasladado a otra cárcel. Y el regidor (hombre cruel y encubierto afrancesado) se niega a hacerles caso. De algún medio se valen para hacer saber a Juan Martín el peligro en que se encuentra, y éste decide conquistar por la fuerza lo que por la razón se niega. Poco le conocen quienes han formulado contra él aquellas falsas acusaciones: no le abaten las calumnias ni le preocupan las adversidades. No va a dejarse conducir mansamente al matadero, como pretenden sus enemigos. En un esfuerzo heroico, hace uso de su tremenda fuerza física para romper los grilletes de hierro que le oprimen. Atenaza las cadenas con sus dedos de acero, pone en tensión la piernas y tras un feroz forcejeo con el hierro (resoplante el pecho, encendido el rostro y sudoroso el cuerpo) consigue romper aquella sujección. Convertido en un león rugiente, golpea la puerta con el ímpetu de un gigante y lanza gritos de ira que hielan la sangre a más de uno. Se abre la puerta del calabozo y bajo el dintel aparecen el jefe de la prisión y tres carceleros. Sin darles tiempo a reaccionar, les propina un tremendo empujón, haciendo que sus cuerpos choquen cómicamente. Y antes de que puedan usar sus armas, les hace rodar por la empinada escalera en confuso montón. Tras ellos echa a correr "El Empecinado", en un aceleradísimo descenso y sin tocar casi los peldaños. Animado por un vigor desconocido, corre sin cesar entre las asombradas gentes de El Burgo. De lejos le llegan el sonar de las trompetas y un retumbar de tambores. Eso significa que los franceses han entrado ya en El Burgo, buscándole para acabar con su vida.
Por caminos y veredas, "El Empecinado" corre hacia el Poniente, guiado por el sol declinante. Necesita alejarse lo más posible de aquella villa y liberar sus tobillos de las argollas. Al llegar a San Esteban de Gormaz se limita a seguir el curso del Duero. Lo abandona a la altura de Langa y, ya de madrugada, se detiene en Santa Cruz de la Salceda. Ha ido a buen paso durante toda la noche y se encuentra muy cansado. Busca la casa del herrero, y al saber éste quién es, le quita los hierros y le brinda comida y alojamiento. Tras un corto descanso, marcha campo a través hacia la villa de Fuentelcésped, situada en el camino de Francia y a orillas del Riaza. Desea unirse a la partida guerrillera que debe merodear por aquellos lares. Pregunta a quienes se encuentra en su caminar, y le dicen que los franceses han roto nuestras líneas y dominan buena parte de Castilla la Vieja, imponiendo duros castigos a quienes muestran la menor oposición. Un buhonero huido de Burgos le cuenta, aún aterrorizado, los horrores que aquella ciudad ha padecido durante el saqueo llevado a cabo por los imperiales: la mayoría de las casas fueron asaltadas por la feroz soldadesca, la Cartuja ha sido casi destruida y el hermoso Monasterio de las Huelgas se halla convertido ahora en una vulgar cuadra.
Nada más entrar en la villa de Fuentelcésped, Juan Martín se encamina hacia la posada. Conoce muy bien al patrón, pues no en balde aquella comarca ha sido (y es) el escenario de sus correrías guerrilleras. No lleva allí ni media hora cuando ve entrar, ruidosos y engreídos, a varios dragones franceses. Todas las miradas recelosas se dirigen hacia ellos. La primera orden del sargento que los manda es que nadie salga de aquella taberna: "El Empecinado" se da cuenta de que le todavía le andan buscando. Hace un signo de complicidad al patrón y piensa en la forma de fugarse de allí. Los franceses, por su parte, han ocupado una mesa y piden algo de comer. "El Empecinado", que acaba de atarse un mandil a la cintura, se acerca a ellos y se dispone a servirlos sin que éstos nada sospechen. Va y viene (con fingida diligencia) de la mesa a la cocina, llevando vasos, vino y pan. Como quien no quiere la cosa, muy discretamente se va al corral de la taberna, en el que esperan los caballos de los soldados. Elige el mejor, y tras comprobar que lleva armamento en el arzón, salta a la silla y huye al galope. Cuando los franceses se enteran de lo sucedido, nuestro guerrillero ya está muy lejos de allí...


Azote de franceses en Castilla la Vieja. La lucha continúa.
 

No tarda en reunirse Juan Martín en reunirse con su pandilla guerrillera. Lo primero que hace es reorganizarla: entonces se sumarán a ella algunos amigos y parientes, como sus hermanos Dámaso y Antonio. Al mismo tiempo, a Mariano Fuentes le han entrado ansias de independencia y quiere formar su propia guerrilla. Su propósito es marchar a las proximidades de Cuéllar para operar desde allí por su cuenta y riesgo. Se despide amistosamente de "El Empecinado" y ambos prometen ayudarse en cualquier ocasión. Juan Martín pierde a un valiente colaborador que ha demostrado, en muchas ocasiones, generosidad y patriotismo. Como compensación, poco después se unen a su partida dos hombres que pronto destacarán entre lo mejor del grupo: Saturnino Abuín y José Mondedeu. El primero es un recio labrador de Tordesillas, moreno, fuerte, de penetrante mirada y expresión seria. El segundo es un valenciano que ha sido soldado en los Húsares de Olivenza y que cayó prisionero de los franceses en la retirada de Tudela. Pudo escapar, y tras una larga y penosa marcha a través de los campos, ha llegado a las filas de "El Empecinado" para ser un combatiente más. Tanto al uno como al otro, "El Empecinado" les encarga misiones de información y reconocimiento que cumplen muy satisfactoriamente. Y esto hace que, en muy poco tiempo, les tenga un grandísimo aprecio.
Las actividades de la renovada partida guerrillera no se hacen esperar: actúan en el camino que une Burgos y Aranda buscando enemigos rezagados y cosechando éxitos que acrecientan su fama. Uno de ellos tuvo lugar en Fresnillo de las Dueñas, donde Juan Martín y su hermano Manuel consiguieron apresar a dos oficiales del Estado Mayor napoleónico. Días después, Saturnino Abuín asalta en el camino de Peñafiel a un correo francés que transportaba documentación sobre los movimientos de tropas en el Norte de España. Tras valorar la tremenda importancia del documento, "El Empecinado" parte al galope hacia Salamanca para entregárselo al general John Moore, colaborador de las tropas españolas. El inglés no dudó en recompensar a nuestro guerrillero con 18000 reales, suculenta paga que le permitió abastecer y remozar sus tropas.
Sin darse un respiro, los "empecinados" continuaron actuando en el camino de Burgos a Aranda, dejando sentir su actividad en importantes localidades de la provincia burgalesa. La primera acción tras el episodio del correo interceptado la llevan a cabo en las cercanías de Aranda de Duero, donde asedian a la pequeña guarnición francesa que permanecía en la villa. Poco después, aniquilaron a un destacamento galo en la villa segoviana de Fuentidueña, situada en las riberas del Duratón. A continuación se trasladaron a Milagros, donde atacaron con éxito a 16 gendarmes franceses y un oficial, haciéndose con sus armas y dineros. Tras apresar a un total de cinco convoyes enemigos, los guerrilleros pasaron la Navidad y la Nochebuena de 1808 en el pueblo burgalés de La Vid, escondidos en una casa de labranza. Pero pronto abandonan el descanso y vuelven a la acción: en la llamada Venta del Fraile, emplazada en el Camino Real de Francia, apresan a una compañía de generales franceses. Los guerrilleros les reducen sin tener que pegar un solo tiro y, además, requisan un suculento botín. Esta acción les permite incrementar su grupo de acción hasta 60 hombres, dando armas a los que carecían de ellas. No es de extrañar, por tanto, que los franceses ofrecieran 5000 duros de recompensa a quien fuera capaz de atrapar o delatar a Juan Martín.


 
Traición en Ciruelos de Cervera. Acciones contra los imperiales en tierras segovianas.


La acumulación de acciones exitosas obliga a diversificar la actividad guerrillera: a Mondedeu le encarga "El Empecinado" conducir a los prisioneros franceses y entragarlos a las autoridades pertinentes; mientras que Abuín se hará cargo de los carros incautados. El primero, sin embargo, no logrará su cometido: en un pueblo llamado Arauzo de Salce (a cuatro leguas de Aranda, entre los ríos Aranzuelo y Bañuelos) la enfurecida multitud se abalanza sobre los apresados, asesinándolos sin piedad. Poco más pudo hacer el valenciano que salir en busca de su jefe para comunicarle tan triste suceso...
A Juan Martín, por su parte, le aguarda un episodio más peligroso y desagradable. Mientras custodia unos convoyes franceses recién secuestrados en compañía de Saturnino Abuín, decide pernoctar en la localidad burgalesa de Bañuelos de Cervera. No saben que, pocos días antes, un ventero traidor los ha denunciado a las autoridades francesas. Así que, a la mañana siguiente, el pueblo es cercado por más de 700 jinetes franceses que acuden en su busca. Pero no por ello pierde "El Empecinado" su entereza. Informa a Abuín de lo que pasa y ordena que todos desenfuden sus armas. Durante larguísimo rato, "El Empecinado" y sus hombres luchan cuerpo a cuerpo contra los imperiales; a sablazos, sobre el barro, en medio del inquieto revolver de los caballos que relinchan nerviosos. Si los franceses resisten, los guerrilleros no cejan en su furiosa acometida. Al poco, éstos logran abrir una brecha en las filas franceses y por ella huyen al galope hasta perderse en la lejanía. Tras ellos van los imperiales, temerosos de que se escapen. Pero ya en campo abierto, la partida de "El Empecinado" se internan en los pinares de la zona para mejor defenderse. Allí, bajo las verdes copas de los pinos, tiene lugar un segundo combate: la mayoría de los franceses que salieron tras ellos dejan su vida entre los troncos, sobre el arenoso suelo. Una vez más, "El Empecinado" se les ha escapado de las manos...
Para vengarse de lo acaecido en Ciruelos, nuestro grupo guerrillero hostiga a unas columnas francesas que requisaban víveres y objetos de valor de las iglesias. "El Empecinado" vengó la vida de sus compañeros ejecutados y requisó los tesoros usurpados, que posteriormente fueron entregados al intendente de Guadalajara. Días después, los "empecinados" secuestraron a siete soldados franceses junto al pueblo de Carabias, perteneciente a la Comunidad de Villa y Tierra de Maderuelo.
« Última modificación: Marzo 03, 2015, 19:52:41 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #4 : Abril 07, 2011, 17:24:02 »


Correrías por la provincia de Burgos. Éxitos en Sepúlveda y Pedraza


El año de 1809 no se abre con buenos augurios para las tropas españolas. La triunfal entrada de Napoleón, orgulloso del poderío de su Ejército en la Península (más de 250000 hombres y 50000 caballos) se unirá a derrotas como las cosechadas en las batallas de Uclés o La Coruña, causando la desmoralización de buena parte de los combatientes patrios. Los reveses bélicos del Ejército español hacen que cada vez más hombres decidan unirse a las eficaces partidas guerrilleras, entre las cuales está la de nuestro Juan Martín, que cuenta ya con un centenar de hombres dispuestos a la lucha contra el invasor. Conscientes de la valía del guerrillero (pero también del tremendo daño que viene causando a las tropas imperiales) los de Bonaparte estrechan cada vez más el cerco contra "El Empecinado".
Ante tal persecución, el de Castrillo decide instalarse en la burgalesa Sierra de la Demanda. Pasa después a operar cerca de la Sierra de las Mamblas, llegando a ser acogido con amabilidad en el monasterio benedictino de San Pedro de Arlanza, el hermoso santuario que fundara el padre de Fernán González...
Sin embargo, el continuo acecho del enemigo le fuerza a adoptar medidas estratégicas más eficaces. En concreto, divide a su partida guerrillera en tres secciones, cada una de ellas con direcciones y campos de actuación diferentes: la primera (liderada por Mondedeu) se trasladará hacia Soria por Salas de los Infantes, la segunda (dirigida por Abuín) marchará discretamente a tierras palentinas, y la tercera (encabezada por él mismo) permanecerá en la zona, a la espera de lo que pueda suceder. La táctica no es caprichosa y enseguida consigue los resultados deseados: despistar y dividir a los franceses, que creen tener rodeado a todo el grupo guerrillero de "El Empecinado". Poco después, Juan Martín y sus leales acompañantes desarman al destacamento francés emplazado en Covarrubias, haciéndose con 40 caballos y varias mulas. Y enseguida vuelven José Mondedeu y Saturnino Abuín para proseguir la lucha junto a su apreciado jefe.
Pasan los meses, y ahora "El Empecinado" ataca sin parar a los franceses en tierras de Segovia. Al poco de llegar a la zona, se hacen notar tímidamente en la villa de Sepúlveda, que había sido asediada el año anterior por los imperiales con 4000 hombres, un millar de caballos y dos pares de cañones. Pero mucho más impactante fue la acción guerrillera realizada en Pedraza: sus peculiares y encantadoras calles de fisonomía medieval vieron llegar, como una exhalación, al bravo guerrillero de Castrillo. La guarnición francesa acantonada en la villa se convirtió en víctima propiciatoria de su fiereza. Sabedor de la existencia de una guarnición imperial en Pedraza, "El Empecinado" entró en la localidad acuchillando a cuantos franceses le salieron al paso, que no fueron pocos. Si apresurado entró en Pedraza, no menos veloz salió de ella, pues las tropas francesas le persiguieron con saña. Pero no lograron darle caza: Juan Martín marchó a la no menos importante villa de Santa María la Real de Nieva, donde tendió una astuta (y exitosa) emboscada a los soldados napoleónicos.
 


La liberación de Béjar. Francisco de Goya retrata a Juan Martín


Es marzo de 1809 y "El Empecinado" rehúsa seguir actuando en las cercanías del Duero, ya que los franceses le pisan los talones. No era para menos. Nuestro guerrillero escribió al nuevo Capitán General de Castilla la Vieja (Carlos Pignatelli, afincado en Ciudad Rodrigo) poniéndose a su disposición. Por aquellos días, el poderoso Martín de Garay (secretario de la Junta Suprema Gubernativa del Reino) ordenó al teniente general Antonio Cornell que procurase a Juan Martín todos los medios que precisara para el combate; algo depués, le otorgó el cargo de comandante de la partida de descubridores de Castilla la Vieja (con sueldo de teniente de caballería).
Es en estos momentos cuando Pignatelli (o Juan Miguel de Vives, su sucesor en la Capitanía General de Castilla la Vieja) deciden que el jefe guerrillero debe dedicarse a "operar en su vanguardia". Así es como Juan Martín pasó a la villa de Béjar para hacer frente a las hordas francesas. Señalan las crónicas del momento que el de Castrillo (que llegó a dicha localidad desde Valencia de Alcántara) apenas tuvo que luchas: con sólo saber de su llegada, los galos huyeron despavoridos. En recompensa, el Capitán General de Castilla la Vieja solicitó para él un ascenso a capitán de Caballería, deseo que las más altas autoridades militares cumplieron sin vacilar. Esto significaba, desde luego, el reconocimiento gubernamental de sus acciones guerrilleras; pero también la elevación de rango en el sentido de convertirse (con todas las de la ley) en una verdadera autoridad militar. Esto es, en capitán del Ejército y no sólo de una partida guerrillera.
Y así, con el uniforme de capitán, lo retrató el genial Francisco de Goya en un famoso lienzo. En este retrato, "El Empecinado luce (además del uniforme de rigor, dolmán de húsar y dos charreteras correspondientes al grado de capitán) una placa dorada con el emblema de Castilla sujeto con una cadenita. ¿Cómo y cuando se llevó a cabo dicho retrato? La hipótesis más probable (apuntada por Arturo Ansón) arranca del 24 de noviembre de 1808, cuando el pintor huye del segundo sitio de Zaragoza, recalando primero en tierras de Guadalajara y en la villa de Piedrahíta después. La estancia goyesca en la localidad abulense coincidió con las operaciones defensivas llevadas a cabo por "El Empecinado" contra las tropas francesas en Alcántara, Ciudad Rodrigo y Béjar, siendo muy probable que ambos se conociesen en Piedrahíta, posiblemente en la segunda quincena de abril de aquel 1809. De ahí al retrato sólo hubo un paso: el guerrillero accedió a la propuesta de Goya y éste llevó a cabo la obra en un par de sesiones. Vendido en 1900 por su propietario, el coleccionista Luis de Navas, este óleo sobre lienzo es custodiado hoy en la colección japonesa del Instituto Auno Gakuin (Osaka) y se encuentra depositado en el Museo Nacional de Bellas Artes Occidentales de Tokio.



"El Empecinado" llega a Salamanca. Escaramuzas en tierras zamoranas.


Juan Martín Díez se consolida como el más popular de los guerrilleros españoles, suscitando una considerable admiración. A mediados de abril sitúa su base de operaciones en la zona comprendida entre las localidades salmantinas de San Felices de Gállegos, Sancti Espíritu y Ciudad Rodrigo, desde donde lleva a cabo importantes operaciones de hostigamiento a las tropas francesas de Soult y Ney, que por aquellas fechas se trasladaban de Salamanca a Plasencia. La prensa del momento daba testimonio del peligro que "El Empecinado" suponía para las filas enemigas:

"Este valiente patriota causará un daño terrible a los enemigos si verifican su retirada, pues siempre quedan en las marchas muchos extraviados que no pueden seguirlas con tanta precipitación, y todos ellos serán víctimas del justo enojo de este intrépido castellano".


Tras participar exitosamente en la batalla de Talavera (los días 27 y 28 de julio), Juan Martín aprovecha el vacío dejado por las tropas francesas en Salamanca tras la citada ofensiva y decide atacar a los franceses instalados en esta ciudad. Sabe, además, que la guarnición gala de la ciudad del Tormes apenas está en condiciones de combate. Se trató de una incursión breve y muy rápida: sus 150 jinetes entraron en la ciudad aclamados por las gentes, requisaron alhajas y joyas que habían robado los galos e hicieron prisioneros a unos cuantos enemigos. Estos (una vez formados en la Plaza Mayor) fueron enviados a Ciudad Rodrigo. Algunos historiadores afirman que "El Empecinado" hizo en ocasiones de gobernador accidental de Salamanca, adoptando medidas acertadas; incluso afirman que los salmantinos agasajaron a sus guerrilleros con viandas, vino y música.
Sin embargo, la salida de Salamanca se tornó accidentada: enterado Juan Martín de la inminente llegada de 300 dragones franceses procedentes de Medina del Campo, colocó a 100 hombres en las afueras de la ciudad mientras él, secundado por 150 combatientes, avanzaba contra ellos. Reforzados por una partida de 80 jinetes recién llegados, los de "El Empecinado" se abalanzaron sorpresivamente sobre los "gabachos". El ataque, finalizado con éxito, supuso la muerte de 50 franceses y la huida hacia Castellanos de Moriscos del resto de las tropas invasoras. Días después, los "empecinados" abandonaron Salamanca en dirección a tierras zamoranas. En la localidad de Guarrate (situada en La Guareña) se encontrarán con una desagradable sopresa: nada menos que 250 soldados de la Caballería francesa los sorprendieron al poco de llegar y, tras un durísimo combate, tuvieron que retirarse a los pinares de aquella zona. Dos leguas más allá, "El Empecinado" se resarció de aquel inesperado disgusto secuestrando a un correo francés y su escolta.
Así estaban las cosas cuando a nuestro heroico guerrillero le llegó una orden de las autoridades militares españolas que le exigía actuar en la zona comprendida entre Valladolid, Aranda de Duero y Segovia. Hacia allí se dirigía cuando, al atravesar con sus hombres la localidad vallisoletana de Pedrosa del Rey (muy próxima a Villalar y a tres leguas y media de Tordesillas), se encuentran casi frente a frente con una columna francesa. Cegados por el coraje, los "empecinados" persiguen a los galos hasta el cercano pueblo de Morales de Toro, ya en Zamora. Poco a poco, los franceses que se resisten a entregarse van siendo liquidados. El jefe de aquella malograda columna empuña el sable con fuerza y ataca a Juan Martín. El de Castrillo se defiende con ardor, redobla los golpes y hace retroceder a su adversario. Lanza sobre él un veloz mandoble que el otro esquiva rápido y, casi al mismo tiempo, ve muy cerca de su hercúlea anatomía el sable del francés. Nada puede hacer. Siente el golpe en el brazo izquierdo: la afilada hoja le lacera y viene a herirle en el costado. El dolor es vivísimo, siente que la sangre empapa su camisa. Enfurecido por lo que juzga una torpeza suya, "El Empecinado" consigue desarmar al francés y le pide que se rinda, pero éste se niega. Juan Martín sigue luchando contra él, forcejea insistente, pero advierte que sus fuerzas están disminuyendo. La vista se le nubla y a punto está de caer desvanecido. Tantea en el suelo, y se topa con una gruesa piedra. La atenaza entre los dedos y, frenético, golpea con ella una y otra vez la cabeza del francés hasta hundírsela. Después, cae desfallecido junto al cadáver de su enemigo.
La herida que tiene "El Empecinado" requiere atención urgente. Un hombre de la partida guerrillera, que ejerce de improvisado médico, se la tapona como buenamente puede. Temiendo por su vida, sus compañeros le llevan rápidamente a un lugar donde pueda recibir asistencia y descansar un poco. Eligen el pueblo de Pollos, que está cerca de San Román de Hornija, en la margen izquierda del Duero. Y allí le dejan en la casa del cura, excelentemente atendido por un médico de Tordesillas. Pronto, su fuerte complexión física se impone y la gravedad de la herida desaparece por completo. Ya restablecido, "El Empecinado" regresa a sus actividades guerrilleras con la valentía de siempre. No sabía, sin embargo, que aún le aguardaban más momentos amargos. Y esta vez en su localidad natal...


Juan Martín vuelve a entrar en acción. Los traidores de Castrillo son perdonados.
 

El susto de Pedrosa del Rey había sido considerable. "El Empecinado" necesitaba pasar un tiempo con los suyos, de ahí que decida volver a Castrillo y pasar unos días con su madre.
A medio camino entre la leyenda y el cuento edificante se nos presenta ahora el episodio siguiente. Todo comenzaría con Juan Martín y los suyos entrando en el pueblo, que se halla totalmente desierto y envuelto en un silencio sepulcral. La vida enmudecía al paso de aquellos recios guerrilleros, aseguran las crónicas. Tras las ventanas, entornadas, les vigilan ojos curiosos. Algunos hombres se retiran, presurosos, al advertir su presencia. Los chiquillos, en cambio, no participan de aquel inexplicable temor: suspenden momentáneamente sus juegos para observar a los "empecinados" y, al poco, siguen con ellos.
Tras abrazar a su mujer y a su madre (a las que no ha visto desde hace un año) y rodeado de sus mejores amigos, "El Empecinado" muestra su extrañeza por semejante recibimiento. Es el cura quien le explica la razón de lo sucedido: la mayoría del pueblo, excepto los que se hallan allí congregados, contribuyó con falsas acusaciones a su encarcelamiento en El Burgo de Osma. Y ahora temen que "El Empecinado" se vengue de ellos, ya que le perjudicaron con sus envidias y recelos. Unos se han escondido; otros andan por los campos pretextando labores urgente; y los más permanecen en sus casas, bien cerradas las puertas y ventanas. No les queda otra que encomendarse a la Virgen: son infinitos los rosarios, los padrenuestros y las avemarías que aquel día se rezan en Castrillo de Duero...
Juan Martín se reune con la familia, los parientes y los amigos más allegados en torno a la gran mesa de la cocina, que ha sido necesario ampliar. La comida es animada, pero no deja "El Empecinado" de advertir que todos le observan con disimulada curiosidad. Le hablan con un leve tono respetuoso que nunca emplearon. No tiene duda alguna de que su creciente fama ha llegado hasta allí: ahora ya no es para ellos el "Juanillo" de siempre, sino todo un señor Capitán de Caballería del Rey que tiene bajo su mando a más de cien hombres.
A la mañana siguiente, los guerrilleros de "El Empecinado" sacan de las casas, corrales y cuadras a todos los vecinos que se han ocultado para evitarle. Les conducen (de grado o por la fuerza) hacia el atrio de la parroquia local. Van hacia allí temblando, convencidos de que les aguarda una soberana paliza o un par de tiros... Pero la sorpresa que reciben es tan grande que han de frotarse, incrédulos, los ojos. Les cuesta trabajo aceptar que cuanto ven sea cierto y no producto de un sueño. Ocupando el espacio más amplio del atrio, en línea con la iglesia, hay dispuestas largas mesas con blanquísimos y resplandecientes manteles. Y sobre éstos, anchas fuentes de barro cocido muestran unas cuantas piezas de carne asada. No faltan las buenas hogazas, las altas jarras de vino y los vasos de cristal. Poco a poco, de uno y otro lado, van acercándose los vecinos escondidos. Unos lo hacen recelosos, otros resignados y, los menos, con fingida naturalidad. A todos les hacen ocupar un asiento en el convite.
Presidiendo la mesa está "El Empecinado", al que acompañan su esposa, su madre, sus hermanos, su primo Mariano Navas y los camaradas Saturnino Abuín y José Mondedeu. Allí están, a su lado, quienes allanaron y robaron su casa, los que firmaron contra él aquella falsa denuncia, los que por envidia le difamaron. Juan Martín sabe quiénes son y se conforma con dirigirles miradas severas de reprobación, ante las cuales inclinan todos la cabeza, avergonzados y tal vez arrepentidos. Menos mal que entre ellos no se encuentra el licenciado Manuel de Frutos, instigador de la conjura. De hallarse presente, es seguro que "El Empecinado" no hubiera podido contenerse, cobrándose en el lo que todos (en buena justicia) merecen. Nuestro guerrillero tranquiliza a los allí congregados, afirmando que perdona su reprobable acción y que no tiene pensado vengarse de nadie. Los culpables (perdida ya su inicial desconfianza) comen y beben con buen ánimo, reconociendo que "Juanillo" no es tan malo como entonces se dijo. Se acercan a él, con los vasos llenos de vino, para brindar en su honor. Acabado el festín y antes de abandonar el atrio, Juan Martín reparte cigarros a los comensales. Luego, tras ofrecer a todos su sincera amistad, les dice adiós con humildad y sencillez. Así, con tan noble proceder, habría contestado "El Empecinado" a la infame conducta de sus paisanos.

« Última modificación: Noviembre 21, 2017, 18:10:03 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #5 : Abril 07, 2011, 17:32:01 »


Encuentro con el cura Merino en La Horra. La heroica conquista de Roa.


No tarda Juan Martín en marchar de Castrillo para retomar su actividad guerrillera. Pronto, la guarnición francesa instalada en Aranda de Duero siente los efectos de su presencia: no hay convoy, patrulla o correo que pueda considerarse a salvo. Son enviadas fuerzas en su persecución y, una vez más, a todas las burla. Sus proezas las comentan con admiración todos los españoles. La partida guerrillera que é dirige aumenta su número con más de 50 incorporaciones; entre ellas las de 15 hombres procedentes de Aranda, 17 de Cuéllar y 20 de Peñafiel. Llegarán en breve otros valerosos combatientes como el  guadalajareño Vicente Sardina o el burgalés Segundo Antonio Berdugo. Este incremento de efectivos obligó a Juan Martín a poner en marcha una nueva sección de infantería a las órdenes de Juan Mondedeu.
Por aquellos días, los "empecinados" seguían, por su derecha, el curso del río Duero. En una ocasión, hallándose muy cerca de una localidad llamada La Horra, tuvieron un encuentro bastante inesperado... Y es que les salió al paso el mismísimo cura Merino, líder ya de un efectivo grupo guerrillero. "El Empecinado" y Merino se saludan afectuosamente. Comen juntos y sus respectivos guerrilleros charlan y confraternizan. Si los de Juan Martín ofrecen su habitual aspecto de combatientes vestidos con una mezcla de ropas campesinas y retazos dispares de uniformes franceses; los del sacerdote burgalés parecen a su lado unos mendigos harapientos. Llevan camisas y calzones de lienzo llenos de mugre, cubren sus cabezas con deteriorados sombreros de leñador. Les rodean las cinturas unas cananas repletas de cartuchos, y llevan junto al fusil fardeles donde guardan la comida y el tabaco.
Aquel mismo día, a eso de la media tarde, un muchacho que viene a caballo se presenta ante los guerrilleros allí reunidos. Sin más, le conducen frente a Juan Martín y Jerónimo Merino. Se llama Julián de Pablos y es de Lerma, el pueblo del cura Merino. Éste le reconoce enseguida, y el joven no tarda en contar que ha huido de la villa de Roa, tomada a sangre y fuego por los franceses. Tanto "El Empecinado" como el sacerdote guerrillero escuchan muy atentos su relato, y piden que les cuente todo cuanto ha visto en Roa: los puntos que ocupan los franceses, la cantidad aproximada de fuerzas que integran la guarnición y una serie de detalles (al parecer minúsculos) a los que ambos dan considerable importancia. Luego, se reúnen con su hombres durante largo rato. Y es "El Empecinado" quien anuncia a todos lo que Merino y él acaban de acordar. Nada menos que esto:
-Esta noche vamos a tomar Roa al asalto.
Antes dar comienzo a esta heroica acción guerrillera, los dos líderes exponen la estrategia que se llevará a cabo. Divivirán sus efectivos en diez grupos, cada una con su respectivo cabecilla; y aprovecharán la oscuridad de la noche para comenzar el ataque.
Cuando llega la noche, los guerrilleros se aproximan sigilosos a las murallas de Roa. Tienen cercada la villa, tan sólo aguardan la orden precisa. Y ésta no tarda en llegar. La lucha comienza cerca de San Miguel, donde tiene lugar la primera embestida contra los franceses. Varios centinelas "gabachos" caen al suelo desde las murallas, empapados en sangre. Los guerrilleros penetran en el caserío y prenden fuego a los portones de San Esteban, San Miguel y San Juan. Mientras las gentes de Roa se unen a la pelea contra los imperiales, "El Empecinado" y Jerónimo Merino irrumpen en la Plaza Mayor. Nada se les resiste: se adueñan del recinto y toman por la fuerza la Colegiata de Santa María, bellísima edificación de la época renacentista. Cuando los ocupantes franceses empiezan a replegarse, dos grupos de guerrilleros se lanzan contra ellos y acaban con sus vidas. La Caballería francesa huye rápidamente del lugar, pero Saturnino Abuín y sus guerrilleros salen en su persecución y logran derrotarles junto a la Venta del Ángel, camino de Valladolid.
La villa de Roa celebrará con fervor su liberación y acogerá a Juan Martín como a un verdadero héroe. Las noticias de la toma de Roa son celebradas por todos los patriotas que combaten al invasor. Si las gentes de todo el país admiran al guerrillero de Castrillo, los franceses no le menosprecian. Los generales napoleónicos le conocen muy bien y saben de las consecuencias de sus rápidos ataques, llenos de audacia. Ya ha dejado de ser para ellos un guerrillero más de los muchos que llenan los caminos. Ahora se las tiene que ver con un caudillo inteligente y valeroso, un guerrillero respetado y admirado que siempre les deja en ridículo.



"El Empecinado" en Castilla la Nueva. Refriegas en Guadalajara.
 

Algunas de las Juntas Provinciales que se han formado para mejor combatir a los invasores piden a Juan Martín que acuda en su ayuda, prometiéndole costear los gastos de sus guerrilleros. La Junta de Guadalajara, en concreto, le necesita urgentemente. Ocupada la capital por los franceses, sus integrantes han tenido que retirarse a Sigüenza y, aunque hacen lo que buenamente pueden, su sólo esfuerzo no basta para terminar con los invasores, que saquean impunemente a la provincia. Forman parte de la Junta de Guadalajara tres fervientes patriotas que luchan bravamente por la liberación del país: Joaquín Montesoro, Juan López Pelegrín y Juan Manuel Martínez son sus nombres. Y ellos son quienes se dirigen al jefe guerrillero para que se traslade a Guadalajara, afirmando que recibirá allí toda la ayuda que necesite.
Como hace siempre Juan Martín, consulta la propuesta con sus lugartenientes. Todos se muestran conformes. Al menos, tendrán cuantos caballos necesiten, armas, vestuario y municiones. Extremando las precauciones, emprenden la marcha. Atraviesan Somosierra y el día 11 de septiembre de 1811 se internan ya en la provincia de Guadalajara. "El Empecinado" va al frente de su tropa. Se compone ésta de 160 hombres a caballo, bien equipados y divididos en cinco secciones. Los mandos subalternos son Saturnino Abuín, José Mondedeu, Mariano Navas, Vicente Sardina y el licenciado Segundo Antonio Berdugo.
La provincia de Guadalajara se encuentra llena de columnas enemigas, no existe por allí ninguna partida guerrillera y las fuerzas españolas más próximas se hallan a muchas leguas de distancia. Están en un terreno difícil, tendrán que usar al máximo su pericia y su valentía guerrillera. Los "empecinados " instalan su centro de operaciones en la villa de Cogolludo, situada en plena Serranía. No tardarán en atacar a un destacamento francés de 40 infantes y 20 caballeros conocido por sus habituales desmanes en pueblos y aldeas.
En tales días, la actividad de la partida de Juan Martín es verdaderamente extraordinaria. Sin tomarse el menor descanso, los "empecinados" atacan a los franceses en cualquier momento y lugar, haciendo alarde de una increíble capacidad de movimientos. Juan Martín, como el experimentado estratega que es, elude hábilmente cualquier imprevisto. Entre septiembre y diciembre de 1809, los de "El Empecinado" protagonizan ataques al invasor como los cometidos en Fuente la Higuera, Albares, Mohernando, Fonatanar, Torija o Marchamalo. En esta última localidad, la guerrilla "empecinada" luchó contra 150 infantes y 18 jinentes que se dedicaban a requisar ganado. La ferocidad de los guerrilleros fue tan extraordinaria que los franceses, atemorizados por lo sucedido, se refugian precipitadamente en la ciudad de Guadalajara y piden refuerzos a los superiores de Madrid. Tal vez se figuran que los hombres de "El Empecinado" son los ejércitos de Jerjes...
Pero no tampoco faltaron los disgustos. Y es que, tras una durísima batalla contra los franceses en El Casar de Talamanca, Saturnino Abuín es herido de gravedad por la metralla de un canón enemigo. Una tremenda herida se le abre, roja y palpitante, en el brazo izquierdo. El guerrillero tordesillano es llevado a la Casa Consistorial, donde es atendido por un antiguo sacamuelas y sangrador. Después, un médico que ha llegado hasta allí rápidamente examina al herido. Al apreciar en su brazo importantes desgarros, su dictamen es terminante: no queda más remedio que amputárselo por la parte superior. Bien a su pesar, Saturnino Abuín asiente y la operación se realiza. Desde aquel día, el tordesillano será conocido por todos como "El Manco", siendo también llamado "El Manco de Castilla".
Casi sin advertirlo, las tropas imperiales sufren cada vez más la presencia de las partidas guerrilleras. Día a día aumentan y se forman otras nuevas. Las ven surgir en su entorno, parece como si brotaran del suelo, son insistentes y no cejan en sus empeños combativos. Descargan sus golpes mortales y desaparecen. Se hacen tan inaprensibles como el viento, la luz o el humo. El período de las grandes batallas de la Guerra de la Independencia ha terminado, las acciones contra el invasor pertenecerán exclusivamente a las bandas guerrilleras. Sería precisa una enorme parrafada para ofrecer una relación de cuantas guerrillas deambulan por las ensangrentadas tierras de España. Vayan algunos nombres: por La Mancha andan Francisco Sánchez, alias "Francisquete"; por Toledo, el presbítero Don Miguel Quero; por Soria, Juan Gómez; por La Rioja, Francisco Rodríguez de Castro, primogénito del Marqués de Barriolucio; por Navarra, Mina "el Mozo"; por Galicia y Asturias, Juan Díaz Porlier; por Valencia, José Romeu; por Aragón, Miguel Sarasa; por Jaén, Jerónimo Moreno; por Córdoba, Lorenzo Díaz "El Cojo"; por Cádiz, Pedro Zaldívar; por Málaga, Diego del Castillo... Y así llegaríamos hasta la impresionante cifra de 50.000 integrantes de las guerrillas. La ola de exaltado patriotismo llega hasta los más apartados lugares y a todos alcanza. Incluso los religiosos ingresan en las partidas guerrilleras, participando así en la tremenda guerra que los españoles sostienen. Entre los curas y frailes que empuñan las armas merecen recordarse algunos nombres: el audaz Fray Armengol, monje carmelita de Alba de Tormes; el cartujo Fray Francisco Echeverría, guerrillero en los campos de Briviesca; el cura Juan de Tapia, que actúa en tierras manchegas; el monje Fray Juan Martín, cabo en la Compañía de Voluntarios de Castilla; el canónigo Lázaro Partierra, comandante de las guerrillas de la Cruz Roja en Castilla la Vieja... Y así, tantos otros.
A mediados de 1810, el más célebre de todos los guerrilleros seguía en sus trece. En efecto: "El Empecinado" seguía siendo el terror de los franceses por tierras de Guadalajara. A pesar de que sus relaciones con la Junta provincial se habían deteriorado (ya que ésta le acusaba de actuar por su cuenta), los éxitos de Juan Martín en la lucha contra el invasor seguían siendo sonados: derrota a los "gabachos" en el Alto de Mirabueno, cerca de Sigüenza; apresa a varios bandidos que se hacían pasar por guerrilleros; auxilia a las tropas españolas cuando los imperiales atacaron Cuenca; captura en Atienza a un escuadrón francés dedicado al pillaje, derrota a una columna en Brea del Tajo y lleva a cabo exitosas emboscadas en la carretera de Guadalajara a Madrid. Es entonces cuando el general Belliard, instalado en Madrid, encomienda a su colega de escalafón José Leopoldo Hugo (gobernador francés de Guadalajara y padre del insigne escritor Víctor Hugo) que capture como sea a Juan Martín. El general Hugo moviliza a 3000 hombres de Caballería, 12 piezas de Artillería y unas contraguerrillas formadas por españoles afrancesados. Pero todo es inútil: "El Empecinado" escapa de ellos continuamente, llega a capturarles más de un centenar de caballos y les causa numerosas bajas.
 


Combates en Soria y Guadalajara. Nuevas hazañas de "El Empecinado"


A finales de junio de 1810, "El Empecinado" tiene noticia de que la guarnición francesa acantonada en la villa soriana de Berlanga se dirige a Caracena para cobrar las contribuciones. Enseguida ordenó a sus subordinados empreder acciones bélicas contra ella. Sin embargo, el enfrentamiento tendría lugar en Retortillo de Soria (pequeña pero señorial villa situada en la zona sur de esta provincia, limitando casi con la de Guadalajara) donde Juan Martín, secundado por 50 jinetes, se topó con sorpresa con un destacamento galo. Pese a la ayuda procedente de Berlanga, los franceses fueron derrotados gracias, sobre todo, a la inestimable ayuda del batallón de Tiradores de Sigüenza, comandado por el coronel Nicolás de Isidro.
Aquella meritoria acción tuvo un resultado imprevisto para el de Castrillo: el Consejo General del Reino decidió nombrarle Brigadier de Caballería, cargo que despertó envidias entre alguno de sus subalternos y, muy especialmente, entre los integrantes de la Junta de Guadalajara. Y no sólo eso: en Cádiz se llevó a cabo una suscripción popular en apoyo de Juan Martín que logró recaudar un total de 98.322 reales de vellón y vestuario por valor de 67.340, suficiente para adquirir 400 uniformes de Caballería. Por si fuera poco, el noble inglés Lord McDuff aportó a la colecta un hermoso sable que, tal vez, fuese un regalo personal del rey Jorge III de Inglaterra.
Sin embargo, como ya hemos dicho, el ascenso a Brigadier de Juan Martín despertó una maraña de celos y envidias. Unos resquemores que, según Hernández Girbal, fueron en parte instigados por José Villagarcía y Antonio Piloti, dos infiltrados de los franceses que colaboran con el general Hugo. Estos innobles cómplices del invasor hicieron todo lo posible por enfrentar a los jefes de los batallones guerrilleros con su líder "El Empecinado", difundiendo con tal fin una serie de bulos y patrañas. La Junta de Guadalajara, por su parte, decidió estrechar aún más la vigilancia sobre Juan Martín, hasta el extremo de ponerle al lado un asesor encargado de controlar sus movimientos.
Entretanto, nuestro guerrillero de Castrillo sigue hostigando aquí y allá a las tropas francesas. Acciones victoriosas como la toma de Sigüenza; las campañas de Guadalajara, Brihuega y Torija; el golpe de Nicolás de Isidro a los franceses en Jadraque o combates como los que tuvieron lugar en Arganda, Tarancón y Villarejo de Salvanés acrecientan aún mas la fama de Juan Martín, que ahora cuenta con un poderoso aliado: el Duque del Infantado, futuro presidente del Consejo de Regencia. A finales de 1809, "El Empecinado" vuelve a prestar atención a la provincia de Soria: reclamado por las gentes de la ciudad, intenta por todos los medios acudir a auxiliarla, pero se topa con la oposición de la Junta de Guadalajara. Aun así, no fue ésta la verdadera causa que le impidió acudir a tierras sorianas, sino las noticias de que el general Hugo se dirigía a la villa de Humanes. Con todo, a principios ya de 1811, "El Empecinado" y sus hombres descansarán de tanto ajetreo en las cercanías de Medinaceli, regresando poco después a tierras guadalajareñas.
La fama de Juan Martín rueda desde hace tiempo por todo el país, y sus proezas son también conocidas en muchos puntos de Hispanoamérica y Europa. El padre Salmón aseguraba que las damas inglesas adornaban sus cuellos con pequeños retratos de "El Empecinado"; sabemos además que en todas las ciudades españolas se vendían grabados con su efigie a pie y a caballo, con leyendas laudatorias. Hasta los poetas cantan al héroe de Castrillo. Véase, para probarlo, esta composición anónima publicada por el periódico valenciano El Conciso:
 
"¿Quién es aquel que viene
brioso en su caballo,
de sangre de enemigos
de la España bañado?
De color muy moreno,
bigote negro y ancho,
de estatura mediana
aunque de gentil garbo;
semblante de guerrero
anunciador de estragos,
con pistola, trabuco
y aceros afilados
para matar franceses,
sajones, italianos,
bávaros, alemanes,
suizos, rusos, polacos,
y de la madre España
los hijos renegados.
¿Si será el gran Sertorio?
¿Si el invicto Viriato?
¿Si el valiente Pescara?
¿Si siempre el gran Gonzalo?
¿Si el heroico Ruiz Díaz?
¿Si el fiel Marqués del Basto?
¿Si Cortés, Oria o Leira?
¿Si Santa Cruz o el de Avalos?
¿O de otro Duque de Alba
idéntico retrato?
Nada de eso, señores
y, en suma, es otro tanto:
¡el inmortal patriota,
el digno Empecinado!
« Última modificación: Abril 28, 2014, 16:21:47 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #6 : Abril 07, 2011, 17:38:16 »


Las Cortes homenajean a Juan Martín. La campaña segoviana de los "empecinados"


El año de 1811 no será nada halagüeño para "El Empecinado": a los duros ataques de los franceses se unirán las envidias y maledicencias, así como la desconfianza hacia él por parte de la Junta de Guadalajara, que llega a frenar su ímpetu guerrero en varias ocasiones: además de escatimarle ayuda para poner en marcha un nuevo Batallón de Voluntarios de Madrid, le niega el permiso para acudir a Tarragona en auxilio de las tropas españolas que allí combaten. Por si fuera poco, los embates de los "gabachos" se tornan cada vez más virulentos y no son pocas las ocasiones en que Juan Martín debe replegar sus fuerzas: así le sucede (junto al general Villacampa) en Prados Redondos y Checa. Eso sí, tampoco le faltan victorias: sonadas fueron las derrotas que inflige a los enemigos en Molina de Aragón y Brihuega y, sobre todo, el duro revés que les vuelve a causar en Sacedón y Auñón: nada menos que 90 bajas y 109 prisioneros.
"El Empecinado", por otra parte, ya se había convertido en una personalidad venerada por los liberales que redactaban la Constitución de 1812. Valga como ejemplo el emocionado discurso que Andrés Esteban y Gómez (diputado por Guadalajara) pronunció en las Cortes el 16 de abril de 1811 frente a un retrato del caudillo guerrillero:
 
"He tenido el indecible placer de presentar a V.M. el retrato del brigadier D. Juan Martín, el Empecinado. Ud. tiene la satisfacción de ver en este héroe uno de aquellos grandes patriotas que han dado a conocer al mundo cuánto puede el hombre cuando quiere [...]. En la clase de estos héroes ocupa un lugar muy distinguido el insigne Empecinado. Al oír este nombre, tiemblan las bárbaras legiones del tirano de la Francia. Yo lo he visto, Señor, yo he sido testigo ocular de gran parte de sus victorias, que deben contarse por el número de sus acciones militares".
 
Como era de esperar, las Cortes aprobaron dar un testimonio de gratitud nacional a Juan Martín y sus tropas de infantería y caballería. Consecuencia indirecta de este episodio fue, desde luego, que el imaginario político del momento uniese la figura de "El Empecinado" con la Constitución gaditana de 1812. Unión que tendrá una enorme y no siempre afortunada relevancia en un futuro no muy lejano...
Los franceses, mientras tanto, seguían con sus objetivos de eliminar a Juan Martín. El mismísimo José I Bonaparte encargó al general Belliard (futuro gobernador de Madrid y de la demarcación francesa de Castilla) que acabase con él a toda costa. Y es que el reciente apresamiento, por parte del jefe guerrillero, de un correo francés en Azuqueca de Henares colmó el vaso de la paciencia francesa.
Belliard no escatimó recursos para dar caza al de Castrillo: reunió cuatro columnas de 2500 hombres en Guadalajara, Tarancón, la Sierra de Molina, Soria y Aranda de Duero. Enseguida comenzaron a avanzar con el objetivo de rodear a la guerrilla "empecinada". A su vez, el general Hugo atacaba directamente desde Guadalajara, mientras otros 3000 franceses aguardaban en Madrid para acudir a donde fuese necesario. "El Empecinado" (tan bravo y hábil como siempre) no tarda en desbaratar los planes contra su persona: durante dos semanas se entrega con éxito a la lucha contra el francés por las provincias de Madrid, Guadalajara y Segovia. En esta última encadenará una serie de victorias tan espectaculares que terminarán por desesperar a los galos.
La campaña segoviana de los "empecinados" comenzó con la toma de la villa de Riaza, incendiada y saqueada por los franceses el año anterior. La guarnición francesa, espantada por aquel ataque repentino, huyó como pudo de Riaza. Poco después, Juan Martín y sus hombres atacaron el puesto francés de Somosierra para, a continuación, cruzar la carretera de Burgos y volver con más fuerza aún sobre tierras segovianas. Topáronse con un convoy francés cargado de prisioneros españoles que se dirigía hacia Revenga, en plena Sierra de Guadarrama. Los de "El Empecinado" consiguieron derrotar a todos los "gabachos" y liberar a los reos.
Días después, "El Empecinado" asaltó La Granja de San Ildefonso con tales bríos que la guarnición francesa, sin poder contenerle, abandona sus posiciones y se refugia en el bellísimo palacio. Al poco, reanuda sus actividades de la siguiente manera: envía a la mayor parte de la infantería a su refugio de Tamajón (en plena Serranía de Guadalajara) y él, con apenas 400 hombres, logra derrotar a las guarniciones francesas de Somosierra y Buitrago. El general Hugo acudió rápidamente en auxilio de ambas localidades, entrando en combate con los "empecinados". Cuando parece que el jefe guerrillero está próximo a ser derrotado y capturado, hace un repentino movimiento y desaparece con sus hombres sin dejar rastro. Durante varios días, las columnas imperiales rastrearán la zona en su busca, pero no lograrán encontrar a un sólo guerrillero y pagarán con muchas bajas en hombres, material y pertrechos la inútil persecución.
Una vez más, Juan Martín dejaba en evidencia a las fuerzas napoleónicas. Quedaba más que patente su impresionante capacidad de maniobra, así como su asombrosa intuición militar, su conocimiento empírico del arte de la estrategia bélica, aprendida en esa escuela sin par que es la guerra. En los choques que mantuvo con las tropas enemigas les causó más de 200 muertos y heridos, liberó a más de 500 presos españoles y consiguió que cerca de 1000 compatriotas abandonaran las tropas francesas para luchar por la independencia nacional.



Percance en La Serranía de Guadalajara. La Constitución de Cádiz.
 

Cuando Juan Martín despide el año de 1811 (después de haber creado un flamante Batallón de Voluntarios de Aragón y haber combatido exitosamente en lugares como La Almunia de doña Godina, Maynar, Alagón y Calatayud) está lejos de sospechar que su buen amigo Saturnino Abuín pudiese traicionarle. El tordesillano cambió de bando tras haber sido apresado por los francese en tierras de Guadalajara, junto a otros 40 hombres de "El Empecinado". Éste no tardó en comprobarlo: el 7 de mayo de 1812, en medio de un durísimo enfrentamiento en El Rebollar de Navalpotro, no tarda en fijar su mirada en uno de los jinetes que mandan los escuadrones franceses: no es otro que "El Manco", ataviado ahora con uniforme "gabacho" y combatiendo a sus antiguos compañeros. Y por si fuera poco, aquel combate se saldó con una amarga derrota para el de Castrillo. Muchos son los que caen muertos o heridos sobre la tierra, y a Juan Martín no le quedó otra que la retirada. Perseguido duramente por un grupo de coraceros napoleónicos, deseosos de apresarle vivo o muerto, "El Empecinado" abandona rápidamente su corcel y salta por un despeñadero. Sus perseguidores, que no han llegado a tiempo para impedirselo, le ven rodar y caer. Y allí queda, inmóvil, en el fondo de aquella barranquera. Admirados por tanta temeridad, los coraceros le dan por muerto y se alejan.
La noticia de que el bravo guerrillero ha muerto corre rápidamente por los pueblos de la provincia y llega hasta la mismísima Corte del rey José, que la recibe muy complacido. Es de suponer que lo mismo harían los generales Hugo y Belliard, sus fracasados perseguidores. Mas pronto salen de su error, ya que la realidad es muy distinta: "El Empecinado" no ha muerto. Un molinero que por allí pasaba le ha recogido en su carro, sin saber de su identidad, y le atiende en su modesta vivienda. Dolorido, presa de una alta fiebre, Juan Martín se ve obligado a guardar cama durante muchos días, sin tener plena conciencia de su estado ni de quién es esa persona que con tanta solicitud le cuida. Gracias a su hercúlea naturaleza, el caudillo guerrillero sale triunfante de las prolongadas dolencias.
Fuera ya de peligro, se despide nuestro "Empecinado" de aquel bondadoso molinero, al que no quiere comprometer por más tiempo. Sabe que corren rumores de que ha conseguido salvar la vida, de que se ha escondido en algún ignoto lugar para volver con renovados bríos. Tiene conocimiento de que los franceses aún le suigen buscando. Necesita resguardarse en lugares alejados de los caminos, y para ello se traslada discretamente a la Tierra de Medinaceli. Primero se aloja en Montuenga de Soria, luego en Almaluez y después en Arcos de Jalón. Y desde estas localidades sorianas consigue establecer contacto con los jefes de la resistencia antifrancesa, gracias a la fidelidad y al patriotismo de las gentes de la comarca, que transmiten sus mensajes haciéndose pasar por leñadores o pastores.
Poco tiempo después, Juan Martín se reencuentra con sus guerrilleros en una pequeña localidad. El recibimiento que le hacen es entusiasta. Después del amargo trance y de las pérdidas sufridas, todos le expresan su más firme adhesión. En su ausencia, tanto Mondedeu como Sardina han hecho una excelente labor guerrillera. Encuentra a la infantería totalmente rehecha y a la caballería muy bien equipada.
Pronto consigue "El Empecinado" vengarse de la derrota sufrida en El Rebollar. Más activo que nunca, emprende una sucesión de acciones ofensivas en las que causa un gran quebranto a las guarniciones francesas. Vuelve a tierras de Guadalajara y no tarda en derrotar a las tropas napoleónicas en Cogolludo, haciendo prisioneros a 20 dragones y 40 infantes. Cuatro días después, ataca a los "gabachos" acuartelados en el castillo de Torija, apoderándose de todo el grano que guardaban en una panera. Más tarde, se dirige a Budia y persigue a una columna que anda robando todo lo que puede por aquellos pueblos: al saber que los "empecinados" andan cerca, los franceses eluden el combate y huyen como buenamente pueden. Y es que, después de cuatro años de guerra sin cuartel, las tropas imperiales hállanse ya muy debilitadas. Las partidas guerrilleras que andan por toda España les han hecho más bajas que las batallas de Rioseco, Talavera, Ocaña y La Albuera juntas. Por si fuera poco, las mejores divisiones napoleónicas han salido del país, ya que sus jefes militares las han reclamado para la invasión de Rusia: hacia Moscú marchan ahora la Guardia Imperial, la artillería y caballería polacas, los regimientos del Vístula y los mejores dragones, cazadores y coraceros; curtidos todos ellos en mil combates.
En medio de la esforzada doble lucha que los españoles mantienen contra los invasores imperiales y los afrancesados, una importante noticia es publicada por todas las gacetas. El 19 de marzo de aquel 1812 (festividad de San José) las Cortes de Cádiz han jurado la Constitución Española que acaban de elaborar y redactar. En este código legal (que muchos empiezan a calificar de sacrosanto) se reconoce la soberanía popular, de la cual emanan todos los poderes. Por fi, parece que España ha roto con la tiranía y es dueña de sus destinos. "El Empecinado" se erige, desde el primer momento, en el más fervosoro defensor de la Constitución gaditana. A estas alturas de la guerra pesan mucho en él las ideas de Justicia y Libertad. Aunque ama y respeta a la Religión y a la Monarquía, defiende a su vez los derechos del pueblo español a no ser esclavo de nadie. Y es que, a su juicio, los primeros no deben mermar a los segundos. "El Empecinado" hace firme propósito de observar el texto constitucional y hacerlo respetar.
Estaban así las cosas cuando nuestro líder guerrillero decidió pasar el río Tajo y dirigirse a Cuenca. Al llegar al pueblo de Torralba se vió acometido por una columna francesa, que a punto estuvo de ocasionarle un serio tropiezo. Pero Juan Martín reaccionó valerosamente, hostigando con fuerza a los "gabachos". No salieron aquellos bien librados del combate, ya que tuvieron bastantes bajas y 20 de sus dragones fueron hechos prisioneros.



"El Empecinado" conquista Cuenca. Nuevas derrotas de los franceses.


"El Empecinado" y sus guerrilleros se encontraban ya en las cercanías de Cuenca, preparados para arrebatársela a los franceses. Inmediatamente, trazaron un dispositivo para asaltar la ciudad por su parte Oeste. No ignora Juan Martín que ha de comprometer en aquella arriesgada operación a la mayor parte de sus hombres, pero confía en la audacia y el arrojo de todos ellos. Combaten con dureza, y tras una prolongada lucha consiguen meterse en las calles de Cuenca. Los guerrilleros van abriendo fuego, y dejan a su paso muchos  muertos y heridos. Entre los primeros se encuentra el barón Hugo-Nardon, pariente del usurpador José I Bonaparte. A la soldadesca francesa le resulta imposible contrarrestar el ímpetu de los bravos guerrilleros, que cada vez se hacen más y más fuertes. Así que los franceses van replegándose, un tanto desordenados, en el Hospital de Santiago. Allí resistirán durante días, pero la ciudad de Cuenca queda ya en manos de la guerrilla "empecinada". Como no es posible concentrar guerrilleros junto a los edificios que sirven de refugio a los franceses ni mucho menos intentar un asedio con posibilidades de éxito, "El Empecinado" piensa en volar aquella maciza construcción. Sin embargo, tiene lugar poco tiempo después un hecho inesperado: al intentar huir de Cuenca los soldados franceses cercados, aprovechando la oscuridad de una noche sin luna, son todos apresados en las cercanías de la ciudad.
Los "empecinados" permanecerán una semana en Cuenca, hasta que tienen conocimiento de que unas cuantas columnas francesas avanzan con el objetivo de reconquistar la ciudad. Antes de que se aproximen más de la cuenta, Juan Martín y sus hombres abandonan Cuenca, pasando por Gascueña en busca de víveres y recalando en Sigüenza. Poco después, tiene lugar un enfrentamiento con la caballería enemiga (dirigida por el traidor Saturnino Abuín) en las cercanías de Cifuentes, localidad perteneciente a La Alcarria. Humillados y vencidos, los pocos franceses que escapan con vida de la batalla consiguen llegar a Sigüenza. Y Saturnino Abuín (que también escapa del lugar) resulta ser el jefe de los Húsares de Guadalajara, una contraguerrilla creada por el alto mando francés. También es un integrante de la llamada Orden Real de España, gratificación "gabacha" que es señuelo de traidores.
Volvamos a dirigir nuestra atención hacia "El Empecinado", que sigue luchando tan ardorosamente como siempre. Un viejo esquilador que le mantiene bien informado sobre los movimientos de los franceses, le revela que parte de la guarnición imperial de Buitrago (reforzada por el destacamento de Somosierra y una columna provista de Artillería salida de Aranda de Duero) se dirige hacia Madrid. Consulta el asunto Juan Martín con sus guerrilleros y acuerdan cortar el paso al enemigo. Al día siguiente, le esperan cerca del pueblo de La Cabrera, bien desplegados y ocupando ventajosas posiciones. A una orden de "El Empecinado", los guerrilleros se lanzan sobre la soldadesca francesa en medio de un diluvio de balazos. Los asaltantes, alentados por su invencible jefe, combaten con el mayor denuedo. Nadie puede detenerlos: una furia sangrienta los anima. En lo más vivo del fuego, "El Empecinado" es alcanzado por una bala que le da de lleno en el pecho. Vacila y resbala sin fuerzas del caballo, así que uno de sus hombres acude en su ayuda. Entre los guerrilleros corre veloz el rumor de que Juan Martín ha muerto: esto produce un desánimo general e impide que la derrota de los franceses sea completa. "El Empecinado" es conducido a la casa rectoral de Torrelaguna, donde un médico le trata la herida, que por suerte no es muy grave. Como sucediera en trances parecidos, la partida guerrillera queda al mando de Jerónimo Luzón. Pese a que la guerrilla "empecinada" se ha quedado momentáneamente sin su carismático jefe, las acciones contra las tropas imperiales se suceden. Mondedeu y Sardina ocupan la villa madrileña de Paracuellos del Jarama; mientras que los Voluntarios de Guadalajara (dirigidos por un hermano de Juan Martín) derrotan a una contraguerrilla que andaba por Cabanillas del Campo.
"El Empecinado" recibirá en su lecho la noticia de que las tropas españolas han derrotado a los franceses en los Arapiles, lo que supone un verdadero desastre para las fuerzas invasoras. Tan extraordinaria batalla ha tenido lugar a tan sólo legua y media de Salamanca, en una llanura donde se elevan dos cerros: el Arapil grande y el Arapil chico. "El Empecinado" intuye que se acercan días decisivos en los que será necesario redoblar los esfueros y combatir con fiereza. Sin hallarse recuperado aún de la herida que recibiese en La Cabrera, abandona su lugar de reposo y, al galope, se dirige al encuentro de su partida guerrillera.
 

"El Empecinado" entra en Madrid. Las gentes le aclaman.


Juzgando inminente el abandono de Madrid por los franceses, Juan Martín manda a su artillería que ponga cerco a Guadalajara. Y al saber que el aliado Lord Wellington está en San Ildefonso, preparado para franquear el Guadarrama, él se sitúa con su caballería en Chamartín, a las puertas mismas de Madrid. Los oficiales franceses que vigilan las cercanías de la Villa y Corte descubren espantados la presencia de los batallones enemigos. La Corte de José I Bonaparte, completamente asustada, empieza a disponer todo para abandonar la ciudad. No es la suya una salida en orden, sino una fuga precipitada. A medida que transcurren las horas, el miedo de los partidarios y aduladores de "Pepe Botella" degenera en pánico. Sólo piensan en salvar sus vidas y, si fuese posible, también las joyas y el dinero. En pleno desorden, venden muebles y enseres; otros tratan de implorar el favor de los patriotas a los que hace poco despreciaban. La desbandada es general. Muchos no quieren ni seguir a la Corte: tal les sucede a los servidores de Palacio y de las Caballerizas Reales, que desaparecen de la noche a la mañana.
Al mismo tiempo, vuela por las calles la noticia de que el Ejército libertador ya está en Las Rozas, y los madrileños marchan alborozados hacia las puertas por donde van a entrar los valientes luchadores. Entre las gentes se comenta con gozo que el mismísimo "Empecinado" (con 30 de sus jinetes) ha llegado hasta la Puerta del Sol persiguiendo a un destacamento de dragones franceses; causándoles tres muertos, varios heridos y cuatro prisioneros.
« Última modificación: Noviembre 19, 2018, 11:05:32 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #7 : Abril 07, 2011, 17:46:52 »


La Corte francesa escapará de Madrid, con la amarga pesadumbre de la derrota, mientras los sufridos madrileños dan gracias a Dios por lo que supone la definitiva liberación del país. Aunque la miseria siga haciendo estragos en los desamparados hogares, los madrileños muestran de mil modos su alegría. Salen a las calles con sus trajes de fiesta y reparten abrazos, enhorabuenas y frases de esperanza; lo mismo a conocidos que a extraños. A las 9 de la mañana del día 12, que es miércoles, una expectante muchedumbre llena totalmente el trayecto que va desde las afueras de la Puerta de Alcalá hasta la Puerta del Sol. En la mayoría de los balcones y ventanas brillan, multicolores, las colgaduras y los adornos. Los famélicos semblantes se iluminan con sonrisas y muchos manifiestan su entusiasmo agitando los brazos en alto. El correr de las gentes y los gritos de júbilo preceden la entrada de los Ejércitos de Castilla, La Mancha y Toledo. Resuenan los vítores, las improvisadas arengas y canciones patrióticas, y tiembla el aire con el incesante voltear de las campanas de todas las parroquias. Rodeados por el agitado gentío, aparecen las gloriosas personalidades que se han convertido en héroes por méritos propios. Como jefe más antiguo, marcha delante de ellas "El Empecinado", a quien el pueblo aclama. Llegados todos al Ayuntamiento, los líderes de la resistencia antifrancesa son obsequiados con un refresco y diversos regalos. No una, sino muchas veces, tienen que salir al balcón para saludar a una muchedumbre que les aclama. Lord Wellington saluda a los madrileños, pero es "El Empecinado" quien se lleva las mayores ovaciones, en justa correspondencia por la fama inmortal que ha sabido conquistar.
Tiene lugar, además, una solemne ceremonia en todas las parroquias de Madrid para jurar la Constitución gaditana. Tan numerosa es la concurrencia a los templos que la población parece haberse duplicado, aunque lo cierto es que las dificultades y el hambre la han reducido a su tercera parte. El recién nombrado Gobernador militar (don Carlos de España) y el nuevo alcalde (Marqués de Iturbieta) juran su lealtad al código constitucional en la parroquia de Santa María de la Almudena, acompañados por "El Empecinado". Quien más se distingue por los exagerados extremos con los que muestra su adhesión es, precisamente, don Carlos de España, que preside aquel acto. Nadie puede suponer que su actitud es hipócrita y sus palabras vanas: no tardará en convertirse en el más sañudo perseguidor de cuantas personas sean partidarias del liberalismo y los principios constitucionales...
 


Las últimas victorias sobre los franceses. Juan Martín es condecorado y venerado.


Al término de aquella ceremonia, "El Empecinado" se reúne con sus hombres para avanzar sobre la ciudad de Guadalajara. Decide pernoctar en Alcalá de Henares, donde es homenajeado por todo lo alto: la ciudad en masa acude a verle, deseosa de rendir tributo al célebre jefe guerrillero. Juan Martín corresponde con sencillez y cordialidad a todas aquellas manifestaciones de simpatía. Al día siguiente, la guerrilla "empecinada" estrecha más y más el cerco sobre la ciudad, nadie puede salir ni entrar. "El Empecinado" exige al general Preux que se rinda inmediatamente, y éste le contesta que sólo lo hará ante Lord Wellington. "El Empecinado" despacha entonces un correo urgente a Madrid dando a éste cuenta de tal condición. El general inglés no tarda en hacer llegar su respuesta al asediado militar napoleónico: si no se entrega a las fuerzas "empecinadas", él mismo se presentará en Guadalajara y hará fusilar a toda su guarnición francesa. Como no podía ser de otra manera, las tropas imperiales se rinden y Guadalajara queda libre de franceses. Los combatientes "empecinados" se hacen con piezas de Artillería, mucha fusilería y variados efectos militares. Días después, derrotarán a una columna francesa que acudía en auxilio de la guarnición de Cuenca.
"El Empecinado" marcha a la provincia de Segovia, con el objetivo de frenar los desmanes que cometen los grupos armados de "Abril", "Borbón" y "Puchas" (tres conocidos desertores) por las Comunidades de Villa y Tierra de Sepúlveda y Ayllón. El éxito fue rotundo: la cuadrilla de "Puchas" no tardó en ser desarmada y detenida, "Borbón" huyó como alma que lleva el diablo y el grupo de "Abril" (que contaba con 30 jinetes) acabó uniéndose a las fuerzas de Juan Martín.
Tras un durísimo combate contra los franceses en Valdetorres del Jarama, donde perdió a 3 hombres y otros 40 resultaron heridos, "El Empecinado" se enteró de que una fuerte columna francesa (integrada por 3000 infantes y 300 caballos) había salido de Guadalajara en dirección a Sigüenza, donde permanecía el Batallón de Voluntarios de Madrid liderado por su hermano Antonio. Sin tiempo que perder, reúne a sus hombres y parte en su ayuda. Al entrar en la ciudad episcopal se entera de que los Voluntarios acaban de retirarse a la villa soriana de Medinaceli. Lo peor es que aquí les había sorprendido otra columna imperial y no tuvieron más remedio que rendirse. El objetivo de "El Empecinado" no es otro que liberarles. Para ello, entra en la localidad de Guijosa (Guadalajara), que es donde se han establecido los franceses. Sin apenas darles tiempo a reaccionar, los "empecinados" caen sobre ellos, peleando con extraordinaria fiereza. Los imperiales hacen tremendos esfuerzos por contener a los guerrilleros, pero estos les obligan a ceder terreno. "El Empecinado" advierte que entre las filas enemigas se encuentra el traidor Saturnino Abuín, y esto hace que aumente su furor. Pugnando por acercarse a él, combate con tanto ardor que su caballo cae muerto y ha de batirse a pie, a pecho descubierto. Abuín y parte de las derrotadas tropas francesas consiguen huir del campo de batalla, dejando tras de sí un reguero de muertos y heridos. Los "empecinados", por su parte, han conseguido rescatar a un centenar de los guerrilleros apresados. Juan Martín ordena emprender la persecución de los "gabachos", y con ellos se encuentra (ya al anochecer) en un pueblo llamado Pelegrina, a media legua de Sigüenza. Los imperiales vuelven a ser vencidos, y "El Empecinado" logra liberar a más guerrilleros detenidos. Por desgracia, no le es posible rescatar a más de los suyos, ya que parte de los franceses consiguen huir con ellos a Guadalajara.
"El Empecinado" se queda con su infantería en Sigüenza y envía a la caballería, encabezada por José Mondedeu, a buscar provisiones en los pueblos de Yela y Cifuentes. Poco después, le informan de que 400 coraceros franceses de la guarnición de Villarejo de Salvanés están comentiendo tropelías en los pueblos del término de Auñón. Marcha hacia allí para dar caza a la soldadesca francesa, mas no puede lograrlo. Advertidos de su llegada, los imperiales huyen como pueden por los montes, no sin antes abandonar precipitadamente los tesoros saqueados. "El Empecinado" y los suyos devuelven los bienes robados a sus respectivos Ayuntamientos.
En breve, nuestro caudillo guerrillero volverá a ser inquietado por el general Hugo, que había reunido a 10000 hombres en Guadalajara para darle alcance. Pero el militar francés no logró apresar a Juan Martín, quien se dedicó a hostigar a las tropas imperiales que se encontraban en las proximidades de Aranda de Duero, así como en la provincia de Segovia. Contra todo pronóstico, el de Castrillo culminó una exitosa campaña antifrancesa en Cerezo de Arriba, pequeña localidad serrana perteneciente a la Comunidad de Villa y Tierra de Sepúlveda, enclavada entre los valles que forman los ríos Serrano y Cerezuelo. El ataque lanzado contra un total de 2000 soldados napoleónicos, realizado con la colaboración del aguerrido cura Merino, obtuvo un resultado tan favorable que "El Empecinado" no encontró ningún problema para rebasar el puerto de Somosierra; los franceses, por su parte, se vieron obligados a replegarse hacia Sepúlveda, con lo que se abrió una ruta de escape en dirección a Guadalajara. Pocos días después, los "empecinados" volverían a derrotar una vez más a los franceses, esta vez en la villa madrileña de Talamanca de Jarama.
Diligente, "El Empecinado" extenderá sus fuerzas guerrilleras por las orillas del Henares, y no tarda en conseguir que la guarnición de Alcalá huya de la ciudad y se repliegue sobre el Jarama, después de haber perdido en los campos de Loeches los refuerzos que venían de Arganda en su ayuda. Estos son batidos tan brillantemente por la caballería de los Cazadores de Madrid (al mando de su hermano Dámaso Martín) que sólo tres dragones "gabachos" escapan con vida. Con extraordinario arrojo, los "empecinados" lograron además repeler un ataque imperial contra Alcalá de Henares, en lo que fue la célebre batalla del Puente de Zulema: los franceses acabarán por huir en dirección a San Fernando. En reconocimiento a esta arriesgada y victoriosa operación militar, "El Empecinado" recibirá la Cruz Laureada de San Fernando.
Juan Martín es inmensamente popular en Madrid. Todos desean verle de cerca y estrechar su mano. Por donde quiera que va; ya sea en las calle, en los teatros o en las botillerías; recibe incontables muestras de simpatía. En las liberías y estamperías se venden grabados con su efigie. Además,  numerosos poetas cantan sus hazañas en las gacetas o pliegos de cordel, escribiendo romances, odas y sonetos en un lenguaje altisonante, de encendido patriotismo. Leamos algunas estrofas compuestas en su honor:
 
"No adquirió sus victorias,
sus inmortales lauros
con gruesos batallones
de lucidos y bélicos soldados.
Con un puñado de hombres,
valientes, denodados,
ha ganado más lides
que allá en el Septentrión ganó Pelayo.
 
[...]
 
¡Castilla venerable!
En tu suelo afamado
fértil en almas grandes
adalid tan insigne no has criado.
 
[...]
 
El támesis hundoso
y el Bósforo traciano
atónitos contemplan
al célebre y famoso Empecinado.
El niño aún balbuciente,
la matrona, el anciano,
bendicen su existencia
lágrimas de contento derramando.
La Historia majestuosa
te coloca en sus fastos,
cual un modelo de héroes
para ejemplo de ilustres ciudadanos.
Y cuanto nuestros nietos
loen a un veterano:
A Martín se parece
(dirán) en gloria y en valor osado".

 
 
Los imperiales abandonan España. Termina la Guerra de la Independencia.


Malos vientos corren para los invasores en estos días de mayo de 1813. Alejado definitivamente de Madrid el rey José I Bonaparte, al general Hugo le corresponde organizar la definitiva evacuación de las tropas imperiales que por allí resisten. El antaño poderoso Ejército francés, incapaz de poder sostenerse en punto alguno, vacila y se quiebra. Han bastado unos días para que los regimientos napoleónicos queden convertidos en masas dominadas por el pánico. Rota la disciplina, abandonan las armas y huyen a la desesperada. Quienes en esta hora aciaga logran salvar la vida pueden considerarse afortunados...
La guerra está ya completamente decidida en favor de los combatientes españoles. Los imperiales abandonan Valencia, Zaragoza es heroicamente conquistada y en las llanuras próximas a Vitoria tendrá lugar una sonada derrota de los franceses. Dicen los eruditos que lo sucedido en aquella ciudad vascongada sólo puede ser comparado con la Batalla de Izo, que puso el Imperio Persa a los pies del mismísimo Alejandro Magno. Si bien, esta vez, lo imaginado palicede ante la realidad. La batalla de Vitoria supuso la definitiva expulsión de los invasores franceses, que cruzan los Pirineros perseguidos por las tropas de Lord Wellington.
En virtud del llamado Tratado de Valençay (firmando el 8 de diciembre de 1813) Napoleón reconocía a Fernando VII como legítimo Rey de España, si bien aquel acuerdo no fue ratificado. Ya en marzo del siguiente año, Fernando VII cruzaría la frontera española por Cataluña. Entraría triunfalmente en Valencia el día 16, a donde acudió "El Empecinado" para besar la mano del nuevo monarca. Aún no se imaginaba nuestro guerrillero que el despotismo iba a instalarse en el Trono de España...

« Última modificación: Noviembre 19, 2018, 11:06:57 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #8 : Abril 07, 2011, 17:50:34 »


Las insidias de Fernando VII. "El Empecinado" apoya a los liberales.
 

Patriota, liberal y partidario de la Constitución gaditana, "El Empecinado" no tardaría en enfrentarse a un rey dispuesto a exterminar cualquier atisbo de ideas democráticas. Por medio de un decreto firmando el 4 de mayo de 1814, el joven monarca derogaba la Constitución de Cádiz y todos los acuerdos tomados por las Cortes liberales. Aupado al poder por lo elementos más absolutistas del Ejército, Fernando VII daba paso al funesto Sexenio Absolutista (1814-1820), una época marcada por el Gobierno absoluto, la unión entre el Trono y el Altar, la proscripción de las libertades y la represión contra los demócratas. De hecho, nada menos que 51 personalidades liberales fueron condenadas a penas de prisión, destierro y confiscación de bienes. Entre ellas figuraban García Herreros, Quintana y el general Villacampa. "El Empecinado", por su parte, tampoco lo tenía nada fácil: tan conocida como su heroica lucha antifrancesa era su fidelidad a la Constitución de 1812.
Poco después de haber sido restaurada la monarquía absoluta, el brigadier Juan Martín Díez (coronel del Regimiento de Voluntarios de Guadalajara) ve disuelta, en virtud de los decretos del nuevo Gobierno, la división de Castilla la Nueva por él mandada. Los Voluntarios de Madrid y los de Guadalajara pasan ahora a constituir dos regimientos de los Reales Ejércitos: el de Cazadores de Madrid y el de Cazadores de Guadalajara. Por suerte, recibió como compensación el ascenso a Mariscal de Campo (con sueldo de 500 escudos de vellón en campaña y sólo la mitad en caso de permanecer en cuartel, como así fue).
Fernando VII empezaría (bajo la maligna influencia de sus interesados consejeros) a crear y fomentar intrigas; a sembrar la indisciplina en el Ejército y a sublevar al pueblo contra todos aquellos que discrepaban de su autoridad omnímoda. Esto viene a tener desagradable confirmación antes de lo que muchos piensan. Los enemigos de las ideas constitucionales y progresistas pretenden que España vuelva a la situación anterior a 1808. En esto coindicen plenamente con Don Fernando, y éste, que no anhela otra cosa, los alienta complacido. Con la cobardía que le es habitual, su mano oculta se mueve amenazadoramente y nada bueno presagia.
Por lo visto, "El Empecinado" participó en los entresijos de la conspiración madrileña del Triángulo (1816), una intentona liberal en la que estaban implicados el coronel Joaquín Vidal y el comando de acción de "los hermanos de Polo"; el objetivo era afianzar una trama antiabsolutista sobre un eje Valencia-Madrid-Valladolid. Según el activo conspirador Eugenio de Aviraneta, Juan Martín habría participado en diversas operaciones preparadas por antiguos combatientes antifranceses para restaurar las libertades constitucionales. El plan de aquella confabulación era más o menos el que sigue: Mina se sublevaría en Pamplona, Porlier lo haría en Galicia y "El Empecinado" remataría la faena en las dos Castillas. El rotundo fracaso de aquella conjura no desanimó al de Castrillo, que visitaría a los presos políticos y celebraría varias reuniones en la Posada de San Luis para concretar nuevos planes de acción.
En aquellos días de dura prueba para todos los amantes de la libertad, en que una sola palabra de condena a cuanto sucede es un crimen y toda manifestación de disidencia conduce a la horca o al presidio, "El Empecinado" no permanece impasible. Todavía confía en que el Rey, desoyendo a los nefastos consejeros, satisfaga los deseos del pueblo español. Y dejándose llevar por su generoso corazón, tiene el valor de entregar al mismísimo Fernando VII un valiente documento en el que exige la vuelta de la legalidad constitucional. En el mencionado escrito se denunciaban las arbitrariedades comentidas por el Gobierno contra los liberales (que tanto y tan noblemente lucharon por la Patria), afirmando que los reaccionarios habían engañado al monarca, forzándole a imponer un sistema de Gobierno nefasto e injusto. Y es que "El Empecinado" (ingenuo y bondadoso como es) sigue sin darse cuenta de la aviesa naturaleza de Fernando VII.
Las contadas personas que saben de este escrito temen por la vida de Juan Martín; pero el prestigio de su pasado guerrillero y la estima que le tiene el monarca le sirven de resguardo. Fernando VII monta en cólera y le ordena abandonar la Corte y retirarse de cuartel a Valladolid. "El Empecinado" marchará silencioso y apesadumbrado hacia la ciudad del Pisuerga, bien convencido de que aquella carta le ha costado su carrera militar. Y no se equivoca. Nada puede hacer para remediar las cosas. Como Mina, como Porlier, como Lacy; va a verse pronto en la necesidad de volver a la humilde condición en que se hallaba antes de que estallase la guerra contra los invasores franceses. Así son las cosas: de labrador a general y de general a labrador. ¡Mudanzas de los tiempos!
A Juan Martín no le queda otra que volver a trabajar en sus tierras de labranza. De su propiedad son, en aquellos momentos, más de 30 porciones que superan las 35000 cepas. Se encuentran situadas en los lugares denominados Pico de la Merina, La Pinilla, Pago del Gallo, Camino Real, Cuesta del Carrascal, Ribera del Duero, Pago de los Aragoneses, La Llanada, El Guijaral y El Almendral. Igualmente, posee 150 fanegas de tierras de labranza en distintos lugares del término municipal, construye una bodega a orillas del Duero y adquiere una casa de campo en El Salto del Caballo, aquel paraje situado en el camino de Aranda a Peñafiel donde realizara su primera heroicidad. Nuestro "Empecinado" no vive nada mal: según Aviraneta, el vino que fabricaba era tan excelente que las cántaras de su bodega se venían dos reales más caras que las de los pueblos vecinos.
Como quien no quiere la cosa, Fernando VII concedería meses después a Juan Martín la Cruz Laureada de San Fernando de tercera clase, ya que las autoridades de Alcalá de Henares exigían la condecoración del heroico ex-guerrillero por la batalla del Puente de Zulema. Meses antes, la ciudad del Henares había inaugurado una pirámide conmemorativa de las hazañas de "El Empecinado". Tuvo lugar entonces un multitudinario acto junto al monumento, cubierto con la bandera nacional. Tras un discurso pronunciado por el alcalde Joaquín Cengotita Bengoa, el mismísimo Juan Martín retiró la bandera y dejó al descubierto la pirámide, que lucía una inscripción:
 
"D.O.M.
LA CIUDAD DE ALCALÁ DE HENARES DEDICA ESTE MONUMENTO A LA MEMORIA DE LAS VALIENTES TROPAS DE S.M. EL SEÑOR DON FERNANDO VII, MANDADAS POR DOS JUAN MARTÍN EL EMPECINADO, MARISCAL DE CAMPO DE LOS REALES EJÉRCITOS. EN RECONOCIMIENTO DE HABER SALVADO A SUS MORADORES DEL SAQUEO Y LA MUERTE, ARROLLANDO Y VENCIENDO A LOS FRANCESES LA MAÑANA DEL XXII DE MAYO DE MDCCCXIII QUE EN DOBLE NUMERO ATACARON ESTE PUNTO."

 
Pese a los reconocimientos y homenajes que recibe "El Empecinado", son muchos los que le miran con recelo por sus simpatías hacia el liberalismo. Juan Martín acepta aquellas muestras de admiración con su habitual modestia, pero los obsequios no consiguen serenar su ánimo. Harto preocupado por la situación en que se halla España, sabe que los excesos de Fernando VII y de su camarilla contra los liberales perseguidos, en vez de atenuar la lucha antiabsolutista, contribuyen a fortalecerla. Y de ello son prueba elocuente las intentonas liberales fallidas que han originado nuevas turbulencias. La resistencia crece, y poco a poco, se va creando una atmósfera de inseguridad y descontento que se respira en los organismos gubernativos y los cuarteles.
Las estancias de Juan Martín en su casa de campo transcurrían entre partidas con sus amigos y cacerías de galgos por el páramo. Las ansias de libertad que anidaban en su interior seguían siendo fortísimas. De hecho, continuamente recibía allí a emisarios que le proponían participar en levantamientos constitucionales. A decir de Aviraneta, con esta finalidad visitaron a Juan Martín confidentes de los militares Porlier, Larreátegui y Vicente Richard, los conspiradores frustrados de 1816. Sabemos también que el coronel Joaquín Vidal se hospedó en la casa de "El Empecinado" días antes de iniciar una famosa sublevación liberal en Valencia. Según parece, el coronel conspirador propuso a Juan Martín liderar un pronunciamiento paralelo en Castilla la Vieja. El de Castrillo se mostró conforme y (según Aviraneta) regaló a Vidal un magnífico caballo con el que emprender el viaje de regreso, si bien le aconsejó esperar un tiempo antes de pasar a la acción.
Por desgracia, la confabulación de Vidal acabó trágicamente. Él y sus compañeros tenían pensando aprovechar la última función teatral de año en Valencia (a la que acudía el general Elío) para lanzarse sobre él, apresarle y proclamar la monarquía constitucional. Sin embargo, la repentina muerte de la consorte de Fernando VII causó la suspensión de la función. Mientras los conspiradores volvían a reunirse para replantear el golpe, el delator sargento Padilla los traicionó. El general Elío y una patrulla de migueletes rodearían rápidamente la vivienda en la que estaban reunidos Vidal y sus camaradas, deteniéndolos a todos. A los pocos días, los conspiradores fueron ahorcados en un paraje situado entre el convento del Remedio y la ciudadela de Valencia. El trágico resultado de los planes de Vidal desmoralizó un tanto a Juan Martín: temeroso de que alguien lo relacionase con los malogrados conspiradores, permanecería un tiempo escondido en los pinares de Segovia, su refugio habitual en estos casos.
 


Ansias de libertad. Comienza el Trienio Constitucional.


El 1 de enero de 1820 tuvo lugar un hecho de enorme trascendencia en la Historia de España. En la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan, el joven Rafael del Riego (Comandante Mayor del Batallón de Asturias) lidera un pronunciamiento liberal que pretende restablecer el orden constitucional quebrantado por Fernando VII. En la plaza de aquel pueblo andaluz, el apuesto militar dirige a sus soldados una encendida arenga que termina así:
 
"España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El Rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución, pacto entre el Monarca y el Pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimientos. Mas el Rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el Rey jure y respete la Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles, desde el Rey al último labrador".

 
El clamor de sus soldados y del genío que presencia el acto le responde.
Aunque fallido en un primer instante, el golpe liberal de Riego avanzó y triunfó de manera imparable: Acevedo se hizo con Galicia el día 21; Abisbal tomó la villa de Ocaña el 3 de marzo; proclamación de la Constitución gaditana en Zaragoza el día 7; Mina se hizo con Pamplona el 11 y, al día siguiente, fue apresado en Barcelona el absolutista general Castaños.
¿Participó "El Empecinado" en los preparativos de la insurección liberal en Castilla la Vieja? Los estudiosos Hernández Girbal e Ignacio Merino apuntaron algunas acciones llevadas en común con Eugenio de Aviraneta, como el primer y fracasado intento de restablecer el régimen constitucional en Valladolid, la redacción de una proclama impresa en Nava de Roa o el intento de reclutar (en febrero de 1820) voluntarios de los pueblos de La Ribera burgalesa para una segunda intentona liberal. Según parece, "El Empecinado" y su colega Aviraneta se presentaron en el mercado de Roa para reclutar voluntarios liberales entre los allí presentes. Cuatro días después, tuvo lugar en el Salto del Caballo una reunión con el objetivo de afianzar el levantamiento. Acudieron a la asamblea unos 56 hombres procedentes de los pueblos de La Ribera. Tras dar vivas a la Constitución y al liberalismo, los congregados acordaron dividirse en tres partidas guerrilleras: la de Hermógenes Martín (sobrino de "El Empecinado"), comisionado para acompañar a su tío desde la carretera de Valladolid hasta Alcazarén; la del comandante Cañicero, que deberá atraversar el monte de Peñafiel hasta la localidad de Fuentes de Duero; y la de Dámaso Martín, que esperaría en los pinares de Coca.
Todos ellos se pusieron en marcha al anochecer. La partida encabezada por "El Empecinado" y su sobrino pasó por el Convento del Abrojo (a orillas del Duero) para acceder a Valladolid poco después desde el Páramo de San Isidro. Juan Martín se hospedó en la casa del licenciado Félix Mambrilla, donde tuvo lugar una reunión con masones y militares constitucionalistas. Mambrilla hizo notar la ebullición que se observaba en la ciudad; sobre todo entre los estudiantes, oficiales y sargentos. Cuentan las crónicas que un diplomático amigo del militar Alejandro O´Donnell comunicó a aquel grupo de conspiradores que un capitán del Regimiento de Caballería de Sagunto deseaba prestar ayuda a Juan Martín para hacer triunfar el levantamiento liberal en Valladolid.
La última reunión preparatoria tendría lugar el día 13 de febrero, de nuevo en casa de Mambrilla. Los congregados pensaban que la revolución estaba a punto de triunfar. De hecho, los liberales encarcelados en la Chancillería vallisoletana (procedentes de Bilbao) tenían elaborada una lista con los nombres de la Junta Revolucionaria que habrían de sustituir a las autoridades locales. El 14 de febrero era, en principio, el día escogido para iniciar la rebelión constitucionalista. Por desgracia, sucedió lo que nadie se esperaba: la trama liberal fue descubierta y los militares se lanzaron a las calles en busca de antiabsolutistas. Embozado en una capa y con un sombrero en la cabeza, "El Empecinado" huyó de Valladolid por el camino de Tudela. Marchó después por el camino de Peñafiel hasta avistar la localidad de Sacramenia, perteneciente a la Comunidad de Villa y Tierra de Fuentidueña. Un día después, nuestro "Empecinado" se reunía en esta villa segoviana con su hermano Dámaso.
El fracaso de la intentona liberal había sido estrepitoso. Para evitar posibles represalias, Juan Martín y sus camaradas decidieron esconderse en los pinares segovianos y, desde allí, enviar patrullas de observación a Tudela de Duero y Aranda de Duero. Hermógenes Martín, por su parte, vigiló con sus hombres todo cuanto sucedía en las Comunidades de Villa y Tierra de Cuéllar y Coca. Juan Martín daba órdenes desde los pinares de Aguilafuente, redactando días después un manifiesto donde proclamaba un segundo levantamiento liberal. Seis días más tarde, ordenó al comandante Cañicero que se situara en las proximidades de Honrubia con una veintena de guerrilleros: debía interceptar a todos los correos que pasaran por el Camino Real de Francia. El primero de los correos apresados (procedente de Madrid) les hizo saber que en los sublevados constitucionalistas habían tomado la capital de España. Al tener conocimiento de tan importante noticia, "El Empecinado" marchó a Valladolid con todos sus hombres. Les acompañaba Eugenio de Aviraneta, siempre dispuesto a la lucha.
 


Fiesta constitucional en Valladolid. "El Empecinado" y las autoridades liberales.
 

Cuando llegaron a la ciudad del Pisuerga ya se había consolidado el levantamiento liberal y jurado la Constitución gaditana. Una gran parte de los vecinos de Valladolid, reunidos en la Plaza Mayor, daban vivas a la Constitución, aclamaciones que repitieron todos los soldados de la guarnición. En la Casa Consistorial se reúnen todas las autoridades locales. Allí está el Concejo de 1814, que ha sido repuesto; los señores de la Audiencia Territorial; los curas de las parroquias; los prelados de las Comunidades y los diputados de todas las Corporaciones y gremios. En medio de la Plaza Mayor (rebosante de gentío, como ya hemos indicado) forman el Batallón provincial de Valladolid y una columna de los Granaderos de Castilla la Vieja. Suenan clarines, y el capitán general O´Donnell declama los capítulos de la Constitución que reconocen los derechos del pueblo español. Sus palabras son acogidas con ruidosas e interminables declaraciones. Todas las autoridades locales juran defender la obra constitucional de Cádiz. El acto se cerrará con las ovaciones de rigor. Después, tanto las autoridades como las entusiasmadas gentes marcharon hacia la Plaza de la Universidad. Todas las calles del trayecto estaban engalanadas con guirnaldas y colgaduras. Voltean las campanas, retumban músicas militares, un ambiente de fiesta lo invade todo. Las aclamaciones a la Constitución se repitieron desde los balcones de la Universidad vallisoletana. Por la tarde, en el Campo Grande, el capitán general arengará a las tropas y se lanzarán salvas de fusilería. "El Empecinado" y los suyos asistieron a todos estos actos, participando del fervor liberal que inundaba la ciudad.
La Plaza Mayor de Valladolid fue rebautizada como Plaza de la Constitución el día 16 de abril de aquel 1820. Doce días antes, el Conde de Montijo había sustituido a O´Donnell al frente de la Capitanía General de Castilla la Vieja. Es entonces cuando las autoridades nombran a Juan Martín segundo cabo de la Capitanía General: era una merecida recompensa a su fervor constitucionalista. Por aquellos días, nuestro liberal de Castrillo pasaría a residir en la casa hoy situada en las calles Empecinado y Padilla, interviniendo además en varios homenajes a la Constitución gaditana. Pese a todo, "El Empecinado" no tardó mucho en volverse a su casa de campo, aburrido de las intrigas, rencillas y divisiones que tuvieron lugar entre las autoridades liberales de Valladolid...
« Última modificación: Abril 28, 2014, 16:17:08 por Maelstrom » En línea
Maelstrom
Líder de la mesnada
******

Aplausos: +35/-9
Desconectado Desconectado

Mensajes: 1095


Ver Perfil
« Respuesta #9 : Abril 07, 2011, 17:57:54 »


Fervor liberal en toda España. Los primeros guerrilleros absolutistas.


Una nueva etapa se abría en la Historia de España. Los liberales, que ya detentan el poder, han hecho jurar la Constitución a Fernando VII. El nefasto monarca, el implacable tirano de tiempos pasados, hace lo que sea con tal de permanecer en el trono. En el corto espacio de cuatro días, sin voluntad alguna, pasa de rey absoluto a rey constitucionalista. El tiempo demostrará cuan torcidas son sus intenciones y lo falsos que son sus solemnes juramentos.
Mientras todo esto tiene lugar en los ambientes cortesanos, el pueblo español vuelve a inflamarse de ardor patriótico. Exigen lápidas conmemorativas de la Constitución en las calles, liberan a los constitucionalistas encarcelados y amenazan a los absolutistas. En Madrid aparecen cuatro clubs de tendencia liberal, remedo de las sociedades jacobinas de la Revolución francesa: en el Café de Lorencini (situado en la Puerta del Sol, frente a la Fuente de la Mariblanca) se reúnen los liberales exaltados, ardientes partidarios de Riego. Opuesto a éste se encuentra el Café de la Fontana de Oro, a cuyos parroquianos se les encuadra dentro del liberalismo más moderado. También tienen lugar reuniones patrióticas en el Café de San Sebastián (próximo a la parroquia de este nombre), cuya clientela es de más humilde condición; así como en la fonda-café de la Cruz de Malta (en la calle del Caballero de Gracia, junto a un oratorio) donde se suceden en buena armonía los discursos políticos moderados, las tonadillas que están de moda y la música de un piano. En medio de toda esta efervescencia política, los amigos y los enemigos de la Constitución son bautizados con llamativos apodos. Los absolutistas pasan a ser llamados "realistas", y a su vez denominan a los liberales con los motes de "negros", sin distinguir entre exaltados y moderados. Así se perpetúa el enfrentamiento de las dos Españas, cuya reconciliación parece que nunca ha de lograrse.
La aparente sumisión de Fernando VII al nuevo sistema político hace que los liberales (siempre ingenuos y confiados) crean en su palabra y tengan por sinceros sus juramentos. Al verle caminar decididamente por la senda constitucional, no saben cómo mostrarle su agradecimiento y caen en las mayores exageraciones del halago y la complacencia. Secretamente, Fernando VII empieza a adiestrar a grupos de absolutistas para que socaven el régimen liberal: entre ellos se encuentra Saturnino Abuín, que organiza una partida guerrillera de 200 jinetes y 600 infantes para "combatir al sistema revolucionario", tal y como él dice. Pero es delatado por un confidente anónimo y las autoridades liberales arrestan a la mayor parte de sus hombres. Por el momento, sus esfuerzos absolutistas se han malogrado.
 


Fernando VII ayuda a los absolutistas. "El Empecinado" sigue fiel a sus ideales.
 

El infame Fernando VII seguía con sus conspiraciones contra el régimen constitucional que tanto destetaba. Uno de sus agentes, Don José Manuel de Regato (diestro urdidor de motines y hábil sumilador) le da un interesante consejo: atraer a la causa absolutista a varios de los más prestigiosos héroes de la guerra contra los franceses, que han llegado ha ser maricales y brigadieres. Seguro es que muchos ex-combatientes ilustres le seguirían. Y comienza a soperar algunos nombres. Del cura Merino puede estar seguro por su condición de sacerdote intransigente; Mina es demasiado bravo e independiente; Julián Sánchez "el Charro" no quiere moverse de Salamanca; Juan Palarea "el Médico" es un hombre desconfiado y difícil de convercer... Entonces, Fernando VII y su esbirro se fijan en "El Empecinado". No es diputado ni se le ha perdido nada en la política y, además, es el más admirado de todos ellos. Fernando VII le sigue admirando y respetando, a pesar de sus ideas liberales. El monarca cree que es una persona ambiciosa y propicia a dejarse halagar o seducir: nada más lejos de la realidad...
Hay que adular y sobornar a Juan Martín para que se pase a las filas del absolutismo fernandino. Con tales fines, Fernando VII envía a uno de sus servidores de palacio camino de Valladolid. Es un hombre discreto, callado, que no ha de levantar sospecha alguna. Debidamente aleccionado y con un documento autógrafo del rey, se dirige en busca de "El Empecinado". Este enviado real se llama Francisco Mansilla, se dedica de manera profesional a la tapicería y es un primo lejano de la madre de Juan Martín. Nada mas llegar a Valladolid, Mansilla le entrega al héroe guerrillero el escrito del que es portador. "El Empecinado" lo lee tranquilamente y, a continuación, el tapicero le expone los innobles propósitos del monarca: Fernando VII le ofrece un millón de reales para armar un batallón y un título nobiliario (el de Conde de Burgos). Al escuhar aquellas proposiciones, "El Empecinado" se enfurece. Su pulso se altera y tiembla de ira ante la sucia oferta. Lanza a su pariente una mirada aterradora y le da esta contestación, digna de un héroe de la Antigüedad:

- Di al rey que si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; que "El Empecinado" la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a su juramento.

Y, sin más, despacha al indeseable emisario con la aspereza que su ofensa merece.
Desde este día, Fernando VII odiará con toda su alma a Juan Martín. Es ese odio de quien intenta comprar a un hombre honrado y no puede lograrlo. A la vez, "El Empecinado" siente cómo se debilita el aprecio y la lealtad que siempre mantuvo hacia el monarca. Es un individuo infame, que desprecia a quienes mejor combatieron contra el invasor en la Guerra de la Independencia. Por desgracia, Fernando VII seguirá dejando notables pruebas de su despreciable conducta...
Días después, "El Empecinado" se traslada a Madrid para resolver un asunto oficial, y durante su estancia en la Villa y Corte se relaciona con diversas personalidades. Más de una noche asiste complacido a la tertulia que en su casa de la Plaza del Celenque mantiene el señor Flores Calderón, en cuyo salón se reúnen hombres tan eminentes como el poeta Manuel José Quintana, el Conde de Toreno, Agustín Argüelles o Tomás Istúriz. Al lado de estos finos caballeros y cultos conversadores, el hercúleo y campesino Juan Martín ha de ofrecer un gran contraste. Pero a todos agrada por su natural espontaneidad, lo expresivo de su decir y el ingenio que con frecuencia muestra. Y le aceptan tal cual es, sin marcar diferencia alguna, y le escuchan con muchísimo interés.
Es en esta tertulia, precisamente, donde "El Empecinado" se gana la admiración de un joven llamado Salustiano de Olózaga, futuro dirigente del Partido Progresista y Presidente del Consejo de Ministros. En 1862, Olózaga recordaría en sus escritos la primera vez que vio a Juan Martín:
 
"Recuerdo, con grande interés y con tanta exactitud como si fuera ayer, el día y la ocasión en que por la vez primera le vi, y le oí, y apenas puedo decir que le hablé, porque ni su natural bondad ni la llaneza de su trato fueron parte para que yo dominase un sentimiento que, mas que de mi propia timidez, nacía sin duda del respeto y veneración que me infundía la presencia de tan distinguido liberal y tan afamado guerrillero".
 

Juan Martín es nombrado Gobernador Militar de Zamora. Resultados de su excelente gestión.
 

No cabe duda: "El Empecinado" es, en aquellos momentos, un hombre querido y admirado por los más relevantes políticos. En breve, nuestro guerrillero de Castrillo verá materializada tanta admiración.
Antes de abandonar Madrid, Juan Martín celebra una entrevista con el Ministro de la Guerra; en la cual ambos enjuician la situación política española y coinciden en la necesidad de reprimir todo brote de oposición al régimen liberal por parte de los reaccionarios. "El Empecinado" manifiesta al prócer su deseo de tener mayor independencia para combatirlos y, como éste confía plenamente en Juan Martín, le nombra Gobernador Militar de Zamora. Contará con tropas suficientes para su misión, pudiendo moverse libremente por las provincias que comprende la Capitanía de Valladolid. "El Empecinado", complacido, marcha a su nuevo destino.
"El Empecinado" llegó días después a Zamora, ciudad que le dispensó un deslumbrante recibimiento: en la calle de Santa Clara se levantó un arco de piedra en su honor, las calles fueron engalanadas, le dedicaron vítores y aclamaron su llegada con una banda de música. La gestión de Juan Martín como Gobernador Civil resultó aceptable, bien trabada en asuntos prácticos, racional y atenta a las necesidades de los zamoranos: dictó normas sobre la forma de organizar y recoger los mercados y ordenó que nadie debía dejar estorbos de noche en la calle o, al menos, señalizarlos con un farol. Tampoco se olvidó de cuidar el orden público: al poco tiempo de ocupar el cargo tuvo que combatir (con exitoso resultado) a los absolutistas que andaban por Toro, agrupados en una partida de 80 jinetes.

« Última modificación: Noviembre 21, 2017, 18:14:27 por Maelstrom » En línea
Páginas: [1] 2   Ir Arriba
  Imprimir  
 
Ir a:  

Impulsado por MySQL Impulsado por PHP Powered by SMF 1.1.12 | SMF © 2006-2009, Simple Machines LLC
SMFAds for Free Forums
XHTML 1.0 válido! CSS válido!