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Autor Tema: La otra versión del 23 F  (Leído 1441 veces)
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Curavacas
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« : Febrero 23, 2006, 05:38:55 »


El 23-F nació en La Zarzuela

Amadeo Martínez Inglés * Coronel

Madrid, dieciséis horas y veinte minutos del día 23 de febrero de 1981: veinte agentes del servicio secreto de la Guardia Civil vestidos de paisano y armados hasta los dientes, que han llegado a los alrededores del Congreso de los Diputados a bordo de cinco coches camuflados, cortan las principales avenidas que llevan al emblemático edificio de la Carrera de San Jerónimo en una rápida e imperceptible «Operación jaula». Su jefe, un teniente del servicio de información del Cuerpo que ha recibido órdenes precisas y directas del jefe de Estado Mayor del mismo, coronel Cassinello, inmediatamente después de montar el operativo entra en el palacio que alberga a los representantes de la soberanía popular y con la ayuda inestimable del sargento responsable de su seguridad exterior, que enseguida se pone a sus órdenes, inspecciona las vías de acceso al hemiciclo y toma nota del número y situación de los policías encargados de su seguridad interior. Una vez concluida su tarea de reconocimiento sale de nuevo a la calle y hace una significativa seña a otro oficial de la Benemérita (un capitán del mismo servicio de información al que él pertenece), que parte raudo hacia el acuartelamiento del Parque de Automovilismo de la Guardia Civil, donde comunicará a Tejero que el objetivo está maduro y listo para ser ocupado conforme a las órdenes recibidas. Así se iniciaba, ahora hace exactamente veinte años, el famoso «golpe del 23-F», la telegénica asonada protagonizada por un chapucero y maleducado teniente coronel de la Guardia Civil que puso a los españoles al borde de un ataque de nervios.Pero cuando se cumple ya el vigesimoquinto aniversario de aquel tragicómico evento, conviene ir dejando tabúes, miedos y censuras (a las que tan dados somos en este país) a un lado y empezar a llamar a las cosas por su nombre. Y lo más necesario y urgente que hay que decir a los ciudadanos españoles, que han permanecido totalmente desinformados e intoxicados todos estos años, que han permanecido interesadamente recluidos por el poder en una espesa nube de ignorancia y secretismo de Estado, es que aquello no fue para nada un golpe militar clásico, una intentona involucionista a la vieja usanza, un ataque frontal contra las libertades y la corona. Aquello del 23-F fue, precisamente, lo contrario: un contra-golpe, una enrevesada operación de salón, una compleja maniobra político-palaciega nacida en los recónditos salones de La Zarzuela y diseñada con toda urgencia para desactivar el verdadero golpe militar, puro y duro, contra la democracia pero, sobre todo, contra la monarquía española, que preparaban para la primavera de ese mismo año 1981 los elementos más radicales del franquismo castrense y la extrema derecha.O sea, para decirlo todavía más claramente: lo que nos han querido «vender» durante veinte años a los españoles, tanto desde el poder político, como desde las instituciones, como desde los medios de comunicación (fieles todos a la voz de su amo) ha sido una solemne mentira, un montaje (incluido el paripé del juicio militar de Campamento), un cuento de Caperucita y el lobo que a bastantes militares (y no precisamente de la extrema derecha, sambenito con el que enseguida intentan descalificar a aquel que se atreve a mentar la verdad) que conocíamos desde el principio cómo se gestó aquella atípica asonada al estar destinados en puestos importantes de la cúpula militar, y que luego hemos investigado a fondo en los cerrados ambientes de sus planificadores y ejecutores directos, nos causó rubor sin límites y descomunal vergüenza ajena.Porque para que una acción militar pueda ser revestida con rigor del siniestro apelativo de «golpe militar» o «golpe de estado» tiene que reunir ciertos condicionamientos básicos. El primero y fundamental es que atente directamente contra la cabeza de ese estado, contra su máximo representante, sea éste rey o presidente de la república, con el afán de destituirlo y poner en su lugar, normalmente, al cabecilla o líder de los sediciosos. Otra segunda condición, esencial en un golpe de estado, es que los presuntos golpistas intenten o tengan previsto cambiar radicalmente el sistema político imperante en el país: casi siempre un régimen de libertades por una dictadura, aunque hay golpes (los menos) que buscan precisamente lo contrario, como la llamada «revolución de los claveles» en Portugal.

Pues bien, nada de eso se dio en la «mascarada tejerina» del 23-F. Tanto los carristas del general Milans del Bosch en Valencia, como los guardias civiles de Tejero en Madrid, daban vivas al rey y obedecían órdenes de los dos generales más monárquicos del país. Tampoco pretendían estos presuntos rebeldes de guardarropía (los tanques de Milans iban desarmados y los reclutas que los conducían parecían más asustados que los propios ciudadanos valencianos) desmontar en absoluto el sistema político imperante en España. Baste recordar que la famosa lista del Gobierno de concentración-unidad nacional que portaba el general Armada en el bolsillo de su guerrera cuando acudió al Congreso (que sí existió, por mucho que lo niegue ahora este desvergonzado ex valido real reciclado en cultivador de camelias) contenía nombres de personas, todas muy demócratas ellas, que militaban en los principales partidos del arco parlamentario español y que habían dado su placet a la solución político-militar que encarnaba el antiguo secretario general de la Casa del rey.

Aparte de estas dos condiciones básicas, los golpes militares, como todo en la vida, tienen sus reglas de ejecución, sus principios reglamentarios, su savoir faire, para que puedan «triunfar» y no devenir en una chapuza sangrienta. Y a ningún militar con ansias de poder, salvo que esté loco de remate o tenga su cerebro más espongiforme que el de mil vacas locas, se le ocurriría jamás empezar un golpe militar a las seis de la tarde; y, además, en el colmo de la insensatez, dejar al jefe del Estado, su teórico primer enemigo, totalmente libre en su palacio y con sus comunicaciones seguras y confortables para que pueda dirigir, a plena satisfacción, el oportuno contragolpe.O sea, para resumir. De golpe militar a España el 23-F, nada de nada. De maniobra de salón borbónica (de «borboneo», para entendernos mejor) para salvar in extremis su corona, sí; de intriga de valido real con pretensiones de ser presidente de Gobierno, también; de chapuza militar por parte de altos militares monárquicos que no supieron hacer bien las cosas y que fueron después, cuando todo salió mal, dejados a los pies de los caballos, también; de cinismo de muchos políticos «demócratas» que se habían comprometido con la llamada «solución Armada» y que luego, tras la alocada actuación de Tejero en el Congreso, miraron para otro lado y se desmarcaron clamorosamente de semejante evento, también.Que hubo suerte al final y la cosa terminó bien. Pues sí, al menos para la mayoría. Y sobre todo para el inexperto monarca que, llorando a lágrima viva y sin saber qué camino tomar en las largas horas de la tarde-noche de aquel recordado veintitrés de febrero de 1981, supo encontrar enseguida a un nuevo valido (el general Sabino Fernández Campo) que le resolviera la difícil papeleta que tenía sobre la mesa ya que los centuriones franquistas, ante el alarmante vacío de poder, parecían dispuestos a adelantar su terrible órdago de mayo.

Los únicos que pagarían un alto precio por su ineptitud o su ingenuidad serían «los suyos» de escasas horas antes, sus fieles y chapuceros militares de palacio, que tendrían que pasarse bastantes años en la cárcel por jugar con fuego, por no enterarse de que un rey, y más si es un Borbón, se debe sólo y exclusivamente a su corona, a su «negocio» como diría un buen día, con la campechanía que le caracteriza, el actual titular en España de semejante anacronismo histórico.


23-F. El golpe que nunca existió Amadeo Martínez Inglés

LOS GOLPES MILITARES no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del Estado, contra el que atentan, en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las Unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar llevan siempre sus “santabárbaras” a tope de munición y sus tripulaciones armadas hasta los dientes; el primer objetivo de los rebeldes en un golpe militar es siempre, siempre, el palacio o residencia oficial del jefe del Estado; los presuntos golpistas en una acción militar contra el Estado nunca, nunca, dejan al jefe del mismo libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el exterior abiertas para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los dirigentes de un golpe militar no suelen ser tan estúpidos como para llamar por teléfono a la suprema autoridad de la nación, contra la que están actuando, para tratar de explicarle sus movimientos futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus órdenes; los primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan siempre en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a más de trescientos kilómetros de distancia; los blindados rebeldes nunca, nunca, salvo que el “general” Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de circulación, todo lo contrario, intentan por todos los medios alcanzar cuanto antes sus objetivos (palacio real o presidencial, palacio de Justicia, centrales telefónicas, de radio, de televisión, Banco central… etc, etc) importándoles un comino los accidentes o bajas entre la población civil; y, por último, es absolutamente improbable que en un golpe militar el líder de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista de su futuro Gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada) formado curiosamente no por militares o civiles golpistas de su entorno sino por políticos pertenecientes a partidos del propio sistema contra el que se está actuando ilegalmente.

Visto todo lo anterior, que además es de elemental sentido común, resulta meridianamente claro a estas alturas que aquí en España el famoso 23-F, del que hoy se cumple su vigésimo primer aniversario, no tuvo nada que ver con una verdadera y tradicional intentona castrense por mucho que, durante años, se haya pretendido presentarlo así a la opinión pública desde los medios de comunicación, desde las propias Instituciones del Estado y desde infinidad de colectivos políticos y sociales, interesados todos en que aquél ridículo y chapucero evento pasase a la historia de este país como “el intento involucionista de un pequeño grupo de militares y guardianes civiles nostálgicos del anterior régimen”.

Efectivamente, si los generales Armada y Milans montaron al alimón un complejo tinglado político-militar al margen de la Constitución (que fue en definitiva lo que salió a la luz el 23 de febrero de 1981) para salvar la corona española (los dos eran fervientes monárquicos) fue pura y simplemente porque su señor, el rey Juan Carlos, perfectamente enterado por los servicios de Inteligencia del Estado (CESID) y la cúpula militar (JUJEM) del operativo golpista (éste sí de verdad) que preparaban para principios de mayo los militares más radicales de la extrema derecha castrense, les pidió con urgencia la puesta en marcha de una maniobra que desactivara, cuanto antes y como fuese, ese peligro real y absoluto que amenazaba en primer lugar a su propia persona, después a su corona, y, por último, al régimen de libertades instaurado trabajosamente en España a partir del 20 de noviembre de 1975.

La operación palaciega (un Gobierno de concentración o de unidad nacional presidido por un alto militar de confianza regia, el general Armada, denominada en todos los ambientes políticos y periodísticos “Solución Armada”), consensuada con los principales partidos políticos y con vocación de pasar por “constitucional”, salió mal entre otras cosas porque su más alto valedor, el rey, víctima de un ataque de miedo insuperable al enterarse por sus ayudantes de la barrabasada de Tejero en el Congreso de los Diputados, se desmarcó inmediatamente de ella a través de un doloroso “coitus castrensis interruptus” que dejó a sus fieles edecanes de palacio y conseguidores reales, señores Armada y Milans, con el trasero al aire, con el plumero de sus uniformes de gala bien visibles y, en definitiva, con todas las papeletas para pasarse una larga temporada a la sombra en alguna no demasiado lóbrega prisión militar.

Aunque hay que reconocer, en honor a la verdad, que la chapuza borbónica resultaría al final muy provechosa para el sistema democrático español y para desmontar definitivamente el franquismo latente en los cuarteles. Esto fue así, por mucho que durante veinticinco años a los españoles de a pie se nos haya venido contando una historieta de buenos y malos, de demócratas y fascistas, de militares y civiles, de vencedores y vencidos, de militares golpistas nostálgicos del anterior régimen (que los había y muchos pero que afortunadamente no llegaron a actuar ese emblemático día de febrero de 1981) y, sobre todo, de un señor con corona, valeroso e inteligente como pocos (aunque luego se ha sabido que su santa esposa lo pilló llorando a moco tendido en el dormitorio regio después de lo de Tejero) que, con un breve (aunque tardío) mensaje televisado a la nación, lograría salvar in extremis a España de una nueva dictadura militar.

Demasiado bello todo para ser verdad. La historia, la historia de este país, como todas, debe de estar basada en la verdad, no en montajes ni en componendas mediáticas e institucionales. Y la verdad, todos lo sabemos, es muy tozuda y siempre sale a la luz. Aunque le cueste decenas de años.

Y la verdad, en este desquiciado evento del que hoy se cumplen veinticinco años, es que nunca fue lo que muchos quisieron que fuera sino una chapucera maniobra palaciega montada desde La Zarzuela para salvar la monarquía española de las iras de los poderosos generales franquistas que amenazan el sistema en su conjunto. Así de claro y así de sencillo. Y al rey Juan Carlos, digámoslo de una vez por todas, en ningún momento de aquella trascendental tarde-noche le tocó interpretar el papel de superman, de capitán Centella o de guerrero del antifaz, sino el de un asustado monarca que tuvo que refugiarse, una vez más, en sus fieles válidos de palacio para que le resolvieran la peligrosa papeleta política que él mismo, un tanto irresponsablemente, había colocado sobre la mesa.
Amadeo Martínez Inglés es coronel del Ejército
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Viva Padilla alguien grita
nadie su voz sofocara
que amapola comunera
en todo el trigal se ampara
A_MANCHICA
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« Respuesta #1 : Febrero 23, 2006, 05:47:51 »


Amadeo Martínez Inglés es el Coronel que se coló en la boda del Príncipe de Asturias y salió en la tele diciéndolo.
No me he leído la parrafada, pero seguro que estará algo "hinchada".
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Torremangana
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« Respuesta #2 : Febrero 23, 2006, 06:58:38 »


Fama de payasete si tiene. Un militar q dice "tanque" en vez de carro de combate pues como q no.

Querrá vender su libro, como Umbral.
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