Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo dÃa para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenÃan adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecerÃa el negarse groserÃa, o por lo menos ridÃcula afectación de delicadeza.
Andábame dÃas pasados por esas calles a buscar materiales para mis artÃculos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendà varias veces a mà mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacÃa reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraÃda y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraÃdos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espÃritu, ¿qué sensación no deberÃa producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendÃ) a un grandÃsimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante? No queriendo dar a entender que desconocÃa este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda habÃa creÃdo hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el dÃa, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podrÃa ser, y sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oÃrme, suelta sus manos, rÃe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquÃ! ¿Sabes que mañana son mis dÃas?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F..., ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un dÃa malo, dije para mÃ, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaÃdo, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo cómo podÃan entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su paÃs. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purÃsimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mÃa, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonÃa, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresÃa, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que asà se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darÃan cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocÃa ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un dÃa de dÃas en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los dÃas; no hablo del inmenso cÃrculo con que guarnecÃa la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frÃo que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mÃ, el señor de X., que debÃa divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, habÃa tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien habÃa de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenÃa un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mÃa.
-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oÃdo-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, FÃgaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras Ãntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quÃtate el frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondÃ, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta mÃa; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sÃ, sÃ, ¡mi chaqueta! Toma, mÃrala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirÃan comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creÃa hacerme un obsequio!
Los dÃas en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesÃa; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los dÃas del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; asà que se habÃa creÃdo capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrÃan comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados Ãntimas relaciones entre sà con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salÃa de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo asÃ, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los dÃas, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mÃ; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.

