El campo de Castilla la Vieja es ya literatura. Para comprobarlo suben las gentes al Mirador de Campos, en Autilla, a unos kilómetros de Palencia. Por los lejanísimos bordes sangra la tarde y se amorata el cielo. El espíritu entra aquí en combate con la llanura en ansias de infinitud.
Castilla la Vieja es una tentación literaria, una propensión a la estética, pero también, con frecuencia, una invitación a la fuga de la realidad: la de los pueblecitos esparcidos sobre este inmenso mantel, como rebojos de pan o sobras de un festín que quizá tuvo lugar alguna vez.
De Castilla se ha hecho un absoluto estético que oculta el absoluto desastre material: los veintidós habitantes por kilómetro cuadrado en Palencia no dicen nada sobre el envejecimiento de la población. Castilla ha sido instrumentalizada para la fabricación de mitos nacionales y para la construcción del resto de España. Eso sí, el instrumento se ha ido tornando cada vez más escueto, traslúcido casi, pura idea. Unas veces se recurrió a él para extraer el mínimo de nacionalismo que se consideraba necesario y otras para culparlo, por lo mismo, de los males colectivos. Un día Castilla la Vieja podría llegar a despoblarse del todo y aún se la seguiría utilizando: pura tierra, bien o mal mostrencos, según los casos.
La propia memoria de Castilla ha sido maltratada. Tardíamente los historiadores han restaurado el sentido de la Revolución Comunera. Por los campos que se avistan desde este mirador corrió la rebelión antiseñorial y democrática. En las cercanías de Villalar terminó para siempre la Castilla que se había ido construyendo desde el mozarabismo.
« Vierais todos aquellos campos de Villalar llenos de armas y cadáveres. Fue mayor el número de muertos que el de combatientes », escribía en latín Juan de Maldonado en su informe al Rey. No sólo en Villalar fue vencida Castilla, sino en la memoria histórica -doble derrota-, ya que la gesta fue posteriormente desfigurada. A partir de entonces, Castilla pasó a la disciplina del nuevo Estado y fue desangrada en nombre del Imperio. Pero, aun mortecina, podía dar más de sí misma. Y a ella acudieron, después del Desastre, los hombres del 98, periféricos ellos, para rebuscar entre sus cenizas, para encontrar respuestas ante tal desgracia. En las formas se buscaban resortes ascéticos; en las tierras, recursos místicos. Los del 98 inquirían en la sumisión de estas gentes un poco de fe; en las ruinas, materiales para el edificio nacional; en los clásicos, un poco de luz:
« Ruinas perdidas en el campo / que lecho de mar fue antes de hombres », escribió Unamuno. Los hombres de los pueblos de Castilla la Vieja se derrumban sonoramente, son como ríos que van a dar a la muerte: Villalcázar de Sirga, Carrión de los Condes, Cervera del río Pisuerga, Paredes de Nava, Espinosa de Villagonzalo o, en otras provincias, Madrigal de las Altas Torres, Peñaranda de Duero, Salas de los Infantes...
La instrumentalización ideológica de Castilla – por que la material ya resultaba imposible – proseguiría en las vísperas de la Guerra Civil última y aún después de ella. El pensamiento conservador y autoritario convirtió los andrajos en uniformes negros y capas pluviales. El centralismo rebañó de hombres la Meseta pero, aun así, Castilla la Vieja seguía apareciendo como la protagonista de la opresión de los otros pueblos hispánicos, ella corita y aterida de frío.
Chivo expiatorio, en sus espadañas han colgado todos los trapos sucios de la historia colectiva española: los de la Inquisición, los de la intransigencia, los del casticismo, los del despotismo no ilustrado...
Esta imagen tan escasamente sugestiva e irónicamente sostenida por su inanidad demográfica y económica, no iba a dejar de hacer mella en los propios castellanos. Una injustificada culpabilización colectiva. Por ello, cuando llegó la democracia y con ella el reparto autonómico, cundió un movimiento centrífugo, de desagregación, de desafección. Se le regatearon a Castilla la Vieja los propios límites de su concepto. Hubo quienes pretendieron que Segovia dejara de ser parte de ella. Y muchos leoneses, del mismo León, soportan hoy de mala gana la compañía de Castilla la Vieja en la misma comunidad.
Desde el Mirador de Campos, el paisaje va transfigurándose a medida que cambia la luz de la tarde. La belleza comienza a producir una especie de angustia. Pero advierto que este estado de ánimo no está exento de un viejo y dolorido sentir.
César Alonso de los Ríos -
"Palencia, alta es Castilla" (Los libros del tren / RENFE, 1988)