Un par de artículos para los que dicen que Euskal Herria no existe.
Tomás Urzainqui (La Navarra marítima) 32.002-9-18an:
La falsificación imperialista de Sancho III “El Mayor”
En estos últimos días los tercios literarios, tras el toque reglamentario, han iniciado una nueva contraofensiva, dirigiendo esta vez sus hoscos arcabuces contra el bien pensado monumento que el Ayuntamiento de Hondarribia (Fuenterrabia) va a levantar al rey Sancho III el Mayor en el centro de lo que fueron sus dominios, desde el Garona hasta el norte de la cordillera ibérica (Garrai-Montes de Oca-Atapuerca), en medio de toda Vasconia, entre la continental y la peninsular.
Sancho III reinaba en un territorio que en más de las dos terceras partes era norpirenaico, siendo el resto la parte más pequeña la surpirenaica, Pamplona (incluida Araba, Bizkaia, Gipuzcoa), Nájera (La Rioja Alta) y las tierras surpirenaicas centrales (Aragón, Sobrarbe, Ribagorza y Pallars). Los musulmanes dominaban la Ribera, incluida Tudela y el Valle medio del Ebro.
En tiempos del citado Rey de Pamplona Sancho III (1004-1034) llamado “El Mayor”, España era musulmana y entonces se adjudicaba el nombre de hispanos a los musulmanes de la península ibérica.
Como se refleja en el Códice de Roda, del año 992, el Reino de Pamplona tenía su propia legitimidad, centralidad y territorialidad circumpirenaica, figurando de manera preferente los reyes de Pamplona y a continuación dependiendo de ellos los condes de Aragón, Pallars y Gasconia. Sin mención alguna a los reyes de León ni al Conde de Barcelona, en cambio sí habla de los condes de Toulouse y a los reyes francos. El vasallaje posterior y coyuntural de los condes de Castilla y Barcelona y del rey de León, bajo la protección del rey vascón, no supone una modificación del Reino de Pamplona.
Sancho III gobernaba sobre toda Vasconia, tanto la norpirenaica como la surpirenaica, en esta última con la excepción de las tierras ocupadas por los musulmanes. En cuanto a que era rey y emperador de España es otra de las imposturas históricas interesadas.
El Rey de Pamplona Sancho III el Mayor sostuvo una organización jerárquica con una sumisión de Barcelona, Castilla y León a Pamplona, pero sin una idea de imperio medieval, como ha querido ver Ramón Menéndez Pidal. Gran parte del siglo X se desarrolla con la sumisión de León a Pamplona en contraposición de lo sostenido falsamente por la historiografia española sobre una Pamplona como vasalla del supuesto «Imperio» leonés.
Con cierta periodicidad afloran, de forma recurrente, los tópicos historiográficos que constituyen las falsarias bases del folclore político español. Uno de ellos, junto con los de la hispania visigótica, la cuna del español y los reyes católicos, es el supuesto testamento de Sancho III “El Mayor”.
En tan fantástica historiografía se repite como algo básico que los reinos de Castilla y Aragón nacieron por un testamento del Rey de Navarra, Sancho III el Mayor, quien habría dividido su reino al morir. Dicha falsedad repetida desde el siglo XII ha influido en la conformación de dicha creencia absolutamente errónea.
Los historiadores españoles, Ramón Menéndez Pidal y Justo Pérez de Urbel, se convirtieron en adalides de esta patraña. La visión de estos dos autores, como han probado José Mª Lacarra y Antonio Ubieto Arteta, se basa en el examen de una documentación, que no distingue los documentos originales de las copias, los auténticos de las falsificaciones y que en el caso de Justo Pérez de Urbel presenta incluso el fallo de la carencia de una edición crítica de cada texto.
«Lo cierto es -continúa Lacarra- que la tradición jurídica pirenaica -establecida ya en el siglo X por la dinastía de Sancho Garcés- se basaba precisamente en la no desintegración del Reino, es decir, en trasmitir al sucesor todos los territorios. En el Reino de Pamplona territorios distantes como Aragón y Nájera se mantienen bajo las mismas riendas a la muerte de Sancho Garcés I (905-925). Ahora bien, aún cuando el primogénito era el único que heredaba los bienes patrimoniales, es decir, el Reino, con los acrecentamientos que éste hubiese obtenido, el deseo de dotar a los demás hijos había introducido la costumbre de constituirles un patrimonio con bienes territoriales que podían trasmitir a su herederos, aunque sin desvincularlos del Reino, ya que éstos estaban sometidos a la fidelidad debida al Soberano, y los bienes eran tenidos "sub manu" del primogénito».
Sancho III el Mayor no tuvo que adjudicar nada a su hijo Fernando en forma testamentaria, ya que el condado de Castilla lo había recibido éste, en 1029, directamente por los derechos de su tío el «infant» García, derechos que habían correspondido a la madre de aquél doña Mayor.
Concluye Lacarra «Ramiro recibió, en vida del padre (Sancho III el Mayor), unos territorios para gobernar en “tenencia" o por delegación suya, que en parte coincidían con el antiguo condado de Aragón, a los que se agregaron otras tierras y tenencias repartidas también entre Pamplona y Castilla. Pero Ramiro, al igual que se había hecho en el siglo anterior con el supuesto "rey de Viguera", aún cuando podía trasmitir estos bienes a sus descendientes, quedaba sometido a la suprema autoridad y lealtad de su hermano primogénito García el de Nájera, a quien algún documento designa como "príncipe por la gracia de Cristo en Pamplona", mientras que a Ramiro y Gonzalo califica sencillamente de "regulos" en Aragón y Sobrarbe. Otros documentos de Pamplona aplican tanto a Ramiro I como a su hijo Sancho Ramírez, el calificativo de "a modo de rey" (quasi pro rege in Aragone), aunque lo normal es que se les dé a ambos el título de rey, según era costumbre en la dinastía pamplonesa dar a los hijos de los reyes».
La primera vez que se recoge la falsa versión del sedicente testamento de Sancho III el Mayor, otorgado entre sus hijos antes de morir, con el reparto de los reinos, es de más de un siglo después de su muerte. Así el supuesto reparto de origen legendario aparece citado inicialmente en la Crónica del monasterio castellano de Santo Domingo de Silos pensando en la contemporánea política exterior del rey de Castilla Alfonso VII, redactada a mediados del siglo XII, después surge en la Crónica Najerense. Tal falso reparto testamentario se precisa interesadamente en la narración que señala lo supuestamente ocurrido tras la muerte de Alfonso I el Batallador, es decir, un siglo después de la muerte de Sancho III el Mayor, donde se habían fijado entre los reinos de Aragón y Pamplona las fronteras que a su vez también supuestamente había establecido el rey Sancho III el Mayor.
En tiempo de Ramiro I los límites del dominio del Rey de Pamplona incluyen en su interior las comarcas de Arrosta (Ruesta), Petilla y los nacimientos de los ríos Arba de Luesia y Biel. Mientras que Ramiro I, siempre dentro de la unidad del Reino de Pamplona, se adjudica la zona comprendida entre la villa de Martes, al oeste, y Matirero, al este, con los castillos de Cacabiello, Agüero, Murillo y Loarre, al Sur, límites que incluían el viejo condado de Aragón, Sodoruel, Val de Rasal, y el Serrablo. Gonzalo se adjudicó los condados de Sobrarbe y Ribagorza, más la ribera del Cinca y Tierrantona, desde Matirero, al oeste, hasta Llort (Espot) al este, lindero con el condado de Pallars.
Los notables que en Vadoluengo pretendidamente fijaron las mugas entre Pamplona y Aragón en 1135 no la división del Reino, necesitaron dar cierta autoridad a la línea de demarcación que ellos habían decidido, y se la inventaron mediante su atribución a alguna supuesta división hecha cien años antes por el Rey de Pamplona Sancho III el Mayor, ya que habían oído que el gobierno de la tierra de Aragón lo había adjudicado Sancho III el Mayor a su primogénito natural Ramiro.
La necesidad de precisar esa muga iba a hacer surgir una supuesta y falsa división de estados cien años antes por Sancho III el Mayor.
Tal supuesta división estaba en relación directa con la política de profunda intromisión seguida por Alfonso VII de Castilla, el autoproclamado Emperador, con respecto a Pamplona y Aragón, política que culmina tras una larga guerra con la separación en dos reinos en 1150. Unieron el mito de la separación con las leyendas épicas que hablaban de un supuesto adulterio de la esposa de Sancho III el Mayor, Dª Mayor. Así se sostenía que la división se produjo en igualdad de circunstancias, todos los hijos serían reyes, en reinos distintos, algo que es absolutamente falso.
Sin embargo, los documentos existentes demuestran con toda precisión que Sancho III el Mayor no dividió el Reino, que quedó en su totalidad bajo el dominio de su primogénito legítimo García el de Nájera.
El monarca navarro Sancho III el Mayor no repartió la «potestas», el mando, el gobierno sobre esos territorios. Se confunden dos conceptos como son el «territorium» y la «potestas». Sancho III el Mayor podía dar sus tierras como dueño particular de las que tuviere en Aragón, desde Vadoluengo hasta Matirero, sin dar por ello la «potestas» que como rey tenía sobre esas tierras.
Al morir Sancho III el Mayor, García el de Nájera se encontraba en Roma; en Castilla Fernando continuó sus funciones administrativas como Conde, bajo la «potestas» del rey de Pamplona su hermano Garcia; igualmente en Aragón, Ramiro se encontró en las mismas circunstancias, como dueño de unas tierras, pero supeditado al rex Garcia el de Nájera.
Hoy en día, en cuanto los que ostentan el poder cultural deciden tocar cualquier punto de la cultura dominada de Navarra, surge el esperpento y se descubre la impostura. Hace un par de años fue la cacareada “reforma de las humanidades” presentada a bombo y platillo en el Monasterio de San Millán, pues se basaban en la supuesta cuna del idioma español, falsedad que pronto quedó a la vista. Ahora de nuevo vuelven a la carga con el imaginado agravio al “emperador” Sancho III el Mayor.
Estos gobernantes tienen un irresoluble problema, pues toda su cultura política descansa sobre las arenas movedizas de una gigantesca impostura. Dicha debilidad les lleva a adoptar actitudes en lo histórico-cultural, dogmáticas, autoritarias y agresivas.
Tomás Urzainqui Mina
Va de falsarios (beleak usoari) Xabier Kintana Urtiaga
EL CONOCIDO político navarrista Jaime Ignacio del Burgo acaba de publicar su última obra, el ocaso de los falsarios, en una generosa tirada de 20.000 ejemplares. Este libro, presentado recientemente en Bilbao con la destacada asistencia, entre otros, del presidente del Foro de Ermua, muestra su portada, a modo de aclaración, los rostros del lehendakari Ibarretxe y de los políticos Xabier Arzalluz y Arnaldo Otegi, todos con gestos poco amables e impresos sobre el fondo agonizante de una bandera vasca.
Comenzando por las formas, uno no puede menos que echar en falta algo que aunque, en la actual incultura política del ‘‘todo vale’’, no esté muy de moda, no por ello deja de ser uno de los pilares de la convivencia social humana: la educación y un mínimo sentido del protocolo, ya que no parece demasiado elegante motejar de falsario, solamente por motivos de animadversión ideológica y sin aportar para ello ninguna prueba irrefutable, al presidente electo de una comunidad autónoma, ofendiendo así a todos los ciudadanos a quienes democráticamente representa.
Y todo ello sin venir a cuento, ya que a lo largo de todo el libro no creo haber encontrado ni una sola cita del lehendakari, ni tampoco de Arnaldo Otegi, siendo también muy escasas las atribuidas a Xabier Arzalluz. Lo mismo cabe decir de la manipulación degradante que se da en la portada a la enseña de todos los vascos.
Siguiendo con las formas, ya que entiendo que son éstas las que nos permiten adentrarnos en los contenidos, me resulta particularmente significativo que el autor escriba sistemáticamente el nombre de una de las personas más citadas en su obra, el recientemente fallecido académico Federico Krutwig Sagredo, hombre harto conocido, con la incorrecta grafía Kruzwig. Ello deja bien claro el rigor científico del autor, al tiempo que proyecta dudas más que razonables sobre el escrúpulo y precisión utilizados por don Jaime Ignacio a la hora de manejar otros datos más alejados en el tiempo.
Dejo de lado, por inútil, la discusión sobre la interpretación de la historia de Navarra que nos plantea el autor, siguiendo fielmente a su padre, don Jaime del Burgo, a su vez continuador de la línea nacionalista española de J. M. Doussinague y Víctor Pradera. Esta corriente, opuesta a la institucionalista del Príncipe de Viana, Moret, Campión y Alli, entre otros, siempre ha enjuiciado las vicisitudes históricas del reino con el convencimiento de la predestinación histórica de Navarra a diluirse providencialmente en el ente español, algo que debe quedar siempre por encima de las distintas opciones temporales que los propios navarros hayan tenido o puedan tener sobre su futuro.
Sin embargo, que en este tema otros historiadores discrepen profundamente de la versión al uso, panegírico tradicional y escolar de la Historia de España, no le quita en absoluto a don Jaime Ignacio su derecho a aceptarla como dogma de fe inamovible. Tampoco merece la pena detenerse mucho en un texto en el que el autor menciona continuamente citas ajenas descontextualizadas e incompletas, -a veces incorrectamente traducidas-, sin apoyarlas nunca en referencias bibliográficas comprobables, suponiendo, una y otra vez, en la mente del adversario las ideas más malignas, que al no haber sido jamás expresadas por ellos, rayan en calumnia.
Esto llega al paroxismo en una hipotética conversación imaginaria mantenida por el autor, en calidad de negociador virtual del Estado, con unos fantasmágoricos representantes de ETA, en la que él mismo responde por éstos a las preguntas que les formula, dando lugar a un monólogo tan pueril como surrealista.
No obstante, como vasco y miembro de Euskaltzaindia, no puedo menos que salir al paso, a nivel estrictamente personal, de algunas lamentables afirmaciones que el señor del Burgo ha vertido en su libro sobre nuestro país y su lengua. La primera es que «Euskal Herria no existe» (pág. 113), ni ha existido jamás, ya que él no conoce ningún estado histórico que lleve ese nombre. Una afirmación así, para cualquier persona de cultura, equivaldría a decir que Jesús de Nazaret no existió porque nunca se ha encontrado su partida de nacimiento; o que, hasta la creación de sus respectivos estados independientes modernos, no puede hablarse de la existencia de los marroquíes, argelinos, vietnamitas, israelitas, checos, eslovenos, eritreos, estonios, georgianos o armenios.
Resulta ridículo supeditar la existencia de una nación a su constitución como estado independiente, ya que, de acuerdo con ello, tampoco hoy existirían el Tíbet, Quebec, Palestina o los pueblos lapón, maya, guaraní, inuit o saharaui. En el caso concreto vasco, uno puede argumentar con razón que el neologismo Euzkadi fue inventado hace un siglo por Sabino Arana y que su realidad política no se concretó hasta el estatuto de autonomía de 1936, con una territorialidad limitada a Alava, Bizkaia y Gipuzkoa.
Pero negar la existencia anterior del concepto étnico y cultural de Euskal Herria es pura y simplemente una evidente manifestación de ignorancia o un deseo de ocultar la verdad, algo imperdonable en quien trata de presentarse como historiador objetivo y veraz, que moteja a otros de falsarios. La palabra Euskal Herria es la forma histórica más antigua, más popular y viva que existe en euskara para denominar nuestro solar geográfico y a su colectividad humana, traducidos como Vasconia o País Vasco, y desde tiempo inmemorial ha sido utilizado con rara unanimidad por todos los vascoparlantes de ambas vertientes del Pirineo.
Junto con euskalduna, literalmente ‘hablante de la lengua vasca’ es un derivado de la palabra euskara. Estos dos últimos términos aparecen ya citados expresamente en el año 1545 en la primera obra vasca impresa, escrita por el navarro Bernard Etxepare.
Unos años después, en el prólogo a su famosa versión del Nuevo Testamento de 1571, Joanes Leizarraga, sacerdote al servicio de la reina de Navarra Joana de Albret, habla explícitamente de los vascos como nación (segur içanez ecen Heuscaldunac berce natione gucién artean ezgarela hain bassa... «estando seguro que los vascos, entre todas las otras naciones, no somos tan bárbaros...»), cita también al euskara y llama Euskal Herria a su país.
Por cierto, sepa el señor del Burgo que la denominación vasca Nafarroa, nombre «horrendo» de invención reciente, según él (pág. 91), lo utiliza ya repetidas este mismo autor labortano (...çure Naffarroacco resuman ere Satani guerla eguitera... «a declarle la guerra a Satán también en vuestro reino de Navarra»).
A más abundamiento, un siglo más tarde, en 1643, el también navarro Pedro Axular, en su libro Gero nos describe detalladamente los territorios que componen Euskal Herria, por este orden: la Alta Navarra, la Baja Navarra, Zuberoa, Lapurdi, Bizkaia, Gipuzkoa y la tierra de Alava.
A la luz de estos y otros muchos datos similares, salta a la vista que, mucho después de haber perdido en el siglo XIII su anterior unidad política bajo la corona navarra, los vascos han sabido mantener a lo largo de su historia una clara conciencia de ser miembros de una misma continuidad lingüística, de pertenecer a una misma nación cultural. Y todo esto siglos antes de que Sabino Arana plantease la creación de un estado vasco independiente.
Esta es la clara evidencia histórica que nos muestran los textos, y que el señor del Burgo parece querer ignorar. Porque, una cosa es oponerse a la independencia del País Vasco, aunque ésta sea una opción democrática tan respetable -siempre que se trate de acceder a ella por vías pacíficas- como pensar que para garantizar la pervivencia del pueblo vasco pueda ser suficiente una amplia autonomía política o tal vez formar parte de una federación española que, puestos a inmiscuirse en asuntos ajenos, podría completarse con la creación de un departamento autonómico aceptable para los vascos norpirenaicos, aunque algunos políticos españoles, sin duda con la mejor de las intenciones, prefieran alentar precisamente lo contrario.
De cualquier manera, otra cosa muy distinta es empeñarse en negar la propia existencia de la nación vasca, algo que, aunque a regañadientes, reconoce incluso la constitución española actual. Lo digo porque a lo largo de su libro parece que don Jaime Ignacio sigue la vieja táctica de negar la existencia misma del adversario o del problema, que, en tiempo de Franco, siempre era citado con los epítetos tendenciosos de «el (auto)denominado», «el mal llamado», «el supuesto» o «el pretendido», para llegar lógicamente a la tan ingeniosa como estéril conclusión de que no se pueden resolver conflictos que no existen.
Sin embargo, al igual que las heridas mal curadas, también los asuntos no solucionados, aunque se quieran ignorar, acaban por enconarse. Merecen una mención especial las consideraciones del señor del Burgo sobre el euskara. Por una parte, en afirmaciones tan paternalistas como contradictorias, nos dice no tener nada en contra de la lengua vasca en Navarra, siempre, ¡claro está! de que ésta se circunscriba a su forma dialectal y local, propia para las meras relaciones familiares o vecinales, ya que ese es el único rango que puede concederse a una lengua «rural y primitiva, incapaz de competir con el latín y de evolucionar hacia formas más avanzadas» (pág. 82), lamentando que «a los nacionalistas no les interesan los monumentos lingüísticos del pasado, hechos para disfrute de filólogos de lenguas muertas, sino la implantación de un modelo lingüístico único que pueda servir como idioma nacional y alternativa real al castellano». (Pág. 84).
Consideraciones, supongo, que habrán sido muy tenidas en cuenta por sus correligionarios del ejecutivo navarro a la hora de restringir el uso del euskara en la administración y de retirar de la rotulación vial bilingüe la presencia del idioma más antiguo de Navarra, precisamente en el año internacional de las lenguas europeas. Con cierta magnanimidad, a finales de los setenta aún se podría disculpar a Adolfo Suárez por dudar de la capacidad del euskara para convertirse en lengua de cultura universitaria, pero mantener esa misma postura veinte años más tarde, cuando es público y notorio que en la Universidad del País Vasco casi el 50% de las asignaturas se imparten ya en ese idioma, es, por decirlo elegantemente, una lamentable carencia informativa y una grave falta de rigor intelectual. Su retroceso y marginación, según él, se deben a su «incapacidad intrínseca para ser considerado idioma de cultura, al menos hasta que llegó el batúa» (pág. 87).
Sorprende mucho la incongruencia que supone dudar de la capacidad del euskara para transformarse en vehículo cultural, y al mismo tiempo lamentarse porque lo haya conseguido en forma de euskara batua, esto es, por su plasmación literaria y estándar para esa tarea. Pero lo que resulta, no ya «políticamente incorrecto» sino una mentira burda y descarada, es tener el desparpajo de afirmar, a estas alturas, que «una de las mayores falsedades acuñadas por el nacionalismo ha sido la idea de que durante el régimen franquista el vascuence fue tan duramente perseguido que hubo de refugiarse en las catacumbas, razón por la que estuvo a punto de desaparecer. Y esto no es verdad» (pág. 85). Al no haber tenido bastante con el sistema escolar unilingüe castellano del anillo, las multas y castigos por hablarlo en público -todavía recuerdo la sonora bofetada que me propinó un guardia civil en 1964 cuando conversaba en euskara en la calle con un amigo-, la erradicación de todo lo escrito en nuestra lengua -hasta en lápidas de los cementerios-, la prohibición legal de utilizar nombres vascos, los impedimentos administrativos para las publicaciones y medios de comunicación en euskara y las grandes dificultades para la legalización de las ikastolas, todavía hoy estamos asistiendo en Navarra y en el País Vasco bajo administración francesa a todo tipo de restricciones e impedimentos legales para su uso en la administración y en la enseñanza.
Todo ello inexistente, a juicio del señor del Burgo, quien, para aportar su granito de arena a esta campaña de desprestigio, se permite difamar gravemente a la generalidad de los enseñantes y funcionarios navarros que trabajan por el euskara, acusando además a las ikastolas de ser los semilleros del terrorismo vasco: «Eso es lo que se siembra, se quiera o no, en muchas ikastolas» (Pág. 91 a 94).
Esto, salvando las evidentes distancias, le suena a uno como esa sarcástica y reiterada negación del holocausto judío por parte de los neonazis, como remedo de la conocida e hipócrita obsesión franquista de acusar a los propios vascos de bombardear e incendiar Gernika. Considero que refocilarse con el dolor, la humillación, la marginación y los sentimientos ultrajados de las personas es una perversión ética absolutamente impropia de seres humanos cabales y civilizados.