Aquà van unos textos, que no sé si habré puesto antes, de Unamuno. Si ya los conocéis, no está de más volver a ver las cosas que pensaba este hombre sobre castilla:
BRAGA
Ya estoy en Braga. La entrada por el arco de la puerta nueva me hace esperar otra cosa. Y me encuentro con que la antigua Bracara Augusta de los romanos, completamente modernizada, carece de carácter. Es una ciudad agradable y trivial. Lo que no es trivial, rara vez agrada a primera vista.
Sus largas calles, sus plazas, sus rocÃos, sus caas con azulejos; una de tantas ciudades de provincia.
No, no tiene ese aire solemne y señorial de las viejas e incomparables ciudades castellanas, las de más carácter de la PenÃnsula toda. Si os gusta lo agradable, lo mimoso, lo alegre, visitad esto: AndalucÃa, Galicia; pero si alguna vez os abrió los ojos la poesÃa de los siglos, id a Toledo, a Ãvila, a Segovia, a Salamanca, a Zamora, a las pequeñas ciudades y villas castellanas y leonesas, revestidas de la austera nobleza de sus piedras seculares. Cierto es que no son para el gusto de los especieros enriquecidos; mas esto mismo las realza.
LA VERA
Los que hablan de Castilla, León y Extremadura , como si no fuesen más que pelados parameros, desnudos de árboles, abrasados por los soles y los hielos, áridos y tristes, no han visto estas tierras sino al correr del tren y muy parcialmente. Donde en estas mesetas se yergue una sierra, tened por seguro que en el seno de ella se esconden valles que superan en verdor, en frescor y en hermosura a los más celebrados del litoral cantábrico. Por mi parte prefiero los paisajes serranos de Castilla y Extremadura. Son más serios, más graves, más fragosos, menos de cromo. Están además, menos profanados por el turismo y por la banal admiración de los veraneantes.
Al llegar acá, a Castilla, cuyos campos representan no poca semejanza con lo que nos dicen ser la pampa, me hablaban todos de la tristeza y fealdad- confunden lo triste con lo feo – de esta campiña sin árboles ni arroyos, y me ponderaban la belleza del paisaje de mi tierra vasca. Y les sorprendÃa oÃrme decir que prefiero este paisaje amplio, severo, grave, esta única nota, pero nota solemne y llena, como la de un órgano, a aquella sonata de flauta de tres o cuatro notas verdes, de un verde agrio. Estos pueblos terrosos, que parecen excrecencias del terreno o esculpidos en él, me dicen más que aquellas casitas blancas, con sus tejados rojos, que se ve han sido puestas por el hombre en aquellos vallecitos verdes. O la montaña bravÃa, la de los Pirineos o los Picos de Europa, o la llanura. Pero también me gusta recogerme en aquellos mis vallecitos vascos, que atraen y retienen como un nido.
El follaje de estas pardas encinas de Castilla, de estos árboles solemnes que brotan de la roca misma, de las entrañas de la Tierra, es inmoble al viento, es apretado y denso, y es perenne. No cae en invierno, como el follaje más blando y más movedizo de los robles. La encina parece un árbol férreo, ni el vendabal la dobla y la sacude, como hace estremecer al chopo la más ligera brisa. Y denso, inmoble y perenne es también el follaje de piedra de estos viejos monumentos salmantinos.