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Polémicas artificiales sobre la simbología cántabra
BERNARDO COLSA LLOREDA/PRESIDENTE DE ADIC
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Recientemente ha aparecido en este medio de comunicación un comentario editorial que valora como polémica una iniciativa promovida por la Asociación que presido y financiada en parte por la Consejería de Cultura que creemos merece la pena ser aclarada para evitar cualquier tipo de malentendido y no generar trifulcas dialécticas artificiales, anacrónicas y excesivamente tendenciosas. El hecho en cuestión es que durante este próximo otoño tenemos intención de llevar a cabo una exposición itinerante que trata de divulgar un aspecto un tanto desconocido de la historia reciente de nuestra Comunidad, el relativo a su simbología. Y todo por un motivo, porque se cumple este año el trigésimo aniversario de las iniciativas organizadas en favor de la consecución de la autonomía para Cantabria, iniciativas que supusieron, entre otras cosas, la adopción de una simbología determinada para Cantabria, que es precisamente lo que se trata de divulgar, no otra cosa.
Se trata, en definitiva, de mostrar un aspecto de nuestra reciente historia un tanto desconocido del que nuestra asociación fue testigo directo y uno de sus principales impulsores. A grandes rasgos, lo que difundimos es por qué la actual bandera de la Comunidad Autónoma de Cantabria es blanca y roja y por qué es ésta la bandera, narrando lo que desde nuestro colectivo vivimos en aquella época para que forme parte de la colectividad, algo que no sólo no es polémico, sino que, más bien, a nuestro juicio, es enriquecedor.
La enseña oficial de la Comunidad Autónoma tiene su origen como consecuencia del proceso de reivindicación autonómico acaecido tras la muerte de Franco. En ese momento Cantabria revivió su sentimiento identitario y comenzó a articularse en la sociedad civil distintos colectivos favorables a la autonomía. Entre ellos se fraguó el Organismo Unitario, que fue un grupo que aglutinaba a fuerzas políticas ligadas a la izquierda, sindicatos y colectivos culturales y cantabristas a favor de la consecución del autogobierno político para Cantabria. En su seno llegó el momento de plantearse la adopción de la bandera de Cantabria. En un primer momento se rumoreó que la de la Asociación para la Defensa de los Intereses de Cantabria -ADIC-- de colores verde, gris y azul fuera la elegida, pero pronto se desechó la misma por parte de la Junta Directiva de esa asociación. Al final se discutieron dos posturas, la del 'cántabro' 'lábaru' o 'lábaro' sostenida por el colectivo 'Cantabria Atropá' -Cantabria Unida- y la bandera blanquirroja cuya defensa fue ejercida por personas independientes, que fue la que finalmente se erigió en vencedora del debate a partir del otoño de 1977. A partir de ese momento presidirá cualquier acto autonomista y de ahí, una vez conseguida la Autonomía, se trasladaría a nuestro ordenamiento jurídico.
Y lógicamente, esta exposición trae consigo la explicación de esa terna de simbología, de ese debate del que no hay que tener ni miedo ni vergüenza a hablar.
En lo que respecta al origen de la bandera de Cantabria, licenciados en historia consultados por nuestra asociación, censores del proyecto, vienen a concluir lo mismo que hace treinta años, el origen marítimo de nuestra bandera, lo mismo que afirmaba Menéndez Pelayo, por ejemplo. Efectivamente, la actual bandera de la Comunidad Autónoma de Cantabria tiene su fundamento en la Real Orden de 30 de Julio de 1845, firmada por el Capitán General de la Armada Ramón Romay, en la se establece que los buques mercantes de las diferentes zonas marítimas de la Corona española larguen unas «contraseñas de matrícula». Esa determinación -a cada puerto, un gallardete de matrícula para sus barcos- se limitó a la simple duplicación del Código de Señales Marítimas que fue elaborado por el Teniente General de la Armada, José de Mazarredo, en 1791, un reglamento totalmente aleatorio y sin ningún significado identitario o de evocación histórica.
Romay decidirá para los barcos de matrícula en el puerto de Santander la banderola «roja y blanca por la mitad, lo blanco superior», idéntica definición que hace el código de Mazarredo. A partir de ahí, configurada como bandera de la provincia marítima, perdería parte de su inicial significado marítimo para extender su representación a otros ámbitos, a juzgar por representaciones pictóricas de esa época relativas a las guerras carlistas o a la Revolución de 1868. Incluso llegó a ser incorporada a los órganos administrativos cántabros preautonómicos del siglo XX -escudo de la Diputación Provincial-. El propio Marcelino Menéndez Pelayo hace referencia a la matrícula marítima de Santander en su obra 'Estudios y discursos de crítica histórica y literaria' en 1942 y José María Quintanilla decía que la «obra de los montañeses lleva en la punta, como la más gloriosa de estos días, cual enseña y corona, la bandera roja y blanca de Santander, constituida en provincial». Se trata pues de una bandera de origen artificial, como tantas otras, relativamente reciente, sin el rigor histórico que algunos pretendían darle -que no merece la pena recordar-, consecuencia de circunstancias totalmente aleatorias y que, además, en su origen, representaba solamente a la capital, a Santander. La certidumbre de estos argumentos no debe crear ninguna polémica. Es así y ya está, no hay que darle más vueltas; la bandera actual de Cantabria tiene un origen concreto que le trasciende para dar otro significado al gallardete hasta el punto de llegar a convertirle en bandera de la Comunidad.
Y en lo que se refiere a la otra bandera de la terna, el conocido como lábaru o lábaro, buscaba su justificación en argumentos históricos que partían del estandarte llamado cantabrum, una enseña de la que desconocemos prácticamente todo lo relativo a su diseño, pero que las citas clásicas confirman su existencia y la del nombre de su portador, el cantabrarii. A partir de ahí la especulación voló libremente y se aplicaron teorías inconsistentes que muy probablemente empujaran al estandarte a la derrota en el debate sobre la simbología a elegir.
Se trata de un símbolo que, desde nuestro punto de vista, plasma la búsqueda que el pueblo cántabro hace de su simbología, orientando la misma hacia la autoidentificación con su propio pasado histórico, como no podía ser de otra manera. Así, conociendo la existencia de un estandarte romano de origen cántabro, se acuñó una bandera que además representara en sí misma el símbolo popular más característico y asumido en Cantabria: los cuatro crecientes lunares (o menguantes) de la Estela de Barros.
En definitiva, tres banderas, dos realmente, para elegir una. Determinadas circunstancias y argumentos inclinaron a que rojo y blanco fuera el símbolo representativo de la lucha autonomista -por circunstancias muy concretas- lo que a su vez demuestra que bien pudiera haber sido otro si otras circunstancias se hubieran considerado. Nosotros, testigos directos de aquellos momentos históricos, tenemos muy claro lo que pasó y por qué, pero precisamente por eso no restamos un ápice de legitimidad a la actual bandera de la Comunidad Autónoma, que está fuera de toda duda.
No obstante, cabe decir que de la misma manera que la actual bandera blanquirroja es la oficial de la Comunidad, bien pudiera haber sido otra, la que definimos como lábaru o lábaro, y difundir esta circunstancia, explicar el significado y origen de las dos banderas no sólo no debiera suponer ningún problema, sino más bien una obligación que hasta ahora ninguno de esos «resortes sobrados» que menciona el editorial origen de este artículo se han dedicado a explicar. Quizás lo hagan ahora, asunto que sería de agradecer, por otra parte, porque tal vez nosotros, a pesar de consultar con historiadores, presentar una memoria justificativa con los suficientes argumentos historiográficos, revisar la épica para tratar de ser los más asépticos posibles y tratar de buena fe de impulsar la difusión de un acontecimiento significativo de nuestra reciente historia, acaso no tengamos el prurito que otros se arrogan en exclusiva, aunque si la inquietud que nos mueve a investigar, estudiar, debatir y divulgar.
Sólo pedimos una cosa, eso sí, que sean tan claros como nosotros, que apunten sin ningún rubor la característica principal de las banderas, que no es otra que la afirmación de que todas las banderas y símbolos son creados, inventados; en función de una u otra causa, en virtud de acontecimientos reales, leyendas o simples concursos, la simbología vexilológica es una creación artificial a veces intencionada que incluso, de manera maliciosa, en ocasiones trata de mitificarse.
Porque todos los pueblos, absolutamente todos, han buscado iconos que les representen. Y todos los pueblos justifican aquellos con argumentos variopintos que van desde el diseño divino hasta el puro concurso, pasando por la justificación histórica en la distribución de una serie de colores sobre un trozo de tela. Es la vida misma, los pueblos, las naciones, unas veces de manera espontánea, otras como consecuencia de acontecimientos históricos e incluso por otras circunstancias más concretas asumen, como expresión de su identidad, una serie de símbolos denominados de múltiples formas -banderas, emblemas, himnos, blasones...-, que dan cuerpo a los sentimientos de solidaridad y a la voluntad de pervivencia de sus miembros. Pero en ningún lugar y en ningún momento se apareció una divinidad celestial para diseñar un símbolo nacional. Y el pueblo cántabro no ha sido una excepción a este fenómeno. Por eso algunos piensan que, a pesar de la decisión que se adoptó hace treinta años, perfectamente puede convivir en nuestro acervo colectivo otra simbología que raya más con el sentimiento identitario de adscripción a Cantabria. Es lo que le pasa al lábaru hoy en día, cuya aceptación tiene una fuerza inusitada que debe ser analizada por los prebostes de la verdad. Se podrá decir lo que se quiera respecto a su diseño, del que por cierto nosotros somos muy claros en la información expositiva, pero el origen popular del símbolo y lo que representa, lo que aúna en sí mismo es historia, identidad y el compromiso de un pueblo que quiere afirmar constantemente su existencia.
Cuando se afirme con contundencia que el lábaru se inventa, que no duden en afirmar con la misma vehemencia que la bandera de Cantabria también se inventó. Y que no duden en hacer un repaso por nuestro entorno más cercano, empezando por la misma bandera española, nacida por una circunstancia todavía más aleatoria y artificial que la cántabra, para diferenciarse en la mar. Que se afirme que se convocó un concurso del que se seleccionaron doce diseños, eligiéndose dos a los que el rey Carlos III varió las dimensiones de las franjas, declarándolos reglamentarios el primero para la Marina de Guerra y el segundo para la Mercante, combinando los colores rojo y gualda basados en los del escudo de Castilla y León (azur, gules, oro y plata). Y que se concluya que posteriormente se ordenara que la misma bandera ondeara en los puertos y fuertes de la Marina, hasta que finalmente en 1843, por Real Decreto de 13 de octubre, sancionado por la Reina Isabel II se ordena que todas las unidades militares españolas utilicen la misma bandera, a partir de lo cual se la consideró como «bandera nacional española».
Y que se afirme también la invención en el origen de la bandera vasca, diseñada a finales del XIX por los hermanos Arana Goiri para representar inicialmente a Bizkaia. O el de la bandera gallega, que también tiene su origen en la Comandancia de Marina de La Coruña del siglo XIX y que era inicialmente de dos aspas azules sobre fondo blanco, eliminándose un aspa para no confundirla con la del imperio ruso.
Y también que se hable de los inventos que suponen la bandera andaluza, diseñada por Blas Infante tras los acuerdos de la Asamblea de Ronda de 1918 con criterios que podrían calificarse como bucólicos. O la asturiana, de muy reciente creación, diseñada por un grupo de asturianistas preocupados por identificar a su tierra que eligieron el color azul porque estaba arraigado en distintos colectivos culturales y deportivos asturianos. Y, por qué no, de la bandera riojana, fruto de un concurso convocado por su gobierno, o la murciana también reciente, que representa elementos históricos del Reino de Murcia sobre el color rojo cartagena característico de esa tierra. Por no hablar también de la extremeña, que se basa en un criterio arbitrario según los colores de Cáceres y Badajoz, o la de Madrid, también de esta época de final de siglo XX, que toma el color rojo carmesí por el color del pendón de Castilla, colocando siete estrellas que simbolizan la osa menor.... y también la de Canarias, diseñada en 1961 por un grupo de jóvenes abogados y que se iza en determinadas fiestas, asumiéndose como bandera canaria no sin polémica. Que se hable también de la consistencia histórica que tienen las banderas de Castilla y León, Aragón, Cataluña o Navarra....., y que afirme sin miedo que todos los símbolos o parten de la épica, o de una circunstancia histórica concreta o de un mero diseño y que, además, se inventan, y que además, tenemos derecho a inventarlo y a justificarlo y que los cántabros y los cantabristas no son los únicos que se inventan banderas, que otros muy cerca convocan hasta concursos, diseñan bocetos basándose en una épica que nunca existió o simplemente combinan colores...... Y no pasa nada porque no tiene por qué pasar algo. Esta exposición no supone ninguna polémica y por nuestra parte tampoco lo va a suscitar, aunque defenderemos de prejuicios interesados el trabajo riguroso de historiadores, la voluntad de ADIC por difundir las señas de identidad de Cantabria y el compromiso de una Consejería que se preocupa por divulgar una parte de nuestra reciente historia que al fin y al cabo es exclusivamente simbólica -valga la expresión- y hasta anecdótica. Los cántabros y los cantabristas no son los únicos que se inventan banderas, que otros muy cerca convocan concursos, diseñan bocetos basándose en una épica que nunca existió o simplemente combinan colores... y no pasa nada
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