Vieja ciudad. Pequeña ciudad. Todos llevamos en el alma y en la biografía esa pequeña ciudad proustiana, ese Balbec que nos angustia con el perfume rancio de lilas muertas y lluvias lejanas que todavía viene enviando de lejos en lejos.
Vieja ciudad. Pequeña ciudad. A veces vuelvo a la ciudad de provincias, gris y melancólica, ayer perfil de galeón, hoy navío desguazado, de donde han nacido algunos de mis libros (los pocos que merecen la pena leerse), y donde ha nacido uno mismo, aunque no haya nacido allí. Como la vida es fundamentalmente irónica, ocurre que el nuevo hotel de la ciudad lo han puesto en mi calle, que ya no es mi calle, y que tampoco es una calle cualquiera camino de cualquier parte, sino un laberinto sin gracia, camino de un progreso convencional y una modernidad sin gracia. Ay de mi calle.
Calle de tantos astros, escribí una vez, rinconada del tiempo, la dimensión del mundo me la daba un vencejo. Oro de las mañanas empobreciendo el ceilo. Soles de cada tarde en un ladrillo eterno. De los países del alba venían los buhoneros y en sus pregones altos flotaba un hombre muerto. Calle de tanta noche, mitología del miedo, madres de los difuntos en las tapias de enero. Sonaban las iglesias, enormes de silencio, y pasaba la yegua inmensa de los tiempos. El hombre más remoto era sólo un lechero y el dios de los espacios era sólo mi abuelo. Escribí estas cosas no hace tanto, en las horas más negras de mi vida, en las noches más blancas de dolor, por un tirón hacia la infancia, hacia la nada, hacia el principio, por un afán de borrar la vida y recuperar aquel niño que fui, borroso de barros y manchado de tintas.
He escrito a la luz de una linterna, a la luz de una gota de agua, a la luz de la noche, sobre las rodillas, en un papel sucio, buscando la consoladora asonancia de una prosa o un verso simples, y así me salían cosas impublicables, como esta otra, que doy precisamente por su falta de valor literario: volver de nuevo al niño que fuiste no sé cuando, subir de nuevo al cielo viejo del campanario; era un desván el cielo en las tardes de mayo, por donde erraban soles y agonizaban pájaros. No haber vivido nada de lo que me ha pasado, sino, a través de un niño, morir hacia mi barrio.
Barrio de luces pobres, velero desguazado, cuando el mapa del aire se me quedaba en blanco. No haber dado el inútil rodeo autobiográfico para volver difunto al tiempo del milagro. Estoy velando un niño que soy yo mismo, extático. Consoladora cadencia del romancillo castellano. Qué vía de luz para volver a la simplicidad. El romance y el romancillo son un camino de regreso que sólo pueden llevarnos a lo más simple y guardado de nuestra vida.
Bueno, pues lo que en tiempos era palacio frente a mi casa, palacio en cuyas buhardas situé novelescamente gitanos y osos, todo regido por una marquesa de rubia madurez, hoy es hotel grande y americanizado adonde me llevan a posar y reposar, y por donde veo mi calle, rota en fragmentos, alternadas las viejas calles queridas, la casa blanca de mi novia niña, la casa gris de las monjas, con edificios nuevos, ni feos ni bonitos, edificios que ni siquiera veo. Trato de reconstruir la calle y la plaza. Todo está igual, pero todo está perdido, borrado, derruido con piquetas sordas, por los barrenos silenciosos del tiempo. Estas ruinas son más preciosas para mí que las termas de Caracalla, que no me dicen nada. Prefiero los rincones donde se guarda el clasicismo de mi infancia que los rincones turísticos donde se guarda (dicen) el clasicismo del mundo.
La calle era un cuchillo de viento norte, con casas de empeños, conventos, huertas, sombrererías, monjas y carboneros. La plaza era redonda, con bancos de piedra, farolas de romance, bandas de chicos asesinos y colegios de niños pobres. Todo tenía un sol nacional y un gas provinciano, en la noches. Allí el niño se hizo niño y el hombre se hizo hombre. Los tejados de teja vieja subían hasta la torre de la iglesia, donde yo volaba con alas de monaguillo. (Hay que escribirlo así: tejados de teja vieja, con toda esa rasposidad de jotas, que es lo que le da la calidad de aquellas tejas y aquellos tejados.)
Han destruido la calle, le han roto su geometría secreta e irregular de laberinto de magia infantil. Han borrado la plaza, quitando los bancos, las farolas y la arena, para dejar mas sitio a los automóviles de un neodesarrollismo que da risa, y que en esta plaza íntima con nombre de santo apenas si dejan la huella de su gasolina pútrida en el aire limpio de entonces.
España, España, aparta de mí este cáliz. España profunda de tierra adentro. España pobre. Un poeta de Castilla se quejaba el otro día (hablo del gran leonés-burgalés Victoriano Crémer) de que en este tiempo de cantantes y bardos-protesta que cantan a la periferia (Asturias, Cataluña, Galicia) nadie canta la pobreza y la tristeza de Castilla, convertida en déspota y señora por el tópico progre al uso. Pobre España mía del trébol guilleniano de cuatro hojas:
Villa por villa en el mundo,
cuando los años felices
brotaban de mis raíces:
tú, Valladolid profundo.Eso es. O cualquier otro sitio. El lugar de la infancia, el barro de los sueños, el tacto de los días que ponían su morro dulce en nuestro pecho, como ovejas. De aquello sólo habría que escribir. Proust dedica su vida a la niñez y a la adolescencia. Su vida y su obra. García Márquez dice: "Después de los ocho años no me ha ocurrido nada importante". Efectivamente, no hay nada más que la infancia. ¿Por qué no escribimos sólo de la infancia? Porque nos parece una traición, un volver la espalda a los problemas de nuestro tiempo. Porque tenemos el prejuicio dialéctico de la marcha de la Historia y tira de nosotros la urgencia de cada día, la actualidad y la lucha.
Pero vuelvo a mi vieja ciudad, a mi calle que ya no es mi calle, y me hundo en el niño que fui, y sé que ahí está todo, y basta que me queda quieto para que el silencio de la calle y de la plaza, el maravilloso silencio de la provincia, vuelva a ser el ámbito dorado y frío, celeste y pobre, donde vivíamos los niños, las monjas y los carboneros.