La localidad burgalesa de Frías sintetiza como pocas lo que en nuestro imaginario es un núcleo medieval. Forzado por las guerras del momento, el impulsor de su creación (Alfonso VIII) eligió hace ocho siglos un enclave recóndito para instalar la población. Una muela de roca calcárea, elevada sobre los recovecos que dibuja el Ebro a su paso, amparada por montes y alfombrada por árboles. Y en el lugar más prominente, un castillo inexpugnable. Aviso para posibles asaltantes y garantía de protección para los campesinos y artesanos que se instalaron en estos parajes.
Frías está ubicada en un valle escondido, aprisionada entre la Sierra de Oña y los Montes Obarenes (por el Sur) y el río Ebro (por el Norte). Un valle de clima lo suficientemente húmedo para permitir que crezcan frutales, que las huertas den una buena producción y que se estiren los chopos. Si miramos más allá, divisaremos la Sierra de Árcena, al Noroeste, mientras hacia el Sureste se adivinan los desfiladeros de Pancorbo. Un valle que se abre en medio de la geografía atormentada que han labrado en su antesala tres ríos (el Ebro, el Oca y el pequeño pero bravo Molinar) al rasgar con la fuerza de su corriente las rocas calcáreas de algunos de estos montes vecinos. Las sierras más próximas están cubiertas de encinares y monte bajo, habiendo desaparecido casi en su totalidad los hayedos que cubrían la vertiente Norte de los Montes Obarenes por las talas excesivas y mal planificadas.
Hay poblaciones que son hermosas en su interior, que encierran tesoros que a primera vista no se ven, que nos entusiasman a medida que las vamos conociendo. El caso de Frías es singular, porque nos deja fascinados en cuanto aparece en nuestro campo de visión. Poco importa el camino que hayamos elegido para llegar a ella. Nos impactará la manera en que la Naturaleza y el Hombre han trabajado codo con codo para conseguir esta imagen única. A 80 metros de altitud sobre el río (598 metros, si la situamos con relación al mar) se yergue una muela de toba, una roca calcárea de perfil alargado, que allá donde aparece descarnada muestra sus recovecos y salientes, como un reto a los escaladores. Sobre ella vislumbramos una torre afilada y terminada en almenas, fundida de tal manera con la roca que parece amenazar con precipitarse al vacío. Distinguimos un conjunto de construcciones se desparraman por las irregulares laderas de la muela, así como la iglesia, que se eleva en el extremo opuesto al castillo, proporcionando una curiosa simetría a la imagen del conjunto y dando lugar a un eje real (la calle de San Vicente) y simbólico (del castillo a la iglesia y viceversa) que abunda en nuestra fantasía sobre el universo medieval ante el que nos encontramos.
El nacimiento de Frías como población, la elección de este preciso lugar para levantar un núcleo urbano, se debe a la elección del rey Alfonso VII, quien vio en esta muela de toba, rodeada de monetes y protegida por desfiladeros, un punto apropiado para asentar una posición defensiva desde la que poder controlar las conflictivas fronteras con el Reino de Navarra, con un papel estratégico también en la línea de castillos y defensas que debían reforzar la barrera natural del Ebro.
Así se levantó la fortaleza de Frías, y por parte real se concedieron privilegios a todos aquellos que se animaran a instalarse bajo la protección del bastión y la muralla. En 1202, Alfonso VIII concedería a Frías el mismo fuero que tenía Logroño, el más avanzado de la época. Entre otras ventajas, este fuero suponía para sus habitantes pagar la mitad de impuestos que sus vecinos, poder elegir a sus alcaldes o no pagar portazgo (impuesto de tránsito por determinados caminos) en todo el Reino de Castilla. Una propuesta atractiva a la que se sumaría la concesión de un mercado semanal para la villa y la promesa (escrita por Alfonso VIII en su testamento) de que Frías siempre sería "villa de realengo", es decir, se mantendría bajo dominio real y se respetarían sus fueros. Otros monarcas posteriores (Fernando III, Sancho IV y Alfonso XI) confirmaron y ampliaron estos privilegios. Así, durante el siglo XIII y buena parte del siguiente, Frías se pobló y desarrolló al amparo del río, la huerta, el monte y el castillo, ejerció sus fueros, se convirtió en una plaza de mercado floreciente y fue lugar de paso de comerciantes foráneos, que pagaban (ellos sí) sus impuestos por comprar y vender en la villa.
Antes de callejear por Frías, conozcamos tres de sus hitos más representativos de aquel esplendoroso siglo XIII: el puente sobre el Ebro, el castillo y la iglesia de San Vicente.
El primer monumento que aparece ante los ojos del visitante, llegado por el Norte, es el magnífico puente medieval. Con una longitud de 143 metros y 9 ojos (apuntados los centrales, rebajados los de los extremos) que se abren sobre el río y se grapan a la roca, este puente está sólidamente construido, y su torreta no sólo le da una gran elegancia, sino que también tuvo un importante papel económico en la época. En efecto, esta esbelta torre que asienta sus 5 lados en la zona central del puente y está rematada por almenas (podemos deducir que también se utilizó en ocasiones como un puesto de vigilancia) ejercía de antiguo fielato: aquí se hacía parar a los comerciantes que llegaban a Frías para cobrarles el peaje por el uso del puente (pontazgo), tributo destinado al mantenimiento del mismo. Debió ser muy transitado durante la Edad Media por comerciantes venidos de La Bureba, La Rioja y Vasconia, por los ganaderos trashumantes y por la inmensa mayoría de los viajeros que cruzaban el Ebro, ya que no existía otro paso del río en muchos kilómetros a la redonda.
Observarán los más curiosos que los refuerzos laterales del puente tienen forma de espolón en la parte que da aguas arriba del río, y son potentes y cuadrados en la opuesta. La forma de los primeros tiene la misión de romper la corriente del agua en momentos de crecida y evitar así el choque violento contra el puente, mientas que los segundos actúan como auténticos contrafuertes de sujeción. Una vez admirado y cruzado el puente a pie, subimos por una empinada cuesta que nos lleva hasta la zona alta de Frías y a la entrada del castillo.
El siguiente de los monumentos emblemáticos de Frías es la clave de la historia fredense y de nuestra visita. Se trata de la fortaleza, de planta trapezoidal, que conserva casi íntegra su estructura externa, habiendo sido restaurado recientemente. Torres esquineras y cubos cuadrados refuerzan el papel defensivo del castillo y de sus murallas. Tras pasar el puente y superar la entrada, se accede a un amplio patio más o menos cuadrado con un aljibe en el centro. En una de sus esquinas apreciamos la roca viva que sirve de cimiento a la torre del homenajes. Es aquí donde se encuentra lo verdaderamente prodigioso del castillo de Frías: el increíble acoplameniento entre la roca y la torre, en que ésta aparece como una prolongación de aquella, que la envuelve como si quisiera camuflarla o arroparla para evitarle daños. Es una estampa realmente única que uno no se cansa de contemplar desde todos los ángulos posibles. Asomarse a la torre para ver el panorama es también una experiencia altamente recomendable, con el río a los pies, en primer plano, y a lo lejos huertas y campos sembrados en los que los árboles ponen sus brochazos verdes, pueblos desperdigados, montañas cubiertas de vegetación y moles grises. En la última restauración realizada se han descubierto tres hermosas ventanas, adornadas con un parteluz, cada una con un capitel labrado. En uno de ellos figuran unas arpías que sujetan con sus garras una serpiente; en otro, tres jinetes armados y un centauro hembra que amamanta a su cría; y, en el tercero, cuatro grifos, animales mitológicos clásicos de la iconografía medieval. Se trata de tres verdaderas joyas decorativas, soprendentes en un edificio de carácter militar y procedentes del primitivo castillo.
El castillo que observamos ahora, exceptuando las citadas tres ventanas y otros elementos, es una contrucción de 1450. Pero...¿Qué pasó con el primero? La historia del bastión está ligada indisolublemente a la población de Frías. Pese al mencionado testamento de Alfonso VIII, la confirmación de los fueros por sus sucesores y la promesa de Juan II de retener la villa ligada a la Corona, este último rey (que elevó a Frías al rango de ciudad) la donó en 1446 a Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro y señor de Medina de Pomar, haciendo una permuta con la plaza de Peñafiel.
Este apaño entre el monarca y el noble no sólo traicionaba los anteriores compromisos reales, sino que suponía para los habitantes de Frías pasar a depender de un señor feudal, perdiendo sus fueros y ventajas. La oposición de los fredenses fue inmediata y contundente: se transformó en resistencia armada, viéndose obligado el conde de Haro a sitiar la ciudad durante tres meses. El castillo quedó prácticamente arruinado y la población muy dañada. Corría el año 1450, se iniciaba para Frías una etapa mucho más dura que la anterior. Los Fernández de Velasco (a quienes los Reyes Católicos concederían en 1492 el título de duques de Frías) eran el linaje más poderoso de Castilla, con posesiones en todo el Norte del Reino, siendo capaces de quitar y poner reyes, como demostró el primer señor de Frías apoyando a Enrique de Trastámara en contra de su hermano (y rey) Pedro I, hecho por el cual recibiría nuevas posesiones y honores. Los Fernández de Velasco acumularon numerosos títulos, entre otros el de Condestable de Castilla, y tan alto concepto de sí mismo tenían que hicieron figurar en su propia divisa la siguiente leyenda:
"Antes de que Dios fuera Dios
y los peñascos, peñascos
los Quirós eran Quirós
y los Velascos, Velascos".Mucho poderío era éste para que los vecinos de una pequeña ciudad pudieran hacerle frente...Frías fue sometida, pasando a formar parte de las Tierras del Condestable.
Los nuevos señores de la ciudad rehicieron el castillo. Pero no por ello se ganaron la confianza de los fredenses, ni mucho menos. El dominio de este linaje aristocrático se prolongó hasta comienzos del siglo XIX, cuando fueron suprimidos los señoríos, y en la memoria popular quedarían una serie de abusos y excesos de mal recuerdo, transmitidos de generación en generación. Todavía hoy, la llamada "Fiesta del Capitán" (complejo ritual de desfiles, danzas y alegatos que pueden presenciar quienes visiten Frías por San Juan) alude al mal gobierno de los Velasco y rememora la lucha del pueblo llano contra su dominio.
Pero volvamos un momento al castillo, para comentar que esta torre que tan prodigioso efecto causa (con medio cuerpo sobre el abismo) fue una constante pesadilla para los habitantes de las casas próximas. Hay, al menos, tres sucesos graves registrados a causa de esta hermosa construcción. El primero ocurrió en 1636, cuando se desprendió parte de la roca sobre la que se asienta, produciéndose el destrozo de varias viviendas. Esta tragedia se repetirá en 1711, con la destrucción de 11 casas de la zona. En 1830 tiene lugar un suceso aún más terrible: parte de la propia torre se desmoronó, matando a 30 personas y aplastando un buen número de casas.
La calle de San Vicente enlaza el castillo con la iglesia que lleva su nombre. Actualmente, es la única parroquia que existe en Frías, aunque algunas crónicas (tal vez un poco exageradas) hablan de que en tiempos pasados llegaron a existir 11 templos. La iglesia de San Vicente se halla sobre la roca, en el extremo oriental de la muela, frente a frente con el castillo con el que compite en posición, que no en presencia estética. Lamentablemente, esta parroquia ha sufrido tantas adversidades que la que hoy observamos no se parece en nada al templo original. Este desaguisado estético se hace evidente, sobre todo, en su portada principal, que se visualiza viniendo desde la fortaleza. Hay que decir que, cuando se contempla desde la parte baja de Frías, mantiene su prestancia con los muros y contrafuertes trabajados en sillares de toba, la piedra de la zona, sobresalientes en la roca de la muela. La iglesia primitiva, tal como se mantuvo hasta principios del siglo XX, tenía una torre cuadrada como tantos otros templos medievales con carácter defensivo, y sirvió de refugio para la población. Otros dos elementos característicos del templo eran el pórtico y un rosetón gótico. En más de una ocasión la torre (como consta desde mediados del siglo XVII) presentó problemas de estabilidad y tuvo que ser reparada. El
annus horribilis para la parroquia de San Vicente fue 1906. El 14 de noviembre de dicho año se desplomó la torre, arrastrando ésta la nave izquierda y parte de la central, así como el pórtico y el rosetón, quedando gravemente dañada la magnífica portada románica. A la hora de su reconstrucción, se optó por un remedo neo-románico, extraño tanto en su composición como en sus materiales, y para costear la operación se decidió vender lo que quedaba de la portada al Museo Metropolitano de Nueva York, donde se exhibe...
De tan triste historia consuelan al viajero las obras de arte que contiene la iglesia. Para empezar, tres buenos retablos (dos de ellos neoclásicos) realizados en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando Frías empezaba una nueva etapa de prosperidad. Pero la mayor joya artística del conjunto se halla en el lateral derecho de la iglesia, y es la Capilla de la Visitación, un recinto cuadrado cerrado por una hermosa verja de bronce. Aquí, bajo una compleja bóveda de nervios, contemplaremos el admirable retablo de estructura renacentista que se atribuye al francés Juan de Borgoña.
Hemos visitado los extremos de Frías, pero aún no hemos comentado algunos de los rasgos más señalados de su caserío. Calles que recorren por arriba la muela de punta a punta (la ya citada calle de San Vicente, la del Castillo y la del Mercado, que se prolonga en la calle de Obdulio Fernández, aunque se sigue denominando calle de la Cadena) y pequeñas callejas transversales, pasadizos estrechos en los que los tejados llegan a tocarse. Calle empedradas, con casas de fachadas de piedra y adobe rellenando los entramados de la madera, portones de arcos redondos o apuntados, balcones floridos, bajos en los que se vende artesanía o productos gastronómicos. Plazas también, como la del Crucero, la del Mercado ante el castillo, la del Ayuntamiento o la de Granos, también conocida como "la plaza de toros", por ser el lugar de festejos taurinos junto a la parroquia.
Asimismo, existe una zona de Frías muy singular: son las casas colgadas del roquedo, orientadas hacia el Sur, que hincan sus raíces en la piedra y aprovechan para levantar dos y hasta tres pisos sorbiendo a través de sus ventanas acristaladas, solanas y balcones, la luz y el sol del mediodía. La mejor manera de ver este sorpendente grupo de casas en todo su esplendor es situándose en la parte baja de la población, en las calles de la Cuesta o de las Ánimas, o contemplándolas desde el arrabal de San Vitores. Por esta zona Sur de la muela se desparrama el caserío, hasta desembocar en las pequeñas huertas próximas al río Molinar.
Ha llegado el momento de dirigirnos a Tobera, una pedanía de Frías. Aquí, el río Molinar discurre por un bellísimo paraje, que es uno de los paseos más concurridos de las afueras de Frías. Pasarelas y miradores facilitan la contemplación de la corriente y de las pequeñas cascadas, y permiten ver también los restos de los batanes y molinos de harina que aprovechaban la fuerza del agua para mover sus pesadas ruedas. Tobera tiene un rincón maravilloso difícil de olvidar. Componen el escenario un pequeño puente medieval apuntado, una construcción cuadrada con tejado a cuatro aguas y, en un plano algo más elevado, una ermita empotrada bajo la cilla del monte. El puente es de traza primitiva, un muro horadado por un sólo ojo que salva el río; su tablero se eleva ligeramente en el centro y desciende en suave pendiente hacia los laterales. Tras un pórtico alzado sobre dos columnas, el templete cuadrado alberga un altar dedicado al Cristo de los Remedios, imagen milagrera a la que se encomendaban los caminantes y arrieros que emprendían desde aquí el viaje hacia lejanas tierras. Y dominando, el templete y el puente, la ermita de Nuestra Señora de la Hoz, majestuosa en su sencillez. Durante siglos, sus muros fueron cobijo de caminantes, mendigos y peregrinos a Santiago.
Y aquí, junto a la ermita de Tobera, finaliza nuestra pequeña excursión. Frías y Tobera, dos preciosas localidades de Las Merindades, dos enclaves de la Castilla más auténtica.