ESPAÑA
Ser noble es un trabajo muy duro Esperanza Aguirre (PP), esposa del conde de Murillo; Nicolás Sartorius (PCE), hijo del conde San Luis; Barrionuevo (PSOE), hijo del Vizconde de Barrionuevo, Joaquín Almunia (PSOE), hijo del marqués de Rubalcava… No son pocos los nobles o hijos de nobles que han decidido seguir la carrera política. Y todos ellos tienen en común el haber ocultado prudentemente su procedencia (algunos escondiendo sus tres títulos, otros acortando sus apellidos para que no revelasen sus orígenes), ya que entendían que les podía resultar perjudicial en su trayectoria; si pertenecían a los partidos de derecha, porque podían ser identificados con el pasado reciente y tachados de señoritos; si formaban parte de la izquierda, por razones similares.
Pero, más allá de discutir si es una buena o mala táctica electoral o si era o no justo o conveniente, que todos tomasen esa opción nos revela hasta qué punto la condición de noble ha pasado de ser un signo de distinción a cobrar ribetes negativos. Quizá, como asegura Faustino Menéndez Pidal de Navascués, académico numerario de la Real Academia de la Historia y autor de La nobleza en España: ideas, estructuras, historia “el pueblo sigue pensando, de manera confusa y no experimentada, que detrás de esos títulos aún están los viejos privilegios”. Esa es una de las razones principales, según el historiador, que explicarían por qué “la consideración social de los títulos nobiliarios en nuestros días ha caído en picado”.
Y es que, según afirma Fernando Prado Pardo-Manuel de Villena, hijo del conde de la Conquista y autor de Cabezas de la nobleza (Ed. Áltera) “la inmensa mayoría de la gente piensa que el noble es alguien que no hace nada, que tiene un título pensionado por el Estado, que simplemente recibe dinero gratis por ser quien es. Esta imagen del noble como parásito es fácilmente asimilable y muy barata de vender en un mundo como el nuestro, que funciona con clichés y donde existe un esnobismo del antiesnobismo”.
Por eso, ser el detentador de un título, en un contexto como el actual, fundamentalmente causa perjuicios. O así lo asegura Fernando Prado: “En mi caso, ser un hijo de un Prado y Colón de Carvajal me ha generado muchos más inconvenientes que los que hubiera tenido de haberme apellidado González Márquez”. Tener que lidiar con los prejuicios sociales hace que, en muchas ocasiones, se tengan menos oportunidades que los demás, especialmente en el ámbito laboral. “Si te ganas un puesto, casi siempre acaban diciendo que ha sido producto del favoritismo. Y si aspiras a él, puede que no te lo den, aún con un currículo adecuado, por miedo al qué dirán, sobre todo en ámbitos públicos”.
Sin embargo, teníamos la idea de que un título nobiliario servía para abrir puertas, para granjear el acceso a entornos de poder, que podía utilizarse como carta de presentación con la que ser bien recibido en las más altas esferas sociales. Y algo de eso aún permanece. En otro caso, como asegura Faustino Menéndez Pidal, no se explicaría “por qué vemos peleas diarias para obtenerlos o por qué se hacen muchas falsificaciones y trampantojos para conseguirlos”. Menéndez Pidal subraya cómo hoy nos podemos encontrar con docenas de impostores, gentes que dicen detentar “títulos fantasmagóricos, sacados de una supuesta ascendencia remotísima, y que se pasean por la sociedad con sus títulos inventados”.
Una vida anónima
Pero, en todo caso, el valor que se puede atribuir a esos títulos es simplemente simbólico. Ya no hay privilegios que se hereden junto con el título; su eficacia se limita a que “quien se presenta en sociedad con esas credenciales es aceptado, en determinadas esferas, con mayor afecto; se le pueden abrir puertas que sirven para fines prácticos, dando acceso, por ejemplo, a círculos donde se deciden negocios; pero, en sí mismos, no llevan aparejados ninguna ventaja material”.
Cuenta Menéndez Pidal que, a partir de mediados del siglo XIX, cuando se privó a los nobles de los señoríos jurisidiccionales, su descenso social fue en picado. “Más que las rentas que producían aquellos señoríos, fue el perder ese poder local lo que erosionó su prestigio”. Además, llegaron nuevas élites del poder; tanto la económico-financiera como la política vinieron a ocupar ese lugar de cercanía a (e influencia en) las instancias de decisión que antes perteneció a la nobleza. Entre unas cosas y otras, empezaron a faltarles los recursos para mantener las propiedades y los bienes que les distinguían con lo que se vieron obligados a “vender palacios, obras de arte, etc., y a irse a vivir a una casa de vecinos”. Además, se les fueron negando paulatinamente ventajas (“todavía en el siglo XIX había nobles que eran, por es mismo hecho, senadores vitalicios”) hasta que, “hace unas tres décadas, al privarse a los Grandes de España del derecho a poseer pasaporte diplomático, desapareció el último privilegio”.
Quizá porque la nobleza fue la gran perdedora en ese nuevo mundo, sus herederos actuales llevan, en general, una vida tan anónima como la del resto de sus conciudadanos: los hay de clase alta, pero también de clase media e incluso de clase baja. Como afirma Fernando de Prado, “el noble sabe lo que es arruinarse porque lo ha hecho varias veces a lo largo de diferentes generaciones. Por eso, ha tomado más conciencia que nadie de que lo importante no es el dinero, que hoy está en unas manos y mañana en otras; lo esencial es la educación: el noble se sacará el pan de la boca para que su hijo vaya al mejor colegio posible porque sabe que esa formación será la que de verdad le distinga”.
Sin embargo, hay algo en lo que no son como los demás, según Fernando de Prado: ellos, que una vez fueron la élite, generan resentimiento entre los nuevos poderes, que los ven como un blanco fácil. Utiliza de Prado para resaltar esa situación el ejemplo de las casas históricas, propiedades vinculadas a las familias nobles desde mucho tiempo atrás y que “causan grandes cargas económicas para su manutención”. Y en lugar de aprovechar la fuente de riqueza que suponen para el pueblo o municipio al que pertenecen, los poderes locales “tratan de hacer la puñeta al dueño de la casa, intentando sacarle más dinero, cuando no expropiando directamente el inmueble. Desde 1977 en adelante ha habido multitud de expropiaciones ilegales”.
De Prado culpa a los alcaldes de esta situación, en la medida en que “decir que se va contra los señoritos es algo muy rentable electoralmente. Y como les sale gratis… Las múltiples sentencias del Tribunal Supremo que obligaban a los ayuntamientos a pagar auténticas millonadas por esas expropiaciones no es algo que vaya a afectar a los alcaldes que las llevaron a cabo, porque ya no están en el cargo”.
Pero denuncia De Prado que no sólo se buscan rentabilidades políticas: “Hay casos en que se dice que se expropia el palacio del noble para construir una residencia de ancianos y luego se intenta vender como hotel de gran lujo; o directamente se derriba y se hace un bloque de edificios”. En definitiva, según De Prado, situaciones que se producen porque la nobleza “es un blanco demasiado fácil”.