La colonización interior de CastillaCastilla cayó en el monocultivo cerealero por una razón más. Tanto más que agraria Castilla había sido ganadera. Por siglos había ostentado el monopolio de la raza merina. A fines del siglo XVIII, lo peridó, sin embargo, al lograrse su cruza y formarse las razas de Rambouillet y Sajonia. Las guerras napoleónicas arrasaron luego los rebaños castellanos. Estos se reconstruyeron malamente después y, en los años setenta, el ganado lanar se redujo nuevamente en número y además en calidad.
La abolición del privilegio de la Mesta es un hecho conocido. La Mesta pasa por haber sido una rémora social y económica. Su abolición es presentada como el triunfo de la explotación intensiva frente a otra extensiva y, socialmente, por otra parte, como la victoria del agricultor mediano sobre el gran hacendado. Algo de esto hay, pero la agricultura de secano tradicional que sustituyó a la ganadería transhumante no era de un tipo altamente competitivo en términos internacionales. Por lo demás, había potencialmente alternativas que no se explotaron.
La historia de la ganadería española en el siglo XIX está por hacerse, un tema que, como se verá, es básico. La lana perdió entonces su preeminencia entre las fibras textiles. Ahora bien, en Inglaterra la producción de tejidos de lana siguió en aumento hasta fines del siglo pasado, aunque dentro del consumo general ella equivaliera a una parte menor debido a la espectacular subida entre tanto del consumo de algodón. La producción de tejidos de lana no tuvo pues por qué haber bajado en Castilla, a pesar de la invasión de los algodones. El desarrollo de la industria algodonera en el mundo no constituye condición suficiente para su caída, al menos en un primer momento. En esta competencia entre fibras, la calidad constaba, y Castilla debería haber mejorado la calidad de su lana, antaño reputada. Lo sucedido fue empero lo contrario. Al final del siglo el carnero merino fue sustituido en muchas partes, según atestiguan algunos contemporáneos, por la oveja churra estante, de fibra menos fina y más larga.
Otra alternativa hubiera sido elaborar la materia prima propia. Castilla podría haber erigido una industria lanera que exportase a otras regiones o países. La hipótesis es tan tentadora como aventurada. Estudios recientes, algunos aún incompletos, muestran cómo zonas como la Sierra de Cameros o las tierras de Segovia, importantes productoras de tejidos de lana en el siglo anterior, no sólo no fueron capaces de dar un salto adelante, sino que no lograron sobrevivir. La empresa no era fácil, desde luego, pero en tanto que posibilidad no cabe excluirla. La industria lanera se estableció en cambio en Cataluña, al pie de las fábricas de algodones.
Para justificar la falla podrá argüirse que Castilla carecía de carbón, que el costo del transporte de este mineral era caro, que faltaban capitales además de un "know how" en materia industrial. En suma, Castilla no aprovechó la única baza de la que, al parecer, disponía. Le hubiera convenido hacerlo, aunque sólo hubiera sido por un tiempo, antes de que la llegada de las lanas merinas de Australia y otras partes hubieran hecho desaparecer su ventaja inicial. Una reconversión industrial podría haber sido intentada entonces. Llegados a este punto en la especulación, es preciso preguntarse en qué medida la extensión del cultivo de cereales perjudicó ese proyecto industrial al orientar las inversiones hacia la agricultura, al absorber ésta los escasos capitales disponibles.
Dentro de este mismo orden de cosas, es preciso señalar además que la agricultura absorbió cantidades crecientes de mano de obra, evitando así que los campesinos tuvieran que hacer pronto, en el siglo XIX, igual que sus compañeros del Norte de Italia, Alemania o Irlanda: emigrar.
No se erigieron tales fábricas u otras; y Castilla quedó desamparada. Los algodones catalanes invadieron el interior de España, y en su penetración eliminaron los telares domésticos remanentes en los pueblos. La manufactura quedó reducida a un par de lugares: Palencia, célebre por sus mantas, y Béjar, por sus paños. Por el mismo mecanismo, los pueblos castellanos dejaron también de producir sus aperos y vajillas. Castilla se convirtió así en el complemento de modestas zonas industriales que en ella encontraban salida para sus productos. Entre Castilla y esas zonas se estableció ese trato asimétrico que, en el mundo contemporáneo, se da entre los países monoproductores de materias y los países industrializados y que tantas veces ha sido descrito en la literatura económica. Castilla se convirtió así, con todos los matices del caso que quieran agregarse, en una suerte de colonia interior. A cambio de una protección para sus cereales debió comprar manufacturas producidas a precios también protegidos. Al integrarse en una economía mercantil de ámbito nacional, Castilla acentuó su carácter agrario. Menos artesanal y menos ganadera, fue más agrícola. El estancamiento, o incluso la contracción entonces del tamaño de sus ciudades, son una prueba más de esta involución.
Castilla involucionó en tanto que su economía se simplificaba, manteniendo sus niveles bajos de producción e ingresos. Una transformación de acuerdo con el signo de los tiempos debiera haberla hecho en vez más rica y más compleja. Su subordinación a las áreas manufactureras fue hasta cierto punto inevitable, dada la forma polarizada y distorsionante que el desarrollo de la economía española siguió entonces. Aunque hubera podido permanecer al margen del capitalismo, Castilla, por otra parte, no hubiera ganado con mantenerse aislada, distanciándose progresivamente de la economía mundial. Su vulnerabilidad hubiera incluso crecido. Ahora bien, reconocer lo inevitable no significa cerrar los ojos ante el perjuicio. Al involucionar, Castilla se tornó retardataria, restando dinamismo al conjunto.
En algún momento, a Castilla se le cruzó por la mente el sueño de convertirse en el granero de Europa Occidental, en competencia con el Báltico y con Ucrania. Corrían los años de 1850. El Canal de Castilla y el ferrocarril de Alar a Santander fueron concebidos y construidos con esta esperanza en mente; y sus granos hasta llegaron, de vez en cuando, al mercado de Londres o a otros. Lo hicieron empero a favor de circunstancias excepcionales. Castilla nunca pudo convertirse en la Ucrania o la Polonia de Occidente, por diversas razones. Su suelo liviano no era tan feraz como las tierras gruesas de Europa Oriental. Sus campesinos, aunque míseros, no podían ser sometidos a la servidumbre como los polacos y los ucranianos, con el propósito de reducir costes de explotación. Los granos de las tierras vírgenes del Nuevo Mundo empezaron, por último, a afluir temprano. El cereal castellano no tuvo ocasión de convertirse en un fruto de exportación como lo sería en Argentina. Castilla vio así frustrado su posible destino tercermundista a escala europea, aunque consiguiera ser esto a escala nacional.
El recurso al proteccionismoLas crisis de subsistencia de 1857 y 1868 supusieron un serio llamado de atención sobre los inconvenientes del esquema económico adoptado. La exportación de granos al extranjero dejaba desguarnecidas las reservas del país y a la vuelta de malas cosechas se extendía el hambre y el malestar social. El equilibrio entre producción y consumo resultaba precario y, a medida que la población crecía, la oferta resultaba insuficiente. No era ya posible, en efecto, agregar más tierras a la explotación, al ritmo en que crecían los habitantes. Sin intensificar la producción, el país se aproximaba a un estado crítico de estilo maltusiano.
La Revolución de 1868 introdujo importantes cambios en la economía española. Al suprimir el arancel prohibicionista en materia de introducción de granos creó un clima más competitivo para la agricultura. ¿Qué alternativas se abrían a la agricultura del interior del país ante tal competencia?
Aquí, las Mesetas Sur y Norte divirgieron. Por su clima, el Sur contó con oportunidades que el Norte no tenía. El viñedo y el olivar alternaron allí con los granos. Vino y aceite eran productos que requerían primero una elaboración local y que sólo una vez hecha ésta eran despachados hacia otras regiones o incluso el extranjero. La siembra de olivares en combinación con el cereal creaba, por otra parte, la oportunidad de diversificar las explotaciones agrícolas. El viñedo machego se propagó a favor del auge de las exportaciones a Francia durante la década de 1880. Con el vino y el aceite, la Meseta Sur dispuso de dos cash crops, dos frutos que ganaban fuera de la región recursos contantes y sonantes, gracias a los cuales equilibraba su balanza comercial.
También es cierto que estos productos de exportación tornaban a la Meseta Sur más sensible a los movimientos erráticos del mercado mundial. Vino y aceite no dejaron pues de suscitar problemas. Sus precios bajaron al final del siglo acarreando pérdidas. La producción diversificada aumentaba, pero los ingresos no tanto.
La Meseta Norte no halló durante la crisis agrícola finisecular un sustituto al cereal. El viñedo se recuperó parcialmente en el valle del Duero, pero no dio lugar a grandes exportaciones. En punto a grasas, la Meseta Norte perdió terreno. Los aceites manchegos y andaluces la invadieron, generando una dependencia en esta materia que antes no existía. Una consecuencia de esta invasión fue la drástica reducción de las piaras de porcinos, que antes proporcionaban buena parte de las grasas consumidas localmente. En Castilla-León, el plantel de cerdos se redujo de 747000 en 1865 a 239000 en 1891, casi el tercio. Por las mismas fechas disminuyó todavía más la cabaña de lanares, como ya se ha dicho. Ante estas circunstancias hubieran cabido soluciones drásticas: abandonar las tierras de rendimiento marginal y comprimir aún más el nivel de vida campesino al punto de forzarle a emigrar, como hicieron entonces los habitantes de otras regiones del Mediterráneo y de la Europa Oriental.
No sorprende, sin embargo, que ante este acoso Castilla echara mano de la baza extraeconómica que aún le quedaba. Castilla presionó políticamente para que se restablecieran precios que le resultaran compensatorios, es decir, propugnó una vuelta al proteccionismo, y lo consiguió en 1892. De esta manera, no sólo logró defender su cerealicultura, sino que halló ocasión de extenderla más. No por eso alcanzaría a abastecer por sí misma a la población entera del país. España importó, en efecto, regularmente entonces granos para alimento de la periferia. Perdido el mercado colonial y parte de los del litoral, Castilla quedaba finalmente más encerrada en sí misma y desde luego en una situación harto precaria.
En su reivindicación del proteccionismo, hay que decir que la Castilla septentrional no se halló sola, sino que sus peticiones se articularon fácilmente con otras provenientes cuanto menos de los industriales vascos y catalanes. El objeto al que se aplicaban las reivindicaciones respectivas era distinto, pero a las industrias catalana y vasca, sobre todo a la primera, les interesaba que la capacidad de consumo de los campesinos castellanos no bajara por debajo de un punto, debajo del cual corrían el riesgo de perder un mercado importante. Por sí sola, librada a sus únicas fuerzas, es posible que Castilla no hubiera tenido poder para reimplantar el proteccionismo. La convergencia de intereses y la coyuntura mundial, que no hay que olvidar, se sumaron para hacer triunfar de nuevo esta política. A corto plazo el proteccionismo constituiría un paliativo: a la larga no resolvaría empero el problema de Castilla. Un monocultivo arcaizante no solucionaba la crisis y menos podía ser fundamento para un eventual despegue: amparaba además la inercia.
Sin riesgos ni perspectivas, la Castilla septentrional prosiguió su integración en la economía capitalista nacional en una posición subordinada. Naturalmente las regiones beneficiarias de la transferencia de recursos que tenía su origen en Castilla fueron las más avanzadas económicamente del país. No sería justo sin embargo quedarse con la impresión, que da fácil pie a las exculpaciones, de que los castellanos fueron meras víctimas de las fuerzas anónimas de la monoproducción, del deterioro de los términos de intercambio, de la descapitalización o de otros factores. También hubo una responsabilidad del empresario rural castellano de entonces por la escasa perspicacia de sus análisis y la falta de imaginación que demostró.

La miseria y la inercia que los hombres del 98 encontraron en sus andanzas por los campos de Castilla no fue, pues, la medianía de un país anclado en sus tradiciones. Desde un punto de vista menos superficial, la Castilla que se extendía a sus ojos era un país cambiado para peor. Sus hombres austeros se hallaban pauperizados y sus anchos paisajes abstraídos , simplificados. Las relaciones capitalistas habían penetrado no sólo en su sociedad, sino también en la relación económica que vinculaba a Castilla con las demás regiones. Una vuelta al estado anterior era imposible, como también lo era rectificar la asimetría, o captar recursos ajenos por vías imperiales, como algunos soñaron.
Por otra parte, el giro del centro a la periferia, mencionado al principio, tampoco fue un episodio más en un añoso pleito peninsular, sino un proceso encuadrado dentro de uno de los hechos más singulares de la Historia: el surgimiento del capitalismo. El problema de cómo se proyectó éste en el espacio no tiene tanta importancia como el signo de la relación que se estableció entonces.
A escala internacional, el capitalismo, al surgir, dividió los países entre aquellos que encabezaron el cambio y aquellos que se mantuvieron al margen, entraron tarde en él y finalmente quedaron atrapados en una posición de subordinación. Lo mismo se aplica a escala nacional. Por una serie de razones, unas regiones se adelantaron al cambio, otras remolonearon y entraron por último en él en una posición de desventaja.
Combinado este doble juego de relaciones que no se excluyen, por cierto, resulta, en principio, un entramado complejo con varias pautas complejas de subordinación. En un primer caso, la región se halla subordinada, al extranjero solamente, en un grado variable. O no depende de otras regiones del país o posiblemente las domina. Otra posibilidad es que una región se halle doblemente subordinada al extranjero y, al mismo tiempo, a una economía dominante dentro del propio país. Un tercer caso, en fin, sería el de una región sin nexos, o muy escasos, con el exterior y plenamente subordinada a las más dinámicas del país. Dentro de estas combinaciones posibles, Castilla parece que se encuadra dentro del caso más simple. Fracasado su intento para convertirse en lo que hemos llamado antes la Ucrania de Occidente, Castilla apenas tenía a fin del siglo XIX qué enviar al extranjero y por consiguiente poco adquiría allí. Dependía enteramente de las demás regiones de España. Castilla se incorporó al sistema capitalista mundial, no con nexos directos como lo hicieron el País Vasco o Andalucía, sino a través de intermediarios nacionales, es decir, como parte de un subsistema nacional. El subdesarrollo esperaba igual al final del proceso.
La situación en que Castilla se debatía a fines del siglo XIX no era pues (repito) el estancamiento, sino una situación nueva, una involución en la que sólo un ojo poco antento podía reconocer el pasado. Esta falta de percepción dificultaría en definitiva una toma de conciencia para la busca de soluciones racionales. Esta mala aprehensión de la realidad dificultaría también la relación de Castilla con las demás regiones en otros planos.
Al principio señalé como los ángulos desde los cuales se ha encarado la Castilla decimonónica no sólo son insuficientes, a mi modo de ver, sino poco incitantes para la reflexión e incluso para el conocimiento de la Historia. Con las consideraciones vertidas, basadas unas en hechos conocidos, algunos de los cuales he contribuido a establecer, otras en opiniones que necesitan mayor fundamentación y otras, en fin, en hipótesis suscitadas por analogías, sólo pretendo abrir un debate para un conocimiento mejor de la Historia económica de Castilla y, por otra parte, del intrincado proceso de cambio económico que ha experimentado España en el siglo XIX. De los cabos sueltos que quedan y de las insuficiencias de este análisis tengo plena conciencia, pero priva en esta ocasión la urgencia de iniciar una discusión.
[Artículo publicado en la Revista de Occidente, nº 17, octubre de 1982]
