Una dificultad materialLa composición de este libro, que, en definitiva, es simple y de pocas pretensiones, ha pasado por algunas dificultades nacidas de un doble problema de límites. Se trata, claro es, de un libro de encargo que ha de encuadrarse en una serie editorial cuyas características conoce el lector: una Guía de España desarrollada por regiones, cada una de las cuales había de caber en un volumen densamente ilustrado, lo que reduciría el texto, en el caso de mayor holgura, a tres centenares de folios. Estrecho límite, sin duda, para un tema abundante. Imposible más que estrecho cuando el autor (como hice yo en mi primera tentativa) pretende no privarse de la digresión ensayística, de una cierta morosidad en la descripción de paisajes y ambientes, de introducir en el retrato una cierta cantidad de datos geológicos, económicos, históricos, sociales, psicológicos y artísticos, sin contar otros de carácter práctico que pudieran convenir a la comodidad del viajero. Así resultó que no había salido de Santander (por donde empezaba y empieza nuestro viaje) y ya rondaba el límite que antes de salir de Burgos remontaba los quinientos folios. Hubo que empezar de nuevo, no sin muchas cavilaciones, y, aunque los editores tuvieron finalmente la generosidad de concederme doble espacio, el resultado ha sido la sombra de una sombra. Espero, sin embargo, que baste para orientar al que, con ánimo curioso, se ponga en carretera para conocer el cuerpo real y complejo que dicha sombra evoca.
Regiones y pueblosEl otro problema de límites es un poco más grave: no se trata de nuestro libro, sino de su mismo objeto. El concepto de región pertenece a la llamada Geografía física y por lo tanto resulta forzado cuando se le aplica a la Geografía histórica o política, cuyas unidades se han constituido casi siempre en un proceso de desarrollo espacial que excluye la obediencia a un "hábitat" homogéneo y determinante. En España, sólo Galicia y hasta cierto punto Navarra han alcanzado personalidad de pueblo sin desbordar los límites de una región geográficamente definida. Las montañas gallegas eran ya viejas cuando el resto de la Península y buena parte de Europa yacían bajo las aguas. Navarra quedó cortada en el siglo XII por los dos mastines históricos (Castilla y Aragón) que ella misma había coronado. Los otros pueblos peninsulares se hicieron por corrimiento de fronteras primero y luego por incorporación de regiones y poblaciones dotadas de personalidad peculiar. Buscar, por lo tanto, la identidad "regional" de cualquiera de ellos significa desandar los pasos de su historia y, hasta cierto punto, perder de vista el sujeto que se persigue.
Castilla sin límitesEn el caso de Castilla esta dificultades son extremas, pues ningún otro pueblo peninsular se resiste tanto a la idea del "hábitat" (fijo, sedentario, estable) ni sugiere tan vivamente la de un dinamismo sin riberas. El dinamismo de un grupo que se entrena en situaciones extremadas de pobreza y acoso y que, rompiendo todo cerco, acaba por perder el gusto (y la razón) de la tierra por la que ha combatido para alejarse más y más, sin otro límite posible que el del agotamiento. Esto parece ser la Historia de Castilla cuando se simplifica: una serie continua de conquistas y poblaciones a partir del grupo complejo que se constituyó a la defensiva en un rincón exterior de la montaña nórdica y que incluso hubo de replegarse a la montaña interior, para salir, acrecentado, a ocupar el norte de la Meseta desde los páramos de Amaya a los montes de Oca. Después, por el Pisuerga y por la sierra oriental abajo, hasta el Arlanzón y el Arlanza. Luego hasta el Duero y hasta las faldas del Guadarrama, sin dejar de internarse por La Rioja. Más tarde hasta la frontera Bética. Luego aun (enriquecedoramente) por Al Andalus, por toda la depresión del Guadalquivir y las altas montañas que otean el África. Y por América.
El dinamismo castellanoCuando todo eso se recapitula esquemáticamente se tiene la sensación de un desplazamiento en masa, de un verdadero corrimiento de la nacionalidad, aun si se compara, no ya con los pueblos "cortados" del medievo español, sino con el pueblo paralelo dinámico y expansivo: el catalán-aragonés, cuyos avances dan la sensación de estar hechos "desde casa" y para volver, con seguridad y riqueza mayor, al "hábitat" originario. De donde resultará que el ente político generado por los dos (España) dará la ilusión de ser la pura consecuencia de la salida de madre del dinamismo castellano, olvidando la parte que en todo ello tuvo el cálculo del rey aragonés metido ya, a través de Italia, en el laberinto de la gran política europea. Desde luego fueron los castellanos los que terminaron por verlo así y ello explica que Castilla fuera lo más absorbido y desustanciado por la España siguiente que, en muchos aspectos, parece heredar ese desasosiego expansivo, ese encontrarse mal en su cuerpo y en su límite que ya sugería la vividura castellana.
La Castilla regionalLa Historia puede, sin embargo, escribirse desde diversos puntos de vista y no cabe duda de que, con todo lo dicho (historia política) esa Castilla con los límites en corrimiento sucesivo fue también (historia social) la habitación de un estrato de pueblo que fecundaba sus tierras e imponía a la hidalguesca pasión expansiva un contrapunto de urbana o campesina laboriosidad y de ensimismamiento sedentario. Ésta es la otra Castilla, que podría responder a las acusaciones hechas a la primera con el argumento que Unamuno oponía a aquel amigo suyo, criollo de América, cuando le hablaba en Salamanca de las tropelías que en tierras incas hicieron sus antepasados (los del poeta vasco). A lo que el Rector respondió:
“Querrá usted decir los suyos, porque los míos fueron los que se quedaron aquí”. Hubo, claro es, una Castilla que se quedó y es ésa, sobre poco más o menos, la que nos vamos a encontrar nosotros. Que aquella Castilla fue fundamentalmente alterada por la segunda no puede dudarse. Pero nuestro problema es ahora cómo encontrarla.
Cuestiones litigiosasEn la práctica hemos resuelto la dificultad por acomodación a los mapas escolares y a la división administrativa vigente. Castilla la Vieja será para nosotros el compuesto de seis provincias; las que inventaron, con mayor o menor acomodo a las realidades geo-históricas, los legisladores de 1833: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila. Sin duda este tamaño discrepa en más o en menos de cualquiera de las Castillas históricas que hemos conocido. La primerísima no era más que un rincón, una chica comarca respaldada por una región natural. La posterior o condal no comprendía La Rioja y solamente tenía algunas bases en Segovia y Ávila. A la real de los primeros años de Fernando I o de Sancho el Castellano, le faltaba un buen trozo por el norte. La de Alfonso VI, que abarcaba ya las seis provincias actuales, excede ese tamaño con la incorporación del reino de Toledo y aparece, por otra parte, estrechamente fundida con León. La de Alfonso VIII (único rey particular de Castilla desde la coronación hasta la muerte) llega hasta Cuenca y Jaén. Por supuesto, cada una de esas Castilla, salvo la primerísima, son plurirregionales y ya veremos en nuestro recorrido las enormes diferencias de fisonomía y ambiente que separan la Castilla montañesa y marítima, la riojana o ribereña, las de Burgos y Soria a un lado y otro del formidable espinazo Ibérico, y las Carpetanas del fortísimo Sistema Central. Pero las mayores y más importantes renuncias a la exactitud estarán en el lado de occidente. La unión de Castilla y León no se hizo matrimonialmente y sin confusión como la de Aragón y Cataluña. Las tierras de Valladolid y Palencia y parte de las de Salamanca y Zamora pueden testificarlo. Habiendo sido políticamente leonesas en tanto duró la clara diferenciación de los dos reinos, eran y se sentirían luego culturalmente castellanas.
“Villa por villa, Valladolid en Castilla”, reza el mote. Nadie le discutirá el nombre de castellano a un hidalgo de Dueñas, de Herrera de Pisuerga o de Aguilar de Campoo. ¿Hubiera sido posible discutirle a Unamuno su castellanía de adopción viviendo en Salamanca? Y aun hemos oído proclamarse castellanos a los labradores de los campos góticos en las cercanías de Toro. Sólo al llegar cerca de la capital leonesa a la vista de las montañas podemos leer un cartel indicador que dice:
“A Castilla”, lo que indica que las diferencias nacionales no se extinguen fácilmente en Iberia. Pero ¿quién dibujará con exactitud los linderos de esas nacionalidades internas en casos como el que señalamos? Dificultades menos evidentes, pero también considerables, no dejarán de presentársenos al deslindar los campos entre Álava y Castilla la Vieja, o, en el interior de La Rioja, entre Navarra, Castilla y Aragón. O en Soria con relación a Aragón y a la Alcarria de Castilla la Nueva. O, con relación a ambas Castillas, en el Guadarrama, que es engañoso, pues las montañas pueden ser fronteras pero no dejan de ser países por donde se confunde lo que se separa.
La sociedad castellana En términos generales podemos decir que la Castilla por la que vamos a movernos coincide, sobre poco más o menos, con las tierras cubiertas por la expansión pobladora del grupo primitivo sobre tierras casi vacías, con incorporación mínima de poblaciones extrañas que generalmente serían residuo de las poblaciones primitivas. Hace excepción el rincón riojano y algunas comarcas sorianas, segovianas y abulenses vecinas de los reinos árabes de Zaragoza y Toledo. Es un principio que, en cambio, no diferencia nuestra Castilla de las tierras leonesas que la continúan y que habían recibido menos población mozárabe que el León indiscutible. En general, podemos decir que por occidente Castilla llega hasta donde empieza la arquitectura de esa influencia y hacia el sudeste hacia donde empieza el mudéjar. Para contar las piezas mozárabes que hay en el interior de Castilla sobran los dedos de una mano, y , aunque el mudéjar es algo más rico y abundante, tampoco puede pasar por estilo específicamente castellano de la Castilla vieja. Anotemos al vuelo que en esas exclusiones estilísticas Castilla la Vieja no se distingue de los señoríos vascos y de Navarra, ni de Galicia, ni de la Cataluña vieja. Todos esos países forman, con el cogollo astur y el Aragón pirenaico, la orla nunca directamente arabizada de la Península Ibérica.
La nota del corrimiento de una población fundida concede a Castilla la Vieja una considerable homogeneidad social que, naturalmente, se expresó en sus manifestaciones culturales privativas, aunque ya hemos dejado indicado que la Castilla que salió de sus límites no dejaría de reobrar profundamente sobre la que quedó encerrada en ellos. No hubo, en principio, en la Castilla poblada por la expansión del núcleo norteño originario, la división entre cristianos nuevos y cristianos viejos, que se haría obsesiva y crearía nuevas estructuras sociales en los puntos antes indicados y sobre todo en las Castillas nueva y novísima: Toledo, La Mancha, Andalucía y Murcia. A mayor abundamiento, la Castilla originaria había generado una sociedad guerrera que, por sus peculiares condiciones, no permitiría la sujeción a la tierra de una densa población servil, y por el contrario, garantizaría a la población labradora (arrastrada a la empresa de población) una gran movilidad, una constante oportunidad de ascenso por el servicio de armas y unas instituciones forales de mucha liberalidad, que eran las únicas que podían hacer atractivos la ocupación y el laboreo de las tierras amenazadas. No hay duda de que cuando los grupos guerreros fueron tomando tierras e incorporando pueblos hacia el mediodía, las relaciones sociales se hicieron otras y el nuevo talante señorial hubo de revertir sobre los antiguos solares con merma progresiva de las instituciones originarias. Pero, a pesar de ello, las diferencias son todavía sensibles entre las dos mesetas, tanto por lo que se refiere a las estructuras de propiedad como a las consecuencias psicológicas y al estilo de vida que de ellas se deducen.
No tendremos tiempo para detenernos suficientemente en la consideración del proceso histórico castellano, pero convendrá, para la mejor comprensión de las evocaciones que irán surgiendo a lo largo de nuestro viaje, contar sus pasos y tratar de fijar con alguna exactitud los espacios sucesivos de su despliegue territorial.
La Castilla del Ebro y La MontañaCastilla nació en tierra de cántabros y ocupando solamente una parte de esa tierra. El "hábitat" cantábrico llegaba por el sur a los páramos de Amaya y a los montes de Oca, por el oeste, hasta el Sella montañés y por el este hasta cerca del Nervión. La Castilla primitiva se detiene por el oeste en La Liébana (que fue leonesa) y por el este en el confín de la Trasmiera, dejando fuera las Encartaciones, que fueron y son vizcaínas. Al sur no pasaba de los altos contrafuertes cantábricos, salvo en la rinconada por donde ensaya el Ebro sus primeros pasos, entre los montes Obarenes y la Trasmiera santanderina. En este trozo los límites a oriente debieron de ser vagos, aunque las sierras alavesas imponían los de Castilla y Álava por donde tiempo atrás estuvieron los de cántabros y autrigones. Las Bardulias (en plural) incluían tierras alavesas y las del actual norte burgalés. Mencionada en singular, Bardulia parece haber sido propiamente la comarca de Miranda de Ebro, donde en tiempos remotos, anteriores a la purga sangrienta que Leovigildo impuso a La Montaña, parecen haberse refugiado algunos bárdulos guipuzcoanos hostigados por los vascones del Pirineo. La primera vez que el nombre de Castilla aparece sustituyendo al de Bardulia es en el 800, en el acto de fundación de una iglesia situada en las proximidades de Bercedo, cerca del valle de Mena. Se trata todavía de un nombre local y fronterizo, pero por extensión debemos considerar Castilla primitiva a la Trasmiera cantábrica tanto como a los valles exteriores: Peñas al Mar y Peñas a Castilla, según se llamarían siglos después al organizarse las milicias con el Bastón de Laredo como centro regidor. Y también a las que en el futuro se llamarán Asturias de Santillana y a los bordes del páramo que pasan por debajo del Campoo. Todos estos espacios dependían de la monarquía asturiana, pero desde los primeros tiempos fueron gobernados con alguna independencia. Sabido es que el llamado duque de Cantabria, Pedro, constituyó en La Liébana un núcleo resistente, gemelo al que Pelayo había constituido al otro lado de los Picos de Europa, una vez que los árabes expugnaron Amaya. De los dos hijos del duque, uno pasó a reinar en Oviedo, iniciando la serie de los Alfonsos, y el otro, llamado Favila como el malogrado primogénito de Pelayo, quedó como legado en la marca oriental. Dos pueblos bien diferenciados, aunque unidos por el elemento cultural celta que es el primer aglutinante de las tribus del norte occidental de España, habitaban los dos países que juntan y separan los Picos de Europa. Ambos poco romanizados y poco cristianizados. Los efectivos hispanorromanos y visigóticos (éstos sobre todo) que se refugiaron en las montañas del norte después de la victoria musulmana engrosaron cuando Alfonso, aprovechando la sublevación de los bereberes, saqueó una vasta extensión de tierras, hasta más allá del Tajo, dejando, según dice la
Crónica, yermas y despobladas las tierras de la Meseta hasta la línea del Duero. La Crónica consigna que en esos tiempos fueron repoblados La Liébana, Primorias, Trasmiera, Soporta, Carranza y las Bardulias. Alguno de esos pueblos se identifica en Galicia. Otros corresponden a las montañas de Santander y Vizcaya, y el último dijimos donde para. Ese pasaje, que el doctor González Echegaray considera agudamente como el acta de defunción de la autonomía del pueblo cántabro, puede considerarse también como el acta de nacimiento de la futura sociedad castellana.
Cántabros y castellanos viejosSchulten, el historiador de la resistencia cántabro-astur contra Roma, calcula que después de la purga de Leovigildo quedaban 160.000 habitantes en Cantabria. No sabemos con exactitud en qué proporción incrementaron los diversos grupos refugiados esa sociedad. El historiador Sánchez Albornoz se inclina a creer en el predominio numérico de los visigodos, lo que se corresponde con el hecho de que éstos se constituyeron en clase dirigente, circunstancia acaso abultada por un prurito de pureza que, hasta en Quevedo, identifica a los nobles con los godos. Entre los personajes que suenan en las contadas alusiones que conceden las crónicas a los acontecimientos de la Marca, los nombres góticos predominan sin duda. Pero no falta algún nombre romano, como el de Laínez (Flavinius), al que la leyenda presenta, en unión de Nuño Rasura, como juez electo de Castilla. Cabe pensar que también los caudillos tribales de la primitiva Cantabria pasarían a formar parte de la casta guerrera dominante. Durante casi siglo y medio esta sociedad compleja tuvo tiempo para fundirse y también para templarse. La economía de La Montaña era muy pobre. Mientras los cántabros se mantuvieron autónomos dispusieron de recursos limitadísimos: practicaban una agricultura reducida, a cargo generalmente de las mujeres y apenas conocían la domesticación del ganado. La harina de bellotas, el cerdo y la cabra eran sus medios de subsistencia. Tenían lino para tejer y lúpulo para hacer cerveza con algunos cereales pobres. No eran navegantes. Eran caballeros diestros y su ocupación principal fue la guerra de pillaje sobre los llanos de los vacceos, en la cual tenían como competidores a los montañeses de León y a los celtíberos del Sistema Ibérico. Los nuevos pobladores llevaron a La Montaña otros usos y técnicas y una organización política proclive a la urbanización y más compleja que el gens céltico; pero, con todo, el programa de los proto-castellanos no diferiría del de los cántabros más que en el nivel cultural, pues, como éstos, habían de pasar la vida defendiéndose de las aceifas árabes (que entraban casi siempre por La Rioja) y replicándolas en expediciones de punición y saqueo sobre las poblaciones islamizadas. La capa social exclusivamente laboriosa había de ser muy delgada y la guerrera innumerable, acuñándose ya la imagen del guerrero-labrador o del villano-caballero que los trabajos ulteriores de población habían de fijar como la del castellano más frecuente. No hay, sin embargo, que exagerar sobre el democratismo de esta sociedad, impuesto por acortamiento de distancias gracias a la estrechez del territorio y a la constancia de la lucha. La estructura fue estamental y jerárquica desde los primeros momentos. La crónicas nos hablan siempre de un número relativamente reducido de familias que, dirigiendo las comarcas pobladas, obtienen los "onores" señoriales de la corte de Asturias o León y pugnan por hacer irrevocables y hereditarias sus funciones dominicales. En épocas más tardías estos caudillos engendrarán la estirpe de los grandes que impondrán en Castilla un régimen señorial de enorme prepotencia.