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Autor Tema: La rebelión comunera en Segovia (1520-1521)  (Leído 34664 veces)
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« : Julio 01, 2011, 17:16:50 »





En torno a la insurrección comunera. La verdad y el mito.


La rebelión comunera (1520-1522) ha sido, indudablemente, uno de los más importantes capítulos de la Historia de Castilla. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que los comuneros han producido los más apasionados fervores y, al mismo tiempo, los más enconados desprecios. De ahí que no sean pocas las diversas personalidades de renombre que han prestado atención a la revuelta de las Comunidades, posicionándose a favor o en contra de su significado: Martínez de la Rosa, Modesto Lafuente, Manuel José de Quintana, “El Empecinado”, Menéndez Pelayo, Ángel Ganivet, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Francisco Pi y Margall, Manuel Danvila, Rafael Altamira, Marcelino Domingo, Enrique Tierno Galván, Emilio Castelar... No debe extrañarnos, por tanto, que el mismísimo Karl Marx analizase la subversión comunera en sus escritos sobre la España revolucionaria del siglo XIX:

"A pesar de estas repetidas insurrecciones, no ha habido en España hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I, o Carlos V, como lo llaman los alemanes. El pretexto inmediato, como de costumbre, fue suministrado por la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por el tráfico abierto de las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era la superficie del movimiento, pero en el fondo se trataba de la defensa de las libertades de la España medieval frente a las ingerencias del absolutismo moderno.
La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón, Castilla y Granada, bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó transformar esa monarquía aún feudal en una monarquía absoluta. Atacó simultáneamente los dos pilares de la libertad española: las Cortes y los Ayuntamientos. Aquéllas eran una modificación de los antiguos concilia góticos, y éstos, que se habían conservado casi sin interrupción desde los tiempos romanos, presentaban una mezcla del carácter hereditario y electivo característico de las municipalidades romanas. Desde el punto de vista de la autonomía municipal, las ciudades de Italia, de Provenza, del norte de Galia, de Gran Bretaña y de parte de Alemania ofrecen una cierta similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades españolas; pero ni los Estados Generales franceses, ni el Parlamento inglés de la Edad Media pueden ser comparados con las Cortes españolas. Se dieron, en la creación de la monarquía española, circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante los largos combates contra los árabes, la península era reconquistada por pequeños trozos, que se constituían en reinos separados. Se engendraban leyes y costumbres populares durante esos combates. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaron a éstos un poder excesivo, mientras disminuyeron el poder real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron una gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se encontraban de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y el constante intercambio con Provenza y con Italia dieron lugar a la creación, en las costas, de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría.
En fecha tan remota como el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más potente de las Cortes, las cuales estaban compuestas de los representantes de aquéllas juntamente con los del clero y de la nobleza. También merece ser subrayado el hecho de que la lenta reconquista, que fue rescatando el país de la dominación árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años, dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que predominaba en la Europa de aquel tiempo. España se encontró, en la época de la resurrección europea, con que prevalecían costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para recibir su juramento a las antiguas leyes y para coronarlo. Carlos se negó a comparecer y envió representantes suyos que habían de recibir, según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes. Las Cortes se negaron a recibir a esos representantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y juraba las leyes del país, no sería reconocido jamás como rey de España. Carlos se sometió; se presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana. Las Cortes con este motivo le dijeron: «Habéis de saber, señor, que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación».
Tal fue el principio de las hostilidades entre Carlos I y las ciudades. Como reacción frente a las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se creó la Junta Santa de Ávila y las ciudades unidas convocaron la Asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el 20 de octubre de 1520, dirigieron al rey una «protesta contra los abusos». Éste respondió privando a todos los diputados reunidos en Tordesillas de sus derechos personales. La guerra civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados, mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Las cabezas de los principales «conspiradores» cayeron en el patíbulo, y las antiguas libertades de España desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron en favor del creciente poder del absolutismo. La falta de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos del vigor necesario; pero Carlos utilizó sobre todo el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos para debilitar a ambas. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa Hermandad había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los nobles de Castilla, que acusaban a éstas de intrusiones en sus antiguos privilegios y jurisdicciones. Por lo tanto, la nobleza estaba deseosa de ayudar a Carlos I en su proyecto de supresión de la Junta Santa. Habiendo derrotado la resistencia armada de las ciudades, Carlos se dedicó a reducir sus privilegios municipales y aquéllas declinaron rápidamente en población, riqueza e importancia; y pronto se vieron privadas de su influencia en las Cortes. Carlos se volvió entonces contra los nobles, que lo habían ayudado a destruir las libertades de las ciudades, pero que conservaban, por su parte, una influencia política considerable. Un motín en su ejército por falta de paga lo obligó en 1539 a reunir las Cortes para obtener fondos de ellas. Pero las Cortes, indignadas por el hecho de que subsidios otorgados anteriormente por ellas habían sido malgastados en operaciones ajenas a los intereses de España, se negaron a aprobar otros nuevos. Carlos las disolvió colérico; a los nobles que insistían en su privilegio de ser eximidos de impuestos, les contestó que al reclamar tal privilegio, perdían el derecho a figurar en las Cortes, y en consecuencia los excluyó de dicha asamblea.”


… Así interpretó los hechos de la rebelión comunera el padre del socialismo científico en un artículo periodístico titulado La España revolucionaria, publicado en el New York Daily Tribune el 9 septiembre de 1854. De las múltiples opiniones que se han vertido sobre los comuneros de Castilla (algunas diametralmente opuestas) algo queda claro, y es que nunca otro hecho histórico ha tenido tanta repercusión en la memoria popular y política de Castilla.
El poder imperial declaró criminales, traidores y reos de lesa majestad a los derrotados comuneros; persiguiendo a cuantos tomaron parte activa en la rebelión de las Comunidades castellanas. Víctimas de la despótica tiranía, héroes, mártires del patriotismo y de la libertad son algunos de los adjetivos que los liberales del siglo XIX pusieron a los comuneros. Los historiadores coetáneos a la revuelta de las Comunidades y cuantos les siguieron, influidos por el triunfo definitivo de la causa imperial, censuraron acremente a los partidarios de aquella sublevación castellana, arrojando sobre sus principales responsables toda clase de opiniones negativas. En cambio; los partidarios de las más amplias y generalizadas libertades, apasionados por las corrientes de las revoluciones modernas y seducidos por las nobles actuaciones de los caudillos comuneros en pro del bien común, exaltaron a la rebelión de las Comunidades como un heroico ejemplo a seguir...
Nuestro propósito es, por cierto, recordar el importante papel de Segovia y los segovianos en el alzamiento de las Comunidades: la ciudad del Eresma formó parte del sector más entusiasta y radical de la revuelta castellana; su aportación a la causa comunera fue vital. Veremos cómo se desarrollaron los acontecimientos en Segovia, y tendremos noticia de quienes fueron los comuneros segovianos más comprometidos y significados...
Pero antes habremos de examinar, con el debido detenimiento, las causas que provocaron la rebelión comunera.


Malos tiempos para Castilla. Las raíces del conflicto.


Situémonos en los primeros años del siglo XVI. Nos hallamos en una época particularmente mala para Castilla. La crisis económica de su industria textil, su pérdida de peso en favor de la periferia, la inoperatividad de las Cortes (cada vez menos representativas), la oligarquización de la sociedad y la presión fiscal contribuyeron a crear una situación de malestar generalizado. A esta crisis económica se unía la patrimonialización de los cargos públicos, es decir, el anquilosamiento de la maquinaria política en beneficio de las oligarquías nobiliarias y en detrimento de una burguesía casa vez más pujante:

“Los procedimientos de reparto de oficios públicos se perfeccionaron mediante la generalización de regímenes de sorteo o de “rueda”, o, en otros casos, se acentuó la patrimonialización de los oficios al conceder los reyes cargos de regidor de por vida o autorizar que los heredasen los hijos de sus beneficiarios: ambas vías hacían imposible el auge de protagonistas políticos en las ciudades que pudieran resultar molestos o peligrosos para la monarquía, encauzaban el régimen municipal en la tranquilidad y en la rutina en manos de la oligarquia correspondiente”.

Por si fuera poco, las Cortes castellanas se caracterizaban en aquellos tiempos por su escasa representatividad y aristocratización. Su limitado carácter representativo venía dado, básicamente, por el escaso número de ciudades de la Corona de Castilla que podían enviar diputados y el modo en que éstos eran designados: cada una de las 18 ciudades que tenían el privilegio de ser convocadas a Cortes (Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Madrid, Sevilla, Granada, Córdoba, Jaén y Murcia) enviaban dos Procuradores que, en la práctica, eran elegidos para que no se opusieran a los designios de la Monarquía. La interferencia del poder central y la importancia de los privilegios explican el hecho de que los Procuradores (escogidos entre las filas de la aristocracia) sólo representaran los intereses de una exigua minoría.
Así estaban las cosas cuando el joven Carlos de Gante fue nombrado para regir los destinos de la Monarquía hispana, hecho que indignó a más de uno. Era el último episodio de una crisis sucesoria que venía de años atrás, concretamente de todo lo que tuvo lugar tras el fallecimiento de Isabel de Castilla en 1504.
¿Cómo ocurrió todo? Al morir la Reina, su esposo Fernando de Aragón, cumpliendo las condiciones expresadas en el testamento de la difunta, asumió el gobierno de Castilla mientras trataba que las Cortes reconocieran la incapacidad mental de su hija Juana, casada con Felipe el Hermoso, para gobernar. El Rey contó para ello con el apoyo de las ciudades, si bien una buena parte de la nobleza castellana (reprimida férreamente en vida de su mujer) vio la posibilidad de recuperar sus antiguos privilegios y apoyó a Felipe como legítimo Rey de Castilla. Fue en enero de 1505 cuando las Cortes de Toro aprobaron el testamento de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón consiguió ser reconocido como regente, ya que Juana manifestaba un desequilibrio mental más que notable.
Luego, el 24 de septiembre, Fernando y Felipe firmaron (con la mediación de Francisco Fernández de Cisneros, obispo de Toledo) la llamada “Concordia de Salamanca”, que reconocía a Felipe y Juana como Reyes de Castilla y a Fernando como gobernador a perpetuidad. Pero todo se rompió al año siguiente, tras una tormentosa entrevista. Presiones de la nobleza y de personalidades interesadas en mantener las relaciones comerciales entre Castilla y Flandes llevaron a Fernando a signar los acuerdos de Villafáfila, en los que éste renunciaba al gobierno de Castilla y reconocía la incapacidad para gobernar de su hija Juana, ya conocida como “Juana La Loca”. Después de ceder la corona a su yerno, Fernando se retiró a sus territorios de la Corona de Aragón para continuar sus empresas en el ámbito mediterráneo.
Sin embargo, el reinado de Felipe el Hermoso fue efímero: el 24 de septiembre de aquel 1505 fallecía repentinamente tras jugar a la pelota. Aunque una parte de la camarilla regia pugnó por coronar Rey a su hijo (Carlos de Gante, que apenas tenía seis años), el inteligente Cisneros logró hacerse con el apoyo de la nobleza para ponerse al frente de una Junta de Regencia. Ésta no tardó en solicitar a Fernando de Aragón que asumiera, una vez más, el gobierno de Castilla. Sin embargo, el fallecimiento del Rey Católico en 1516 daría paso a una segunda regencia de Cisneros, en la que no faltarían los desórdenes y las luchas nobiliarias.
A partir de aquellos momentos, los consejeros flamencos del joven Carlos de Gante comenzaron a maniobrar para que éste se hiciera con las Coronas de Castilla y Aragón. En primer lugar, eliminaron a sus dos posibles rivales al Trono: su madre Juana, que fue confinada en Tordesillas, y su hermano Fernando, que vivía en la villa de Simancas. Fue entonces cuando se produjo un hecho que los especialistas han calificado de auténtico “golpe de Estado”: la Corte de Bruselas (desoyendo las recomendaciones del Consejo Real y del prelado Cisneros, que juzgaban inconveniente otorgar el título real a Carlos) le nombró, unilateralmente, Rey de Castilla y Aragón. Carlos de Gante llegaría a España el 19 de septiembre de 1517, desembarcando en la villa asturiana de Villaviciosa.




El odiado Carlos de Gante


Cuando el nuevo monarca hizo su entrada en Valladolid en noviembre de 1517, la impresión que de él se llevaron las gentes no fue nada buena: su propia apariencia personal y su incapacidad para hablar castellano le granjearon las antipatías de buena parte de la población. La puesta en marcha de nuevas obligaciones fiscales y la decisión de nombrar a personajes flamencos para los más altos cargos del Estado serán la gota que colma el vaso: la rebelión comunera estaba en ciernes.
Y es que el nuevo Rey tenía casi todo en su contra. Formado en Flandes, ignoraba por completo la lengua, la cultura y las tradiciones de Castilla; amante del lujo y los banquetes refinados e interminables, era aficionado a las partidas de caza, las fiestas, los torneos y las justas. Todo un mundo de exceso y derroche que los castellanos conocieron de primera mano cuando Carlos de Gante llevó a Valladolid. Incluso su presencia física despertaba rechazo, ya que era pálido, enclenque y padecía un acentuado prognatismo que le obligaba a tener la boca abierta durante bastante tiempo; con lo que se ganaba no pocas burlas, tal y como nos dice un documento de la época:

“El nuevo rey, un muchacho increíble y disparatadamente joven, con una mandíbula muy pronunciada, no causó una impresión muy favorable en su primera aparición en España. Aparte de que miraba como un idiota, tenía el defecto imperdonable de que no sabía ni una palabra en castellano. Además, ignoraba totalmente los asuntos españoles y estaba rodeado de un grupo de rapaces flamencos”.

Por si fuera poco, los flamencos empezaron a gozar de riquezas y cuantiosas posesiones, al mismo tiempo que acaparaban los principales cargos de responsabilidad. La rabia de los castellanos comenzó a dirigirse contra dichos “usurpadores”. Codiciosos, aves de rapiña... Aquellos indeseables flamencos fueron el centro de las iras castellanas, y más aún cuando se hizo público el nombramiento de un sobrino del Señor de Chièvres, de apenas 17 años de edad, como obispo de Toledo. Y es que, aparte de su procedencia extranjera, aquel privilegiado muchacho nunca residió en la capital del Tajo, limitándose a cobrar su cuantioso salario sin aparecer nunca por allí...
Los flamencos no tardaron en controlarlo todo, sin que el joven Carlos pudiera sustraerse a su fatal influjo, convirtiéndose en Ministros Principales, grandes Cancilleres, Presidentes de las Cortes, Obispos, Arzobispos, Consejeros y demás cargos de importancia, lo que suponía un hiriente escarnio para los naturales de Castilla. De tan indeseables extranjeros no podían los castellanos esperar nada provechoso, y aún cuando las Cortes celebradas en Valladolid en 1518 intentaron remediar tantos despropósitos, lo que sucedió en ellas es una prueba de la perversión moral de aquellos flamencos. Nombrado Presidente de aquella asamblea el extranjero Sauvage, que ejercía el cargo de Canciller de Castilla, los representantes de las ciudades protestaron contra su nombramiento, hicieron entender al Rey las quejas públicas contra los lamentables flamencos y determinaron no conceder nada de cuanto se les pidiera mientras el joven Carlos no jurase de antemano respetar los privilegios, libertades, usos y buenas costumbres de Castilla. Grandes altercados hubo entre el Canciller flamenco y el Dr. Zumel, Procurador por Burgos en aquellas Cortes. A fuerza de brío y tenaz empeño logró el Procurador burgalés que el Rey prestase el juramento requerido. Lección elocuente fue para los extranjeros la actitud de Zumel; mas no por ello estos desmayaron en sus siniestros planes, pues con astuta maña y por medio de un soborno de 200 escudos de oro y la promesa de favores y beneficios, lograron comprar la voluntad del Dr. Zumel, que se convirtió en el más incondicional servidor de aquellos lamentables flamencos.
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« Respuesta #1 : Julio 01, 2011, 17:22:37 »


Cada vez más soberbios los flamencos por el despótico poder que ejercían, aprovechándose de la inexperiencia y juventud del Rey, siguieron ocupando las primeras dignidades en la Corte y el gobierno, vendieron empleos, favores y aún altos oficios del Consejo Real; enajenaron cargos de la Justicia, maltrataron con impúdica osadía a quienes no se prestaban a sus propósitos; sacaron de España cantidades elevadísimas de oro para disfrutarlas en su país y empobrecieron sin miramientos a la sufrida Castilla, cual si una plaga asoladora hubiese invadido sus dominios. Autores respetables aseguran que el dineral extraído por los flamencos a través de las aduanas de Barcelona y La Coruña ascendió a las enormes sumas de 900 cuentos en la primera y 750 en la segunda. Aun cuando estas sumas no pudiesen ser del todo exactas, nos autorizan a creer en su certeza las sorprendentes cantidades que algunos de aquellos funestos flamencos sacaron por la aduana barcelonesa en 1518 (precisamente poco después de las peticiones acordadas en las Cortes de Valladolid), un verdadero escándalo y una verdadera vergüenza que indignó a los castellanos: nada menos que 300 cabalgaduras y 80 acémilas cargadas con tesoros de la propiedad de Madame de Xèvres (mujer del ayo y Ministro del joven Carlos) pasaron por aquella aduana en dirección a Flandes sin pagar tributo alguno. El obispo de Arborea (confesor del Rey) se llevó del país 16 caballerías y 6 acémilas con oro, plata, alhajas y vestiduras; mientras que la esposa de Carlos de Lanoy (caballerizo mayor del monarca) hizo llevar a Flandes 40 caballerías y 10 acémilas con cargamentos de dinero y joyas... Tantas y tan considerables depredaciones, que no otra cosa significaban los inmensos tesoros que por medio de servidores y esposas encaminaban los flamencos a su nación para guardarlos allí a buen recaudo como fruto de sus rapiñas, eran motivos más que suficientes para que la paciencia de los castellanos se fuera agotando lentamente. Es significativo que, ya en 1519, apareciesen pasquines de protesta pública en las iglesias de Valladolid:

“Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres de sufrir que un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no te tienen amor. Item más: ¡¡Maldición caiga sobre tí, Reino de Castilla, que permites y soportas que tus hijos, amigos y vecinos sean maltratados y asesinados diariamente, sin hacer justicia. Item más: Ciertamente, Castilla, muy cobarde y desgraciada eres, cuando soportas el engaño, soborno y astucia de todo esto...”

Por otra parte, los monjes mendicantes (sobre todo en Salamanca) no tardaron en sermonear contra los flamencos, actividad verdaderamente preocupante para los partidarios del nuevo monarca, sobre todo si tenemos en cuenta el enorme potencial persuasivo que en aquellos tiempos tenían los religiosos. Los dominicos excitaron los ánimos con sus prédicas anticarolinas en Salamanca; y en Arévalo, el franciscano Bernardino de Cuéllar fue apresado por sus arengas contra el Emperador.
Un cronista de la época, Fray Prudencio de Sandoval, nos relata así el comportamiento inmoral de los explotadores flamencos:

“Los flamencos tenían en tal poco a los españoles, que los trataban como a esclavos, los mandaban como a bestias, y les entraban las casas, les tomaban las mujeres, robaban la hacienda, y no había justicia para ellos. Sucedió que un castellano mató a un flamenco en Valladolid: acogiese a la Magdalena. Entraron tras él los flamencos, y en la misma iglesia le mataron a puñaladas y salieron con ello, sin que hubiese justicia ni castigo”.

A todo esto habría que añadir el cúmulo de quejas de los comerciantes castellanos y de los ganaderos de la Mesta, descontentos ante la actitud de un monarca que, a su entender, no les protegía. La falta de capitales y de obreros cualificados, así como la negativa de las autoridades a establecer medidas proteccionistas, condenaron a la industria textil castellana, ya desde el reinado de los Reyes Católicos, a producir en cantidad insuficiente artículos de escasa calidad, incapaces de competir con los elaborados en el extranjero.


Las Cortes de la discordia. Inmoralidad y corrupción.


Así estaban las cosas cuando un nuevo desprecio del Rey a los castellanos contribuyó al aumento del malestar general. Habían pedido las Cortes de Castilla que, mientras el joven Carlos no contrajese matrimonio y tuviera sucesión, no saliese del país el infante D. Fernando, su hermano, a quien todo el mundo apreciaba por sus nobles cualidades. El Rey lo prometió así; pero acabó por ceder a las pretensiones de sus favoritos (temerosos de que la indignación popular tomase por líder y símbolo a D. Fernando y les arrojase a ellos del país) y le hizo marchar a Flandes, al lado de su abuelo el Emperador Maximiliano, sin importarle nada el incumplimiento de su palabra o el enojo de los castellanos.
Los aragoneses y catalanes, participando de la justa desconfianza que inspiraba la Corte flamenca, no habían jurado fidelidad al nuevo Rey, a no ser que éste prometiese previamente guardar sus fueros y libertades. A duras penas logró Carlos de Gante que las Cortes de Aragón reconociesen su autoridad y le jurasen como Rey en unión de su madre, Doña Juana. Los catalanes, por su parte, no quisieron reconocerle; y aun cuando su oposición parecía muy difícil de resistir, la astucia inmoral y corruptora de los flamencos recurrió al soborno de los más débiles representantes de Cataluña, y logró por tan lamentables medios que las Cortes catalanas aceptasen al nuevo monarca, si bien se negaron a concederle el menor servicio pecuniario, pues no querían que sus dineros acabasen en los bolsillos de los indeseables flamencos.



Fue en Barcelona donde el joven monarca tuvo noticia del fallecimiento de su abuelo paterno, el Emperador Maximiliano de Alemania. Haciéndose efectiva la sucesión al Trono imperial, la Dieta de Fráncfort eligió con sus votos a Carlos de Gante como próximo regidor de aquel Imperio. Su elección le envaneció grandemente, pero mucho más al corrupto Sr. de Xèvres y a los demás flamencos de su Corte; los cuales, ciegos por la ambición y anhelantes de las delicias que podrían estar a su alcance, lograron que el Rey aceptase presuroso el solio imperial que (en nombre de la Dieta de Fáncfort) vino a ofrecerle el Duque de Baviera. Por supuesto, el Rey no consultó nada con las Cortes de Castilla; y así como al titularse Rey de España lo hizo sólo por sí y ante sí, ignorando por completo a su madre y menospreciando sus derechos, de la misma manera ignoró a Castilla, anteponiendo en sus regios dictados el nombre de Emperador de Alemania al de Rey de Castilla y de todos sus estados.
El nombramiento de Carlos como Emperador alemán causó no poca irritación en Castilla, ya que los gastos aparejados a esta designación serían exorbitantes. Era un hecho evidente que el nombramiento le obligaría a recaudar nuevos y fuertes impuestos para hacer frente a los gastos de su viaje a tierras germanas y, sobre todo, para saldar la deuda contraída con los Függer, poderosos banqueros que le habían prestado dinero para sobornar a los electores de la Dieta alemana y evitar, de este modo, que su rival Francisco I de Francia le arrebatase el título de Emperador.
Los castellanos, ya muy heridos por tantas y tan lamentables ofensas, no tardaron en sentirse inquietos por los males que podrían tener lugar si el Rey se ausentaba. Pero la indignación aumentó hasta extremos inimaginables cuando supieron que su ausencia duraría nada menos que tres años, y que para los gastos del viaje y la toma de posesión del Imperio necesitaría un subsidio de 500 cuentos de maravedís, a pesar de no estar aún cumplido el aprobado por las Cortes de Valladolid. Para obtener esta desmesurada subvención, el Rey decidió convocar a las Cortes castellanas en Santiago de Compostela, donde jamás fue costumbre que éstas se reunieran, lo cual ya era el colmo de la desconsideración y el menosprecio hacia el pueblo castellano, amante como ninguno de su decoro y sus libertades.



Al enterarse de los propósitos del monarca las autoridades de Toledo, se alarmaron extraordinariamente y, sin pérdida alguna de tiempo, enviaron una razonada y fuerte epístola a las demás ciudades castellanas con representación en las Cortes, explicando los agravios que la Corona de Castilla había sufrido con el nuevo soberano, las corruptelas de los infames flamencos y los males infinitos que podrían producirse durante la ausencia real. No satisfecha con esto, la ciudad de Toledo comisionó a los señores Pero Laso de la Vega y Alonso Suárez para que se presentasen ante el Rey y le expusieran las quejas públicas y la necesidad de que no saliera del país. Diferentes ciudades se adhirieron a los deseos de Toledo y elevaron quejas al poder real, mas todo fue en vano. El Señor de Xèvres, privado del Rey, reunió a las autoridades y al Ayuntamiento de Valladolid (ciudad en la que se hallaba la Corte) para persuadirles de que debían acceder a todo lo que pedía el monarca. Recelosos y ofendidos los concejales vallisoletanos y los Ministros de Justicia convocados, replicaron con entereza al privilegiado flamenco. Y éste, convencido de que nada podría lograr empleando sutiles razones, recurrió al soborno, proponiéndose suavizar con este método el áspero desdén con que fueron respondidas sus proposiciones. No fue así, sin embargo, pues cuando las gentes de Valladolid se enteraron de todo esto, se produjo la consiguiente alarma, precursora de un motín en ciernes. Los cortesanos temblaron; y anhelantes de librarse de la furia popular, hicieron salir precipitadamente al Rey de la ciudad del Pisuerga, marchando con él a Santiago de Compostela, en donde (como ya se ha dicho) habían de reunirse las Cortes convocadas.
Tan disimulada fue la salida del monarca, y al mismo tiempo tan oportuna, que de no haber sido así, podría haberse producido un alboroto de consecuencias funestas. El Rey no quiso recibir en Valladolid a los comisionados que enviaba la ciudad de Toledo para exponerle las quejas populares, y les citó en Tordesillas. En aquella villa se unieron a Pero Laso de la Vega y Alonso Suárez los comisionados enviados por Salamanca con iguales fines; pero no fueron recibidos hasta Villalpando, donde se les indicó de un modo acre, descortés y mortificante que en Benavente se les daría contestación. Pero el Rey no se dignó a recibirles ni allí ni en el resto del camino, ni aún en la misma ciudad de Santiago de Compostela; así como tampoco quiso escuchar las solicitudes que con los mismos anhelos le dirigían al Rey otros lugares de Castilla.
El 31 de marzo de 1520, las Cortes reunidas en Santiago de Compostela iniciaban sus sesiones. El enfrentamiento estuvo servido desde los primeros momentos, nada más conocerse que los Procuradores de Toledo se habían negado a participar y a los de Salamanca les habían impedido la entrada. Los demás Procuradores se opusieron con fuerza a que tuviesen lugar las Cortes sin que estuvieran representadas cuantas ciudades y villas tuviesen votos; y manifestaron su disgusto por que dichas Cortes fuesen presididas por el extranjero Mercurio de Gatinara, Gran Canciller del Reino. Aumentaba el disgusto generalizado el personal empeño del Sr. de Xèvres de que no fueran examinadas ni atendidas las peticiones que llevaban los Procuradores hasta que éstos no aprobasen la subvención que pretendía obtener el Rey. Como los gallegos estaban resentidos porque no se les admitía en aquellas Cortes; los Grandes y Señores hallábanse disgustados de que no se le encargase a alguno de ellos la regencia que tendría lugar durante la ausencia del monarca; y los Procuradores estaban siendo continuamente asediados por los codiciosos flamencos para que no cumplieran con sus deberes; se produjo entonces un desconcierto tal que no había manera de entenderse ni enterarse de nada. Pero Laso de la Vega y su compañero Alonso Suárez, en vez de ser atendidos, fueron desterrados; a los Procuradores de Salamanca, que presentaron nuevos poderes en forma legal, se les expulsó de las Cortes desde que expusieron su firme resolución a votar contra la subvención que Carlos de Gante pretendía; el Arzobispo de Santiago, haciéndose eco de los resentimientos de sus diocesanos (y a pesar de que nunca había sido admitido el Reino de Galicia en las Cortes castellanas), acaloraba los ánimos llamando a la rebelión... Así  que, ante tal panorama, el Rey decidió trasladar aquellas Cortes a La Coruña, con el objetivo de poder escapar en barco hacia Alemania si las cosas se complicaban más de la cuenta... El salmantino Juan Maldonado, cronista oficial de la época, considera que la convocatoria de Cortes en La Coruña “causó la aflicción general. Se juzgaba que el rey medía a España por su sola comodidad que como una heredad apartada, no atendiendo más que a vendimiarla y que las Cortes que mandaban juntar en el momento de partir tenían por general objeto el esquilmar al pueblo”.
Una vez trasladadas las Cortes a La Coruña, el monarca prometió solemnemente bajo su real palabra (después de anunciar que su viaje a Alemania era un asunto que se llevaba a cabo para el mayor bienestar de todos sus Estados) que sólo estaría ausente unos tres años; y que durante todo aquel tiempo no se proveerían empleos, dignidades ni oficios a quienes no fuesen naturales de Castilla. Los Procuradores no sabían si acceder a todo cuanto el Rey solicitaba o cumplir con las demandas de sus respectivas ciudades y villas. Al final, los representantes de Córdoba, Murcia, Madrid y Toro votaron contra la subvención de 220 millones de maravedíes que pretendía el Rey. Los de Cuenca, Ávila, Guadalajara, Jaén, Segovia, Soria, Sevilla, Burgos y Granada votaron a favor, y lo mismo hizo uno de los dos Procuradores de León (el otro, Martín Vázquez de Acuña, se negó); mientras que Valladolid y Zamora terminaron votando afirmativamente contra su voluntad. Salamanca y Toledo, por su parte, se negaron a someterse a las pretensiones del monarca. En resumen, que los infames planes de los flamencos estuvieron respaldados por el voto mayoritario de las Cortes castellanas. Poco después, el monarca y sus cortesanos marcharon a tierras germanas, quedando como Regente el Cardenal Adriano de Utrech. Es decir, que el Rey había incumplido su promesa de no entregar ningún cargo público más a los extranjeros.
En tan crítica situación... ¿Cuál era el partido que debían tomar los oprimidos castellanos? Aguantar con resignación tantas afrentas y humillaciones habría sido algo inconcebible. No es de extrañar que estallase la rebelión; que las gentes de Castilla, hartas ya de ser manejadas de cualquier manera por tiranos extranjeros, empuñasen las armas para hacerse respetar y vengarse de tantas ofensas. Al divulgarse los escandalosos medios puestos en juego para corromper la voluntad de los Procuradores de las Cortes de Santiago y La Coruña, estalló la revuelta que la perversidad de los flamencos había venido fraguando; aquella noticia era ya la gota que colmaba el vaso. Toledo fue la primera ciudad castellana que se sublevó contra la autoridad real, y varias ciudades más no tardarán en seguir su ejemplo. Al regresar de Galicia los Procuradores de las Cortes se oía ya, por todas partes, el estruendo de la rebelión desencadenada.
Toledo, como acabamos de indicar, sería la primera ciudad alzada en armas: allí había estallado una considerable revuelta popular días antes de la finalización de aquellas olvidables Cortes. Los toledanos apoyaron a Juan de Padilla, Gonzalo de Gaitán y Hernando de Ávalos, que habían sido llamados a Santiago de Compostela por el Emperador. La multitud se opuso a su marcha y se apoderó de las autoridades locales, al tiempo que los predicadores exhortaban a los toledanos a unirse contra los flamencos y sus cómplices. Lo que ya empezaba a llamarse Comunidad (es decir, el poder popular, insurrecional) comenzó a adueñarse, uno tras otro, de todos los poderes municipales; los delegados de los diversos barrios de la ciudad (“diputados) formaron un nuevo concejo de Toledo. Los opositores a la rebelión comunera, agrupados en torno a la facción pro-carolina de los Silva, huían de la ciudad, se escondían en sus casas o se refugiaban en el Alcázar junto a Juan de Ribera. Sin embargo, los regidores y caballeros guarecidos en la imponente fortaleza acabarían rindiéndose sin oponer resistencia.

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« Respuesta #2 : Julio 01, 2011, 17:31:53 »


Castilla se levanta en armas. La rebelión comunera triunfa en Segovia.


La revuelta comunera cundía en todas partes. En varias ciudades tuvieron lugar motines contra los representantes del Emperador, los corregidores, los altos funcionarios y los arrendatarios de impuestos. Y los primeros y más violentos incidentes ocurrirían en Segovia, donde el líder indiscutible del movimiento sería el atencino Juan Bravo. Con una población de 6.000 habitantes, la Segovia de aquella época era una ciudad industrial, la única en Castilla la Vieja que contaba con un proletariado denso, y era además la cabeza de una extensa Comunidad de Ciudad y Tierra de notables dimensiones, riqueza y autonomía que había estado integrada por los sexmos de Santa Eulalia, La Trinidad, Cabezas, San Lorenzo, Posaderas, Lozoya, San Millán, San Martín, El Espinar y Casarrubios. Pero, en 1480, la reina Isabel despojaría a la Comunidad segoviana de los sexmos de Valdemoro y Casarrubios para entregarlos a los Marqueses de Moya (Andrés Cabrera y su esposa Beatriz de Bobadilla, padres de los futuros Condes de Chinchón). El Concejo de Segovia protestaría enérgicamente por este expolio, pero sus demandas de justicia no serían escuchadas. De ahí que, al producirse la rebelión comunera, la ciudad de Segovia pretendiese recobrar parte de los expoliado....
Pero no adelantemos acontecimientos. El 29 de mayo de aquel año de 1520, tuvo lugar en la iglesia del Corpus Christi de Segovia la reunión anual de los cuadrilleros, que eran los encargados de recaudar los impuestos locales. Los allí presentes no podían dejar de comentar lo sucedido en La Coruña y Toledo y, a continuación, se lanzaron duras acusaciones contra los representantes del poder central, el corregidor (a quien se le reprochaba su absentismo) y sus colaboradores, preocupados ante todo de obtener cuantiosos beneficios. Nada de nuevo había en estas críticas, que desde hacía tiempo eran recogidas por voces autorizadas en informes oficiales. Pero no tardarían en llegar los distubios y la tragedia...
Todo comenzó, según Diego de Colmenares, con cierta alocución que relataba los desmanes del corregidor:

“Señores, ya sabéis como es Corregidor de esta ciudad Don Juan de Acuña: y que nunca ha puesto los pies en ella. Y no contento de tenernos en poco, tiene aquí unos oficiales, que tratan más de robarnos, que de administrar justicia. Fuera de esto sabéis que tiene aquí puesto un alguacil, más loco que esforzado, que no le bastan desafueros que hace de día; sino que trae un perro con que prende los hombres de noche. Y lo que acerca de esto a mí parece, es que si alguno hiciere cosa que no deba, que le prendan en cada como á cristiano, y no le busquen con perros en la sierra, como á moro; poque un hombre honrado más siente el prenderle en la plaza, que las prisiones que le echan en la cárcel.”

Incauto, el corchete Hernán López Melón osó enfrentarse a los allí presentes, defendiendo al corregidor a capa y espada. Pronunció unas palabras que también recogió el historiador Colmenares:

“En verdad, señores, que no me parece bien lo que ese hombre ha dicho, y peor me parece que gente tan honrada como aquí hay le den oídos. Porque el que hubiere de decir en público de los ministros de la justicia ha de hablar con moderación y templanza en la lengua. Pues en el oficial del rey no se ha de mirar a la persona, sino á lo que por la vara representa. A lo que dice del perro que nuestro alguacil trae consigo, como es mozo, más le trae para tomar placar de día, que para prender de noche. Y si así no fuese, no me tengo yo por tan ruin que no hubiera dado cuenta al pueblo: porque al fin estoy más obligado á mis amigos y vecinos, que no á los extraños. Si los alcaldes o alguaciles hacen alguna cosa contra derecho a justicia, lo que hasta ahora no han hecho, en ley de cristianos estamos obligados á avisarles y á reprenderles en secreto, antes que les difamemos en público. Si esto que ahora os digo no os parece bien, podrá ser que de lo que aquí resultare os parezca peor: porque las malas palabras que inconsideradamente se dicen, alguna vez con mucho acuerdo se pagan”.

El hispanista Joseph Pérez nos refiere que Hernán López Melón denunció las acusaciones contra el corregidor como crímenes de lesa majestad, ya que se osaba atacar a los representantes de la autoridad, y profirió veladas amenazas contra los calumniadores... ¡Más le valdría no haberlo hecho!
Al grito de “¡Muera, muera!” la multitud agarró a López Melón, fue sacado de la iglesia y conducido hacia la muerte: alguien le echó una soga al cuello y, en una improvisada horca emplazada en la Cruz del Mercado, el infeliz corchete fue colgado (“ya muerto, con los golpes que en el camino le habían dado”). Poco después, los rebeldes se toparon en el Azoguejo con el alguacil Roque Portalejo, uno de los colegas de López Melón. Creyendo que este personaje estaba apuntando los nombres de quienes habían acabado con el corchete para luego delatarles, los rebeldes amenazaron a Portalejo con hacerle lo mismo que a su compañero. Y, en efecto, Roque Portalejo  fue asesinado y colgado por los pies al lado de López Melón.
Al día siguiente (hallándose aún los segovianos muy agitados por los trágicos acontecimientos de la víspera) llegó a la ciudad el Procurador Rodrigo de Tordesillas, uno de los dos representantes de Segovia en las Cortes de Santiago-La Coruña. Los segovianos habían dado a Tordesillas instrucciones terminantes y precisas de no consentir la extracción de dinero del Reino y oponerse a la provisión de cargos y oficios a extranjeros; entre otros muchos mandatos. Y como todos los Procuradores que asistieron a las mencionadas Cortes llevaban el mismo encargo de oponerse a cuantos hicieran en contra del bien público aquellos nefastos gobernantes, vedado les quedaba a todos ellos el complacerles en sus terribles pretensiones.
Por desgracia, Rodrigo de Tordesillas había sido uno de los Procuradores que se habían dejado corromper por los infames flamencos, sospechando la opinión pública que éstos habían comprado su voto mediante el acostumbrado soborno. Sabemos, por medio de las investigaciones históricas que Manuel Danvila realizó sobre la rebelión comunera, que el Procurador Tordesillas recibió un soborno de 300 míseros ducados a cambio de su voluntad; mientras que el otro Procurador segoviano, Juan Vázquez, percibió una sustanciosa merced de 50.000 maravedís.
Elegantemente “vestido de terciopelo negro, con tabardo carmesí y gorra de terciopelo morado, autoridad y gala mucha de aquel tiempo”; el corrupto Rodrigo de Tordesillas se dirigía montado en una mula hacia la Iglesia de San Miguel, donde debía explicar a las autoridades segovianas su actuación en las Cortes. Una enfurecida multitud rodeaba aquella parroquia, increpando al despreciable Procurador. Rodrigo de Tordesillas intentó hacerse oír, pero nadie quiso escuchar sus palabras. Tordesillas fue arrastrado hacia la prisión de Segovia por una multitud indignada que le insultaba y golpeaba: no tardó el Procurador en ser estrangulado en plena calle y colgado junto a los desgraciados López Melón y Portalejo, las dos víctimas del día anterior... De nada sirvieron los ruegos el Abad y los canónigos que salieron a la calle portando el Santísimo Sacramento; ni las súplicas del religioso Juan de Arévalo, hermano del corrupto Procurador.
A continuación, los amotinados intentaron tomar el Alcázar, que se hallaba en poder del odiado Diego de Cabrera y Bobadilla, hermano del Conde de Chinchón. Desde el instante mismo en que la ciudad de Segovia se levantó en armas contra el poder de la Regencia, Cabrera se recluyó en la imponente fortaleza con cuantos hombres de guerra quisieron seguirle. Y en nombre de su hermano, el Conde, resistiría el asedio de los rebeldes durante cerca de un año, rechazando a quienes le atacaban desde la Catedral antigua, muy próxima al Alcázar.


Asambleas representativas. La democracia directa.


Poco después, los rebeldes nombraron a las nuevas autoridades que habrían de regir la ciudad del Eresma, y éstas escribirían poco después una carta al regente Adriano de Utrech, en la cual aseguraban que ningún segoviano había participado en los asesinatos de López Melón, Portalejo y el Procurador Tordesillas, que habrían sido perpetrados por forasteros indeseables. Toda una provocación que no tardaría en suscitar las iras del Arzobispo Antonio de Rojas, presidente del Consejo Real y fiel partidario de la causa del Emperador.
Con el triunfo del movimiento comunero en Segovia, el regimiento tradicional fue sustituido por una forma de gobierno más representativa: la Comunidad. Ésta se organizó en la base como una democracia directa; y los regidores que se adhirieron al movimiento comunero (todos menos tres, aunque ninguno de éstos se hallaba presente en Segovia) continuaron formando parte de la asamblea municipal, quedando a su cargo la gestión de los asuntos administrativos rutinarios, en tanto que se les dejaba al margen de las responsabilidades políticas y de todo poder de decisión. Dos nuevas categorías de representantes pasaron a formar parte de la asamblea municipal: los portavoces de los “estados tradicionales” (clero, caballeros y pecheros) y los miembros elegidos directamente por la población (los diputados, a razón de dos por “colación). Son estos diputados los que constituyen la originalidad del movimiento comunero en la base. Mientras los regidores quedaban relegados a funciones secundarias y los representantes de los “estados” no ejercían más que una labor meramente simbólica; los diputados fueron quienes detentaron los más amplios poderes. Así formada, la asamblea municipal se reunía de manera regular, siendo presidida por el sacerdote Antonio Meléndez (nombrado por decisión popular).
Además del Concejo municipal, existió un organismo más restringido: el Consejo o Junta de Guerra, que tenía tendencia a ir concentrando todos los poderes sobre los contingentes militares. Era esta corporación quien los reclutaba, pagaba, daba órdenes directamente y exigía informaciones sobre la situación.
La intervención de las gentes de Segovia en la vida política se realizaría gracias a la institución de los diputados, elegidos y revocables; y sobre todo mediante las asambleas de barrio, cuyas reuniones se hacían a intervalos irregulares y debido a circunstancias diversas. Unas veces se trataba de simples reuniones informativas en las que los diputados daban cuenta de su mandato o exponían los problemas generales; y otras, se invitaba a los segovianos a pronunciarse sobre una cuestión o a expresar su voto sobre algún aspecto propuesto por la asamblea. Los diputados eran los encargados de convocar estas asambleas, mediante el tañido de campana, que (por lo general) se celebraban en la parroquia de cada barrio.
La vida política de la Comunidad segoviana, a través de la Junta local y las reuniones de barrio, era de gran originalidad: junto a reminiscencias medievales aparecían tendencias más modernas, un intento de democracia representativa a través de los diputados electos. Los comuneros trataron de poner fin a un sistema de gobierno municipal que reservaba el poder a un grupo de privilegiados... Pero la derrota de Villalar acabaría con esta interesante experiencia, y el Concejo municipal volvió a quedar en manos de la oligarquía urbana.





Segovia lucha contra los imperiales. Las crueldades de Ronquillo.


Como no podía ser de otra manera, el poder de la Regencia decidió tomar represalias contra los rebeldes segovianos. El 10 de junio de 1520, el alcalde de Corte Rodrigo Ronquillo recibía órdenes de abrir una investigación sobre el brutal asesinato del Procurador Tordesillas, misión imposible de cumplir en tan turbulentas circunstancias. Pero no tardó Ronquillo en transformar la investigación encomendada en una cruel expedición de castigo contra la urbe de Segovia.  Así, este esbirro de la Regencia se acercó a los arrabales segovianos dispuesto a dominar por la fuerza a la ciudad, pero las milicias segovianas (reforzadas por comuneros de Toledo y Madrid) le hicieron frente, obligándole a retroceder hasta Arévalo. Aunque el Arzobispo Antonio de Rojas ordenó a Ronquillo que se trasladase a Valladolid, éste prefirió permanecer en Santa María de Nieva, donde ahorcó, hizo cortar pies y manos y sacó crecidas sumas de dinero a cambio de sus libertades a todos los segovianos que cayeron en su poder, por el sólo hecho de ser hijos y vecinos de la ciudad del Eresma.
La carta que el 13 de septiembre de aquel año dirigida a la Junta de la Comunidad de Valladolid por los comuneros Padilla, Bravo, Zapata y Quintanilla nos relata las atrocidades perpetradas por el cruel Ronquillo, hombre de tan siniestro recuerdo:

“Yllustres é muy magníficos señores

entre los otros males y mañas de tyranías nunca usadas ni oydas en estos Reynos de que el alcalde Ronquillo uso estando salteando en Santa María de Nieva a los que salían de la muy noble é muy leal cibdat de Segovia fué que encartó á muchas personas de diversos estados de la dicha cibdat é hizo procesos contra ellos tan apasionados é tan escandaloso como á su persona é condición requerían en que no dejó de poner en su libelo ynfamadores todos aquellos de quien tuvo noticia / estos procesos pasaron ante un escribano suyo que se llama Rosales y que el alguacil dellos ó oficial que denunciaba un talesquinas los cuales estan en esa noble villa. Suplico a V.S. É mrd. Manden prender las personas destos é les hagan dar é Restituir los dichos procesos en tanto que no pueden aver las personas de quien los mando hacer para que se paguen por esto y MUCHAS MANOS Y PIES QUE POR SU MANDADO SE CORTARON É MUCHOS QUE SE AHORCARON SÓLO POR DECIR QUE ERAN DE SEGOVIA que los dineros que llevó de muchas é diversas personas estos aca se buscara maña como de sus bienes sy alguno en estos Reynos dejó se restituya alguna parte / asy mismo Suplicamos á V.S. Mrds. Que ciertos procesos hechos contra algunas personas particulares de la muy noble é muy leal cibdat de Toledo que precuraban el bien común los cuales han pasado por onde Juan Rse. Secretario del Concejo y están en su poder los manden e Restituya é V.S. É mdrs. Los manden enviar porque sy memoria ha de quedar Razón es que quede de los que han robado y destruido el Reyno y bevido la sangre de los pobres y no de los que lo han procurado Restituir. Prospere nuestro Señor el yllustre é muy magno estado de V.S. Mrds. De Tordesillas á XIII de Septiembre / besamos las manos de V.S. Mrds.- juan de padilla – brabo- juan çapata – luys de quintanilla.”


Las crueldades de Ronquillo, así como sus intentos de aislar a Segovia impidiendo su aprovisionamiento, le granjearon el odio de los vecinos de esta ciudad, que se unieron más que nunca en torno a los caudillos de la Comunidad segoviana, y en especial a Juan Bravo, investido de responsabilidades militares. Es él quien pone en armas a la ciudad y a los pueblos de su Tierra, organiza las fuerzas populares, nombra los cabos y capitanes de las escuadras comuneras, procura reservas de armas, arbitra recursos públicos y privados, reúne cuantos pertrechos de guerra puede haber a mano, trabaja sin descanso, y logra que el fuego de la rebelión se extienda rápido a todas las clases y profesiones. Las milicias comuneras por él dirigidas, formadas por obreros y campesinos, irán a luchar en torno a Valladolid; otros contingentes menores franquearán el Guadarrama para apoyar a los súbditos del Conde de Chinchón, que se habían rebelado contra su señor. Los segovianos no olvidaban que los Condes de Chinchón tenían en su poder terrenos que pertenecían legítimamente a la Comunidad de Ciudad y Tierra de Segovia, y prestaron todo su apoyo a aquellos siervos rebeldes, hasta tal punto que el Conde se vio obligado a pedir refuerzos a los Virreyes para poder hacer frente a tan peligrosa amenaza.
Por suerte, los comuneros de Segovia veían cómo se acrecentaban los partidarios de la rebelión popular:

“Hizo Segovia alarde de la gente de guerra que tenía para defenderse de Ronquillo. Y halló doce mil hombres con tanto ánimo, que aun hasta las mujeres y los niños tomaban las armas. Hicieron fuertes palenques, hondos fosos, encadenaron las calles. Y la ciudad de Ávila les ayudaba como si fuera causa propia”.

El combate de las fuerzas comuneras de Segovia, Toledo y Madrid a las tropas del perverso Ronquillo, enviadas expresamente por Adriano de Utrech, desató una guerra sin cuartel. Es entonces Toledo convocó una Junta (“Santa Junta”) con el objetivo de reunir a las ciudades rebeldes y lograr los siguientes objetivos: la anulación del servicio votado en La Coruña, la vuelta al sistema de encabezamientos, la reserva de cargos públicos y beneficios eclesiásticos a los castellanos, prohibir la salida de dinero y designar a un castellano para dirigir el país en ausencia del Rey. El carácter expresamente revolucionario de estas reivindicaciones explica las reticencias de muchas ciudades a la hora de dar su apoyo a esta Junta comunera. El mismísimo Adriano de Utrech informaría al Emperador sobre las pretensiones revolucionarias de los toledanos:

“Dicen expresamente que las pecunias de Castilla se deben gastar al provecho de Castilla, y no de Alemania, Aragón, Nápoles, etc. y que Vuestra Majestad ha de gobernar cada una tierra con el dinero que de ella recibe. De manera que en efecto no quieren dejar nada para las confirmaciones y libranzas hechas para Alemania [...]. También dicen que, de los dineros del Reino, primero se ha de socorrer a las necesidades de aquel antes que se hayan de sacar por otras urgentes necesidades. Lo cual también parece a todos que los dineros de Vuestra Alteza que aquí se cogen se deben tomar cuantos abastaren para atajar y quitar los peligros del Reino, para que el mismo no se pierda, aunque Vuestra Majestad fuese forzado a ello, pues es para tal efecto”.

Sólo Salamanca, Segovia y Toro responderán afirmativamente a la Junta convocada por Toledo; poco después se unirá Zamora, que, sin embargo, acabará por retirar a sus representantes. La Santa Junta se reunirá en la sacristía mayor de la Iglesia Catedral del Salvador de Ávila, y entre quienes asistieron a la asamblea había gentes de todas las clases: plebeyos, nobles, sacerdotes, fabricantes y artesanos; predominando desde luego el elemento popular. La presidencia de la Santa Junta fue ocupada por el noble toledano Pero Laso de la Vega, pero no era precisamente él quien dirigía los debates:

“Estaba en medio de los procuradores de la Junta un banco pequeño en el cual se sentaba un tundidor llamado Pinillos, el cual tenía una vara en la mano y ningún caballero ni procurador ni eclesiástico osaba hablar allí  palabra sin que primero el tundidor le señalase con la vara. De manera que los que presumían de remediar el reino eran mandados de un tundidor bajo. Tanta era la violencia y ciega pasión de la gente común”.

Toledo alimentaba, además, otras ambiciones. Se hablaba con insistencia de la posibilidad de convertir a las ciudades castellanas en ciudades libres a semejanza de Génova y de las repúblicas italianas, tal y como refería el Cardenal Adriano al Emperador en una carta fechada el 30 de junio de 1520:

“Los de Toledo cada día se afirman más en su pertinencia [y] procuran atraer aquella ciudad a la libertad, a la manera que lo están en la ciudad de Génova y otras de Italia”.

En Ávila y Segovia se afirmaba que la finalidad esencial de la Junta sería acudir a Tordesillas a devolver a la Reina todas sus prerrogativas. Circulaba, además, la idea de destronar a Carlos de Gante. Era, por tanto, algo muy distinto de una simple protesta contra la presión fiscal. Lo que se estaba preparando era una verdadera revolución.
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« Respuesta #3 : Julio 01, 2011, 17:36:33 »


Arde Medina del Campo. Se extiende la rebelión comunera.


...Pero la venganza de quienes combatían a los comuneros no tardaría en llegar. A finales de julio, el Cardenal y Regente Adriano de Utrech, desoyendo los consejos de los más moderados de sus partidarios, decidió emplear contra Segovia toda la artillería real depositada en Medina del Campo, concretamente en el cerro de la Mota. En un primer momento (según dejó por escrito el propio Adriano) trató de hacerse con el arsenal por mediación del Obispo de Burgos, Alonso de Fonseca, pero a los medinenses les repugnaba entregar unas armas que serían usadas contra sus hermanos segovianos. Ante tal situación, Adriano de Utrech le ordenó a un tal Antonio de Fonseca (hermano del Obispo burgalés y Capitán General del Ejército) que se presentase en la villa y tomase aquel arsenal.
Fonseca partió hacia la mercantil Medina del Campo secundado por Ronquillo, que se hallaba a la espera en Arévalo. Iban con ambos un total de 1200 lanzas y 200 escopeteros. Los de Medina, amotinados, se negaron en redondo a entregar el arsenal. Tras cerca de cuatro horas de terca conversación, Fonseca les dijo que, si no le entregaban aquel armamento por las buenas, él se lo arrebataría por la fuerza. La resistencia tenaz de Medina del Campo no tardó en desembocar en abierta pelea contra las tropas realistas. Con el fin de distraer a los rebeldes medinenses, Fonseca (o quizás uno de sus colaboradores) provocó un incendio en la calle de San Francisco; pensando que las gentes abandonarían el combate para tratar de apagar el fuego, pero todo el mundo siguió combatiendo. El incendio se extendió por una vasta zona de la villa, arrasando el Convento de San Francisco (donde los comerciantes almacenaban sus mercancías entre feria y feria), las calles céntricas, las casas particulares, los monumentos... Todo lo más representativo e importante de Medina del Campo, para indignación de sus gentes, fue tragado por las llamas. El valor de todo lo devastado se cifró en una cantidad situada entre los 300.000 y los 400.000 ducados. El cronista Sandoval nos relata lo que sucedió:

“Quemóse todo el monasterio de San Francisco, sin quedar piedra sobre piedra, y fue gran ventura que salvaron el Santísimo Sacramento en el hueco de un olmo que estaba en la huerta; y allí arrimaron un altar, donde algunos días celebraron los oficios divinos. Quemáronse todas las casas de la acera, como van por la rinconada a la calle de Ávila, y las casas de la rúa de ambas partes, y las Cuatro Calles, y la calle del Pozo, y otras muchas, que llegaron todas a nuevecientas casas, que en ellas no se salvó ni un colchón, porque moneda, ni mercadería, ni otra cosa quedó que no se abrasase […]
Era cosa lastimosa ver las gentes, mujeres y niños llorando y gimiendo desnudos, sin tener dónde se acoger ni con qué cubrir sus carnes, dando voces al cielo y pidiendo a Dios justicia contra Antonio de Fonseca”.


Entristecida por lo sucedido, la ciudad de Segovia se apresuró a enviar una carta a los bravos medinenses. No era para menos, pues los de Medina habían sacrificado todo cuanto tenían para evitar que Segovia fuese atacada y dañada. Merece la pena reproducir parte de la misiva, fechada el 23 de agosto de 1520; ya que permite entrever la valentía que demostraron los medinenses en la lucha contra las tropas imperiales:

“Ayer jueves, que se contaron 23 del presente mes de agosto, supimos lo que no quisiéramos saber, y hemos oído lo que no quisiéramos oír. Conviene a saber, que Antonio de Fonseca ha quemado toda esa muy leal villa de Medina. Y también sabemos que no fue otra la ocasión de su quema, sino porque no quiso dar el artillería para destruir a Segovia. Dios nuestro Señor nos sea testigo, que si quemaron de esa villa las casas, a nosotros abrasaron las entrañas, y que quisiéramos más perder las vidas que no se perdieran tantas haciendas. Pero tened, señores, por cierto que, pues Medina se perdió por Segovia, o de Segovia no quedará memoria, o Segovia vengará la su injuria a Medina.
Hemos sido informados que peleastes contra Fonseca, no como mercaderes, sino como capitanes: no como desapercibidos, sino como desafiados, no como hombres flacos, sino como leones fuertes. Y pues sois hombres cuerdos, dad gracias a Dios de la quema, pues fue ocasión de alcanzar tanta vitoria. Porque sin comparación habéis de tener en más la fama que ganastes, que la hacienda que perdistes. Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recebido, muy pocas fuerzas hay en nosotros para satisfacerlo. Pero desde aquí decimos, y a ley de cristianos juramos, y por esta escritura prometemos, que  todos nosotros por cada uno de vosotros pornemos las haciendas, e aventuramos las vidas, lo que menos es, que a todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia, cortando para hacer sus casas madera. Porque no puede ser cosa más justa, que pues Medina fue ocasión que no se destruyese con el artillería Segovia, que Segovia dé sus pinares con que se repare Medina. Bien se pareció, señores, en lo que hicistes, no sólo vuestro esfuerzo, mas aún vuestra cordura en tener como tuvistes en poco la quema, y esto no por más de por mostraros fieles, amigos y confederados de Segovia”.


El incendio padecido por Medina del Campo provocó una enorme oleada de indignación en toda Castilla. Aquel horrible suceso infundió nuevos bríos y apasionada adhesiones a la revuelta comunera, radicalizándola notablemente. Y, como no podía ser de otra manera, la propia Medina del Campo se unió rápidamente a la causa de las Comunidades: una enfurecida multitud (encabezada por el tundidor Fernando de Bobadilla) asesinó al regidor Gil Nieto, al librero Cristóbal Téllez, a Rodrigo de la Plaza y al escudero Lope de Vera. Una junta comunera se hizo con todo el poder local, y en ella participaron todas las clases sociales de Medina: caballeros, regidores, clero y pueblo llano.
La rebelión de las Comunidades era ya imparable. La Santa Junta se trasladaría a la villa de Tordesillas, agrupando por aquellos días a 14 de las 18 ciudades con voz y voto en las Cortes castellanas: Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Murcia y Madrid. La Castilla comunera se articulaba en torno a los dos núcleos rebeldes principales: Valladolid al Norte y Toledo al Sur. Madrid, Ávila, Segovia, Palencia, Medina del Campo, Tordesillas, Toro, Zamora y Salamanca participaban activamente; mientras que la revuelta comunera goza de menos vigor Cuenca, Guadalajara, Soria y León.  La ciudad de Burgos, dominada por los intereses del gran comercio de exportación lanera, acabaría por pasarse al bando imperial. El área de influencia del movimiento comunero quedaba perfectamente delimitada: Galicia, Asturias,Vascongadas, Extremadura y Andalucía no se adhieren a la sublevación. En La Montaña tuvo lugar un breve levantamiento comunero en Liébana, al frente del cual figuraba el caballero Orejón de Lama. En Extremadura, Cáceres y Badajoz rechazan las propuestas de los comuneros, pero Plasencia parece sumarse a la causa rebelde. Sin embargo, el movimiento comunero en esta ciudad cacereña no fue sino un conflicto entre los dos bandos del grupo oligárquico local, integrado por los Carvajales y los Zúñiga. En cuanto a la situación en Andalucía, hemos de recordar que las ciudades andaluzas se negaron resueltamente a enviar representantes a la Santa Junta (ya el 15 de junio de 1520, Córdoba le escribía a Toledo que su intención era de no hallarse en Junta alguna); es cierto que Jaén, Úbeda y Baeza se sublevarían (y serían rápidamente reprimidas); pero Jaén no mandaría Procuradores a la Junta comunera y permanecería en una completa indecisión, mientras que en Úbeda y Baeza sólo tendrían lugar luchas entre bandos rivales. Por lo demás, las ciudades de Córdoba, Sevilla y Jerez formarían meses después la Liga de la Rambla, una asociación anticomunera que sería la respuesta a la subversiva Junta de Tordesillas. Por lo demás, merece mencionarse el curioso caso de Murcia, que ocupó un lugar muy original dentro del movimiento comunero: la Comunidad murciana se hizo con el poder desde fechas muy tempranas, pero tardó mucho tiempo en establecer contacto con la Junta comunera. La revuelta murciana, al parecer, estuvo provocada más por intereses meramente personales de las autoridades que por una preocupación por el bien común. Prueba de ello es que la Comunidad murciana nunca tuvo preocupaciones por los problemas fiscales o reivindicaciones políticas, tal y como sucedía en las ciudades comuneras de la Meseta central.





Una rebelión urbana y popular. Reivindicaciones de los comuneros.


Socialmente, el movimiento comunero aglutinó a gentes de muy distintos grupos sociales, con intereses frecuentemente diversos: algunos elementos de la pequeña nobleza, burgueses y pequeños comerciantes, eclesiásticos y frailes, letrados y universitarios, trabajadores de las ciudades, campesinos... Nos obstante, en opinión de Joseph Pérez, el grueso del movimiento estuvo formando por las clases medias urbanas. Como afirma dicho autor, “la revuelta expresaba las inquietudes de las ciudades del interior, industriales y artesanales; las preocupaciones de las capas sociales medias...”. Por ello, en el bando anticomunero se alinearon dos grupos sociales que poseían un interés común en la exportación de lana, perjudicial para los intereses textiles castellanos: la aristocracia terrateniente y los comerciantes de Burgos. La mayor parte de la aristocracia prestaría su apoyo al bando imperial; en cambio, los nobles nunca fueron mayoritarios (ni mucho menos) entre los comuneros. De hecho, los miembros de la nobleza tuvieron un protagonismo poco destacado en la causa de las Comunidades: muchos de ellos se unieron a la rebelión por razones que guardaban escasa relación con la política y la mayoría de ellos acabaría por desertar del bando comunero (tal y como hicieron Pero Laso de la Vega, Pedro Girón, etc.). Como ya hemos dicho, en el movimiento comunero predominaban las clases medias urbanas, mereciendo una mención especial los artesanos: pelaires, cardadores, zapateros, tundidores, cordoneros, pellejeros, sastres, boneteros... No hay más que repasar los nombres de algunos caudillos populares: pellejero Villoria (Salamanca), tundidor Bobadilla (Medina del Campo), pelaire Casado (Segovia), barbero Sorrentis (León), pelaire Avendaño (Valladolid), tundidor Pinillos (Ávila), carpintero Pedro de Coca (Guadalajara), latonero Diego López (Toledo); y un larguísimo etcétera. El cronista Álvaro de Zúñiga describió así a los rebeldes comuneros:

"caleros, mamposteros, sombrereros, herreros menestrales.... débiles tenderos e ignorantes labradores.... ganapanes y gente baja..., se armaron contra la nobleza y los supremos magistrados"

La rebelión se articuló, básicamente, en torno a una serie de reivindicaciones de carácter político, administrativo y económico. Los comuneros tendían a reforzar el papel del Reino (a través de las Cortes) frente al poder creciente del Rey, así como a ampliar la representatividad social en los municipios y en las Cortes. Tuñón de Lara nos lo explica meridianamente:

“En cuanto al significado político de la revolución comunera, la historiografía más reciente ve en ella una tentativa para limitar los poderes de la realeza y la aristocracia en beneficio de las Cortes, representantes de la nación frente al Rey. Se trata, pues, de una revolución prematura, ya que intenta asentar la influencia política de una clase, la burguesía, que, o no es lo suficientemente fuerte para imponerse (caso general) o cuando lo es (caso de Burgos), prefiere la alianza con la aristocracia y el poder real”.

En lo que a la administración del Reino se refiere, los comuneros deseaban establecer un cierto control sobre los cargos, oficios públicos y beneficios eclesiásticos, que habrían de reservarse a los castellanos. Pretendían mejorar la administración de justicia y establecer una serie de garantías de la persona y la propiedad. Sus reivindicaciones de carácter económico tenían un marcado carácter mercantilista: preocupación por los intereses económicos de Castilla, medidas para impedir la salida de oro y plata, protección a la industria textil, oposición a las nuevas cargas fiscales, defensa del patrimonio real frente a los señores... Con todo, la propia complejidad del movimiento comunero hace difícil pensar en su articulación en torno a unas ideas o intereses unitarios. Además, junto a las reivindicaciones expuestas, y a medida que avanzaba la insurrección, hubo sectores más radicales que llegaron a postular cambios en la estructura socio-económica, lo cual ocasionó el apartamiento de algunos de los comuneros o simpatizantes de primera hora.

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« Respuesta #4 : Julio 01, 2011, 17:50:44 »




La derrota de Villalar. El Perdón de Todos los Santos.


Víctimas de sus propios errores y desaciertos, los comuneros serían aplastados en la batalla de Villalar; frente a ellos combatieron los más ilustres nombres de la nobleza castellana: los Condes de Haro, Alba de Liste, Benavente, Osorno, Miranda, Cifuentes... El cronista Pedro Mártir de Anglería retrató así al malogrado Ejército comunero, destrozado por la caballería imperial:

“Las tropas de los junteros o comuneros, sin instruir y más aptos para el manejo del azadón y del arado, que de las armas”.

Fueron apresados, entre otros, Padilla, Bravo, Maldonado, Hernando de Ulloa (jefe comunero de Toro) y Maldonado Pimentel. Al día siguiente, un tribunal compuesto por los jueces Cornejo, Salmerón y Alcalá condenó a muerte a los caudillos Padilla, Bravo y Maldonado, que fueron decapitados en la Plaza del pueblo, en un cadalso que lucía las armas imperiales. La derrota sufrida en Villalar por las fuerzas comuneras supuso el fin de la organización política rebelde, pues además de perderse el núcleo central de la misma (formado por la tierras de Palencia, Valladolid y Segovia), la Junta comunera fue desbaratada, y la ejecución de los tres capitanes generó un enorme pánico en las ciudades más comprometidas con la causa de las Comunidades, que se fueron rindiendo una tras otra. La ciudad de Segovia, tras el desastre de Villalar, realizaría en la villa de     Coca un acuerdo o concierto con los Virreyes (Adriano de Utrech, el Almirante y el Condestable). Sólo Toledo seguiría resistiendo a los imperiales, rindiéndose en febrero de 1522. Pese a que la revuelta ya había sido sofocada, el Almirante de Castilla le advirtió al Emperador (mediante una carta) de que la pacificación no estaba lograda por completo, y que será preciso que sepa ganarse al pueblo:

“Su majestad ha de saber que esta maldita veta de libertad estaba muy imprimida en los corazones de esta gente, que han de pasar largos tiempos con compañía de buenas obras para que se olvide. Ha de saber su alteza que tan vivo tienen hoy en el pensamiento a Juan de Padilla como si le vieren delante como solían”.

El Emperador Carlos regresaría a España en julio de 1522, y en los tres primeros meses tras su llegada se efectuaron más de 100 sentencias condenatorias y 15 ejecuciones, entre ellas, la de Pedro Maldonado en Simancas; siete Procuradores de la Santa Junta en la Plaza de Medina del Campo en el mes de agosto: Pedro Sotomayor, Pedro Merino, Juan de Solier, el licenciado Bartolomé Santiago, Pedro Sánchez, Diego de Montoya y el doctor Juan Cabrera de Vaca; y otros cinco antes del 1 de noviembre. Un caso destacado fue el del comunero Pedro Pimentel, sobrino del Conde de Benavente, encarcelado en Simancas y degollado allí mismo después de varios años. Entre las penas capitales relevantes dictadas por el Consejo Real entre agosto y octubre de 1522 figuran las de Alonso de Vera, Pero López de Calatayud el Mozo, Francisco de Mercado, el cronista Gonzalo de Ayora, Lope de Pallarés, el Conde de Salvatierra, Alvar Pérez de Guzmán y Juan de Porras.
El 1 de noviembre de 1522 se leyó en la Plaza Mayor de Valladolid el llamado Perdón de Todos los Santos, fechado el 28 de octubre y preparado por Francisco de los Cobos, secretario y principal colaborador del monarca en los asuntos internos:

“En estos nuestros reinos y en otras partes han sido y son notorios los grandes movimientos y alteraciones que en ellos ha habido... Inducidos por algunas personas de dañada intención... conmovieron y levantaron a los dichos pueblos y comunidades de ellos a que se pusiesen en armas contra nos y contra nuestras justicias... y permanecieron en el dicho levantamiento y rebelión muchos días, en los cuales dichas comunidades y otras personas particulares de ellas hicieron grandes robos, y sacos, y quemas, y derribamiento de casas y muertes de hombres, y fuerzas y violencias en las iglesias y monasterios, y otras partes, haciendo muchos daños...
En lo cual todo cometieron crimen lesae majestatis, y otros excesos y crímenes y delitos (…) [no obstante], porque todos los nuestros subditos y naturales, ahora y de aquí adelante, vivan en toda quietud y paz, y seguridad y sosiego, y nos amen con perfecto amor como los amamos, y tengan mayor obligación para nos servir; acatando que la clemencia y piedad es cosa conveniente y propia a los príncipes que tienen las veces de Dios en la Tierra... perdonamos y remitimos desde ahora para siempre jamás a todas las dichas ciudades, y villas... y a las personas particulares de ellos... que fueron en hacer los dichos crímenes y de todos los otros excesos... Pero no es nuestra intención ni voluntad remitir ni perdonar, ni por esta nuestra carta de perdón remitimos ni perdonamos, los daños y tomas de bienes y maravedís, y otras cosas que a nos y nuestros subditos fueron hechas por los dichos pueblos levantados y rebelados (…) porque estos tales y bienes queremos que se puedan pedir y demandar civilmente, sin otra pena alguna.”


Éste Perdón concedía una amnistía sólo en el terreno criminal y decretaba exceptuadas de ella a 293 personas entre militares, Procuradores en la Santa Junta, funcionarios de la misma o de las Juntas comuneras locales, así como a eclesiásticos afines a la rebelión. Además, señalaba la exclusión de quienes habían sido condenados por delitos de rebelión hasta el 28 de octubre de 1522. Como recuerda Luis Díaz de la Guardia, “la Corona perdonaba la traición, los crímenes de sangre y demás violencias que eran envueltas por la tipificación general del delito de lesa Majestad, pero en ningún caso los daños a las propiedadas que por vía de robo, saqueo, incendio o cualquier otro tipo de actividad se hubieran producido”. La virtud más destacada el Perdón general fue que dejó libres de condena y de la mancha social que llevaba aparejada la comisión de un delito a la mayor parte de los comuneros (salvo a los exceptuados), incluso les liberó de actos tan infamantes en la época como era el crimen de traición al Rey. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que quedaran inmunes, pues debían responsabilizarse de sus actos en todo aquello que (civilmente) hubiera perjudicado a la Corona. Hasta ese momento, 22 personas habían sido ejecutadas y 73 condenadas a muerte por rebeldía; posteriormente, hasta junio de 1523, serán dictadas otras 43 condenas, algunas de ellas a personajes tan relevantes como Suero del Águila, Juan de Mendoza, Ramiro Núñez de Guzmán, Pedro de Ayala (Conde de Salvatierra), Hernando de Ávalos o Pero Laso de la Vega. Varias de estas condenas a muerte por rebeldía afectaron a los exiliados, especialmente a quienes se refugiaron en Portugal, Italia o Francia. De los 293 comuneros exceptuados de perdón, 23 fueron ejecutados, 20 murieron en prisión antes de ser juzgados, cerca de 50 fueron rehabilitados mediante el pago de una multa y aproximadamente un centenar quedaron en libertad gracias a la absolución y a las posteriores amnistías (1523, 1526 y 1527).                              
La consideración del movimiento comunero como el punto de referencia principal de la Historia de Castilla ha llevado, con cierta frecuencia, a magnificar las consecuencias de su derrota. Villalar habría significado el inicio de la decadencia y ruina castellanas. Los hechos, sin embargo, no avalan tal interpretación. Después de 1521, la economía castellana, hasta avanzado el siglo XVI, viviría los momentos más brillantes de su historia.
Otros autores se han fijado preferentemente en las consecuencias políticas de la derrota. Para ellos, el fracaso comunero supuso la ruina de las Cortes de Castilla y la pérdida de vitalidad de los Concejos. Sin embargo, historiadores como el profesor Pérez Prendes han destruido el mito de la pujanza histórica de las Cortes, que nunca supusieron un freno a las tentaciones absolutistas del poder regio. El proceso de consolidación del poder real en Castilla estaba en fase muy avanzada cuando Isabel I llegó al trono. La decadencia de las Cortes castellanas se había iniciado bastante antes. Por lo que a los Concejos se refiere, su pérdida de vitalidad o el paso a segundo plano de los fueros locales (según afirma J. Valdeón) se retrotraían, cuando menos, a mediados del siglo XIV.
La derrota de los comuneros supuso la consolidación definitiva de la decadencia de las instituciones comunitarias en Castilla ( Cortes, Concejos, Comunidades de Villa y Tierra) y la imposición, ya casi sin trabas, de un modelo político autoritario en el que el poder real apenas encontraba límites a su ejercicio. Supuso también el robustecimiento del poder socio-económico de la gran nobleza señorial. Como señalaba Antonio Domínguez Ortiz “en adelante nada se movería en Castilla, donde el absolutismo regio quedó fortalecido". A partir de Villalar, Castilla (bastante sometida ya al poder real antes del levantamiento comunero) quedó completamente incapacitada para impedir su sacrificio en favor de los intereses dinásticos de la Casa de Austria.
Desde un punto de vista económico, es evidente que los mejores momentos vinieron después de Villalar, pero no es menos cierto que la total subordinación de Castilla a los intereses de la gran política era una especie de cáncer que habría de corroer, de forma lenta pero implacable, la vitalidad castellana. Ángel García Sanz ha distinguido, antes y después de Villalar, entre un crecimiento económico sobre bases autóctonas y un crecimiento dependiente, por la subordinación a unos intereses políticos ajenos a Castilla. No obstante, conviene insistir en que la conversión de Castilla en sustento primordial de la política hispánica se había iniciado ya en los tiempos de los Reyes Católicos. En éste como en tantos otros aspectos, la derrota de los comuneros no hizo sino consagrar una situación anterior...



Rectitud y gallardía de los comuneros. Desmanes de los imperiales


Siendo ajena a nuestros propósitos en esta rápida ojeada sobre el alzamiento de las Comunidades la relación circunstancial de los disturbios entonces ocurridos (porque para narrarlos con exactitud tendríamos que escribir otro extenso artículo) nos limitaremos a decir que, si bien por parte de los comuneros hubo excesos lamentables (como los cometidos en Torrelobatón y otros lugares, que no fueron sino represalias por los despropósitos causados por las tropas imperiales en Tordesillas y por donde quiera que pasaron), tanto los caudillos comuneros como las ciudades rebeldes protestaron siempre contra todo tipo de crueldades; y los Procuradores de la Santa Junta (principalmente los de Segovia, siguiendo instrucciones de su Comunidad) condenaron rotundamente los excesos cometidos por los partidarios de la rebelión y acordaron que los soldados comuneros no llevaran a cabo saqueos en ninguna parte, ni siquiera como represalias, y que se les obligase a devolver todos los bienes arrebatados a sus legítimos propietarios.
De los comuneros se podrá decir con algún fundamento que fueron débiles, y al mismo tiempo tan respetuosos como revolucionarios para el poder de la Regencia. También podríamos afirmar que no supieron aprovechar la fuerza arrolladora que les daba la indignación de las gentes; que fueron poco hábiles y no tardaron en ser traicionados; que carecían de un caudillo experto y de suprema inteligencia que dirigiese acertadamente a las tropas comuneras y a la Santa Junta; que no procedieron con la astucia que exigían las circunstancias; que incurrieron, dentro del orden gubernamental, en más de una falta...
Pero de lo que no se puede acusar a los comuneros, sin injuriarles gravemente, es de haber sido crueles, ni de haberse comportado con tanta crueldad como los imperiales. Fuesen lo que fuesen los partidarios de las Comunidades, y aunque se les juzgue de manera poco favorable, lo cierto es que se levantaron por una causa noble y elevada: la defensa de la Patria oprimida y esquilmada por la realeza. Para honra y justificación de aquellos rebeldes, hemos de recordar hechos tan vergonzosos y repugnantes como el castigo preparado contra toda Segovia por un crimen cometido por unos pocos desalmados que ni siquiera eran hijos de la ciudad; el horrible incendio sufrido por Medina del Campo y el más horrible y espantoso aún de la Iglesia de Mora, en la provincia de Toledo, donde perecieron entre las llamas nada menos que 3.000 personas, refugiadas allí para librarse del bárbaro frenesí del Ejército imperial...
 Y es que Juan Bravo y los demás capitanes comuneros, lejos de seguir el ejemplo de Ronquillo y Fonseca, no sólo no toman crueles represalias contra el enemigo, sino que impiden como buenamente pueden que sus tropas hagan uso de ellas. Esto lo demuestra una carta que los caudillos comuneros escriben el 23 de agosto de 1520 a la Santa Junta desde Martín Muñoz de las Posadas. Reunidas en Santa María de Nieva con Juan Bravo las escuadras rebeldes de Toledo y Madrid (que dirigen Padilla y Zapata) con el propósito de ir en auxilio de Medina del Campo (arrasada por el horrible incendio provocado por los bárbaros imperiales), han de pasar estas fuerzas por Coca, cuyo señorío y castillo pertenecen al infame Fonseca... Pero, comprendiendo los caudillos comuneros, por la furia que muestran sus subordinados contra los incendiarios de Medina, que les ha de ser difícil impedir el saqueo y aun el incendio de la antigua Cauca, tuercen el camino y van rodeando por Martín Muñoz, donde escriben una carta que nos da testimonio de la hidalguía y caballerosidad que demostraron Juan Bravo y sus compañeros:

“por poner en obra, dicen los capitanes, el parecer de V.S. Tomamos luego al punto el camino é venimos á este lugar de martín muñoz de las posadas, donde Pensamos Reposar muy poco y tomar con la mayor brevedad que podamos el camino de medina: é la causa porque torcimos algo el camino é acordamos venir por aquí es porque si avieramos de pasar como era forzado que pasáramos por tierras de fonseca aviendo de ir por el otro camino fuera cosa Imposible escusar que nuestra gente no saqueara y quemara aquellos lugares, y como esto sea cosa de grande importancia y nos parezca muy apartado de nuestro fyn emplear nuestros sudores en saquear aldeas tovimos por mejor rodear algund poco que no desmandarnos á tan poca presa, que aunque esto se oviere de hacer, lo cual dios no quiera ni se ha de hacer sin abtoridad de V.Sª. Ni nos hemos de enconar en tan pocas cosas, ni tampoco abatimos tanto nuestros pensamientos á fazer que paguen los justos umildes por los pecadores tiranos sovervios y crueles y la horden de las cosas demanda que primero se procure el remedio de los daños Recibidos y después se castigue al dañador y no que digan nuestros enemigos que buscamos en la vengança de sus daños con nuestro provecho”.
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« Respuesta #5 : Julio 01, 2011, 17:53:20 »


Resplandecen en esta carta la rectitud de juicio, la prudencia, la justicia y el noble proceder de los capitanes comuneros; y forman singular contraste con la depredación, el robo y el sadismo empleados por los defensores del poder real. Diríase que, en lugar de parecer las fuerzas regulares encargadas de mantener el orden de la nación, los imperiales pasan por ser una horda de sanguinarios desalmados...
Bravo, Padilla, Maldonado y el resto de capitanes comuneros cumplieron siempre con su deber, e hicieron cuanto les fue posible, dado los escasos elementos de los que dispusieron. Sin faltarles gente de a pie, aunque sin la instrucción debida; privados muchos de ellos a menudo de equipo y armamento; mal pagados y peor atendidos sus soldados por carencia habitual de recursos; y sin caballería suficiente para auxiliar como es debido a la infantería comunera en las marchas y combates, parece increíble que los rebeldes resistieran tanto tiempo y que no sucumbieran mucho antes de la catástrofe de Villalar. Cuando los caudillos comuneros pasan por Martín Muñoz de las Posadas para ir a Medina, no pueden atacar a Ronquillo (que se halla a una legua de distancia, en Arévalo) por falta de caballería; y así se lo dicen a la Santa Junta abulense. Caballos, armamento y recursos demandan repetidas veces a ésta, a la de Valladolid y a las locales de otros municipios, sin poder lograr lo más indispensable, ni impedir que los mejores soldados comuneros se ausenten de las escuadras porque no pueden pagarles un salario. De nada sirven su constancia, su firmeza y su heroísmo cuando es menester, según lo demostraron en Torrelobatón y en otros puntos, ante lo limitado y reducido de los medios que se les facilitan. Ni en la Santa Junta, ni en parte alguna divisan un estadista hábil, un político experto, un hombre que impulse y dirija (con elevación de miras seguras y acertadas) aquella explosión del público entusiasmo para alcanzar fácilmente en las esferas gubernamentales lo que rara vez se obtiene en los campos de batalla. Las complacencias de la Santa Junta, su poca energía cuando más precisa era, su inacción casi habitual, el escaso sentido político que mostró al querer privar de muchos de sus antiguos privilegios a los grandes, excitando indiscreta a los neutrales e indiferentes y alejando poco agradecida a los que seguían la causa de las Comunidades; fueron causas más que suficientes (sin contar algunas otras de no menos importancia) para que ni Juan Bravo, ni Padilla, ni los demás caudillos comuneros lograran mayores éxitos, ni las justas quejas del pueblo fuesen atendidas, ni hubiera medio de evitar el trágico fin de aquel alzamiento memorable.
De la derrota de Villalar, acaecida aquel 23 de abril de 1521, no son culpables los caudillos de la Comunidades que van al frente, sino los directores políticos del alzamiento, los que no supieron o no pudieron encauzarle, los que no arbitraron los recursos debidos, los que no reunieron con oportunidad los elementos necesarios, los que torpes o débiles (sin comprender que los movimientos populares no suelen triunfar si no los impulsa una rapidez avasalladora, parecida a la del torrente que se desborda) perdían el tiempo en las más funestas negociaciones con personajes enemigos, teniendo en la inacción, cuando no en el olvido, a las fuerzas organizadas y mandadas por capitanes insignes.
Por eso, y no por falta de valor de ni inteligencia en las artes de la guerra, es por lo que caen prisioneros en Villalar Padilla, Bravo y Maldonado; por eso sucumbe allí de un modo desastroso la causa de las Comunidades; por eso y no por traidores, desleales o malos ciudadanos ruedan las cabezas de los capitanes ilustres al golpe cruel de la cuchilla victoriosa. Juan Bravo, héroe y mártir a la vez de la santa causa de la Patria, emprendida por nuestro pueblo, se revuelve airado en el supremo momento que precede a su decapitación contra el pregón y el pregonero que le califican de traidor, y proclama enérgicamente a la faz del mundo entero “que no muere por lo que dicen que le matan, sino por su celo del bien público y por la libertad del reino”.
Hombres de este temple, caracteres tan gallardos, caballeros de tales bríos, bien merecen que la Historia los exalte y que las gentes recuerden por siempre sus acciones.
Y ya que conocemos los motivos que provocaron la rebelión comunera y el modo en que ésta se desarrolló, preciso será dar a conocer igualmente los nombres y las biografías de los principales rebeldes segovianos, relatando sus respectivas intervenciones en la revuelta de las Comunidades y observando lo que les deparó el destino. No es mucho, ciertamente, lo que podemos decir de la mayoría de comuneros segovianos; pero por poco que sea merece la pena recordar sus nombres y sacarlos del olvido... Así podrán ser honrados en lo sucesivo, o sufrir los rigores de la crítica cuando los merezcan.

Juan de Solier.-

¿Quién se acuerda hoy de Juan de Solier? ¿Quién tiene el menor conocimiento de la parte que tomara en la célebre hazaña de las Comunidades, como representante de Segovia en la Santa Junta, en aquellas Cortes revolucionarias que asumieron durante largo tiempo los poderes legislativo y gubernativo en gran parte de Castilla? ¿Quién sabe aquí cómo y cuando fue prisionero, los rigores que aumentaron su desgracia, dónde y en qué lugar pasó los últimos días de su existencia? A excepción de algún que otro erudito, la generalidad de los segovianos desconoce por completo hasta el nombre de Solier; no sólo por el empeño del antiguo poder imperial en borrar el recuerdo de las Comunidades, sino también por el descuido con que el insigne Diego de Colmenares, tan concienzudo y veraz siempre, trató un asunto de tantísimo interés para la Historia de Segovia.
Fuese olvido involuntario o intencionado propósito nacido del desdén con el que Colmenares reseñó los pormenores de la rebelión comunera en Segovia, lo cierto es que este insigne historiador no tuvo a bien consignar en su excelente libro los nombres, los hechos, los servicios y la respectiva participación de los segovianos de toda clase y condición que (en aquellos azarosos y heroicos días) arriesgaron su patrimonio, su existencia y el porvenir de sus familias por los ideales comuneros. Horrorizado, sin duda alguna, el sabio sacerdote por el salvajismo cruel con que una turba desalmada asesinara sin piedad a dos agentes de la Justicia y al Regidor Tordesillas; no supo apreciar en su verdadero alcance las explicaciones dadas por la Ciudad de que aquel acto atroz había sido perpetrado por gente advenediza y vagabunda, sin que resultara culpado ningún hijo de Segovia; ni se enteró (¡él, que había visto, según su propia confesión, tanto documentos auténticos e importantes!) de que, lamentando tales desmanes, la mayoría de la nobleza, las clases medias y el pueblo en general (el verdadero pueblo, y no las turbas de rufianes) tomaron parte activa en la rebelión comunera y organizaron la resistencia, arbitraron recursos, recaudaron las rentas públicas, constituyeron el Ayuntamiento de la Ciudad (nombrando Alcades y demás cargos municipales), eligieron representantes para la Santa Junta con sapientísimas instrucciones y ejercieron la autoridad civil y administrativa durante un año, aproximadamente. Los comuneros segovianos se comportaron con un sentido del orden y de la responsabilidad que está fuera de toda duda....
Los que todo esto hicieron, los que a tal grado de patriotismo llegaron, los que tan heroicamente lucharon contra los expolios que padecía Castilla, son dignos de que sus nombres sean recordados por las generaciones presentes y venideras. Lo que no se merecían, de ninguna manera, es el olvido imperdonable que les dispensó Diego de Colmenares. Afortunadamente, la luz de la Verdad logró penetrar (aunque tarde) en los archivos donde languidecían los documentos de la época, y hoy podemos apreciar en toda su dimensión lo que supuso la rebelión comunera, aquella explosión de tan elevados sentimientos.
Centrándonos en Juan de Solier, hemos de lamentar la preterición que de él hizo nuestro renombrado historiador en los dos capítulos de la Historia de la insigne Ciudad de Segovia dedicados a la revuelta comunera; más aún cuando se trataba de una personalidad ilustre y distinguida y no de un comunero vulgar o de última fila. Sin embargo, Colmenares mencionó a Juan de Solier en dos honoríficas ocasiones anteriores. Una de ellas fue la jura de la Reina Juana ante las Cortes de Toro, reunidas allí el 11 de enero de 1505, en las cuales fueron promulgadas las famosas leyes que llevan el nombre de aquella villa zamorana. Gloria de la gran Isabel de Castilla fue el Ordenamiento de tales leyes; gloria perdurable alcazaron por ellas los jurisconsultos que las elaboraron y los representantes en Cortes que a su publicación asistieron. Uno de estos fue Juan de Solier, acreditado representante de Segovia.
La otra ocasión en la que Colmenares menciona a nuestro comunero no es menos digna de reseñarse. Invadido por los franceses el Reino de Navarra, que ya pertenecía a la Corona de Castilla, dispuso Fernando el Católico (en nombre de la Reina, su hija) salir a luchar contra los invasores. Llamó para ellos a los caballeros de acostamiento y Continos de la Casa Real, no sin antes advertirles de que habrían de presentarse “bien aderezados y a punto de guerra”. Y como entre ellos figuraban siete Regidores nobles y cinco ilustres caballeros de Segovia, les dirigió una Real Cédula de Convocatoria el 6 de noviembre de 1512, recogida por Colmenares en su obra. Uno de los nombrados en esa Cédula; uno de los caballeros de acostamiento de la Casa Real a quien el Rey citaba, era el mismísimo Juan de Solier. Teniendo en cuenta que nuestro historiador sabía perfectamente quien era Solier ¿tiene disculpa alguna que omitiera el nombre de tan esclarecido segoviano al relatar el alzamiento comunero en la Ciudad del Eresma? ¿Es perdonable que no mencionara a quien representó a Segovia en la Santa Junta y pagara con el cadalso su adhesión a la causa de las Comunidades?
Sin más antecedentes personales de Solier que los escasísimos apuntados, y sin que se sepa el día de su elección para la Santa Junta; la primera sesión en la que figura es la del 25 de septiembre de 1520. Aquel día suscribió junto a los otros dos representantes de Segovia (el bachiller Alonso de Guadalajara y Alonso de Cuéllar) la famosísima alianza y carta de hermandad jurada por las ciudades y villas del Reino alzadas en armas para la defensa de éste y para el solidario auxilio y mutua protección a cualquiera de ellas que fuese acometida. Lo mismo en ese día que en las demás sesiones de la Junta, mientras funcionara en Tordesillas, tomó parte en sus acuerdos, incluso en el de la expulsión de aquella villa del marqués de Denia, jefe de la Casa de la Reina y otras tantas resoluciones de igual importancia y trascendencia. Hemos de advertir, para que resplandezca el entusiasmo comunero de Solier, que en la sesión de la Santa Junta celebrada el 14 de enero de 1521 en Valladolid, cuando ya se hallaba prisionero, se cita su nombre entre los de las personas principales que, con patriotismo notorio, habían facilitado cuantía de maravedís para la causa, como también hicieran los ilustres segovianos Íñigo López Coronel (suegro de Juan Bravo), Alonso de Cuéllar, Juan de Ledesma, Rodrigo del Río y Antonio de Cuéllar (vecino de Caballar). De ninguno de tan insignes patricios hizo mención Colmenares en su obra: justo es, por consiguiente, este débil recuerdo de su desprendido y resuelto apoyo a la rebelión de Castilla en nombre de su dignidad menospreciada.
Pero la decadencia de la causa de las Comunidades ya comenzaba a dibujarse por aquellas fechas. El escaso acierto de la Junta cuando llegó al apogeo de su poderío; su apatía inexplicable en los momentos más críticos y precisos; el error de reemplazar al popular Juan de Padilla por Pedro Girón, primogénito del Conde de Urueña; el disgusto producido por tan funesto acuerdo en el ánimo de Padilla, Bravo y algunos otros caudillos que, con diversos pretextos, se retiraron temporalmente a sus casas; y sobre todo el inexplicable proceder del nuevo jefe de las fuerzas comuneras, que en vez de dar el golpe decisivo a los Gobernadores y a la escasa guarnición que con ellos había en Medina de Rioseco, se retiró súbitamente a las afueras de aquella villa, sin intentar el ataque con los 17.000 hombres que llevaba, dejando libre el camino para que el imperial Conde de Haro cayese de improviso sobre Tordesillas, escasamente guarnecida a la sazón... Todos estos hechos y algunos otros por el estilo dieron lugar a la caída de aquella villa comunera en poder de los imperiales, desastre de tremendas repercusiones para los partidarios de la Comunidad.
Así, el 4 de diciembre de 1520, el Conde de Haro y las huestes reunidas por los Grandes se aproximaban a la villa comunera de Tordesillas; residencia de la Reina Juana, la Infanta Doña Catalina y la Santa Junta. Los pocos soldados que custodiaban la plaza, el vecindario y el escuadrón de clérigos que había dejado el Obispo Acuña se unieron a Girón (sin sospechar ni comprender los aviesos propósitos de éste) y defendieron valerosamente el recinto, resistiendo heroicos la formidable acometida hasta que, aportillados los muros y rotas las puertas,  penetraron por todas partes los imperiales, no sin tener aún que librar recios combates en las calles, en las plazas y en los más fuertes sitios de Tordesillas.
La mayor parte de los Procuradores comuneros huyó de Tordesillas durante la refriega, estableciéndose en Valladolid, donde reconstruyeron la Comunidad días después. Pero lo más decididos y animosos de los Procuradores se negaron a huir, pelearon denodados y dirigieron personalmente la defensa de la plaza, hasta que rendida ésta fueron apresados por el Conde de Haro. Entre ellos se hallaba el preclaro segoviano Juan de Solier, quien fue encerrado en la fortaleza tordesillana junto a otros 12 Procuradores comuneros.
¡Pobre Juan de Solier! ¡Cuánto debió sufrir en el duro cautiverio! Sin embargo, vaivenes siempre falaces de la fortuna no tardaron en proporcionarle relativo consuelo, haciéndole concebir halagüeñas esperanzas: el regreso de Padilla (restituido por aclamación popular como jefe del Ejército comunero) con el auxilio de 2.000 hombres de Toledo; la vuelta a su lado de Juan Bravo con 600 segovianos de a pie (“buena gente, sin ningún labrador”, en palabras del Cardenal Adriano) y los refuerzos comuneros enviados por Ávila, Salamanca, Toro y Zamora, robusteciendo las mermadas filas del Ejército rebelde; dieron por inmediato resultado la heroica toma de Torrelobatón (después de un asedio en toda regla y de un terrible y vigoroso asalto) que fue una de las acciones bélicas más importantes de los caudillos comuneros.
Pero la alegría de la victoria duró bien poco, por cierto. Adormecidos sobre los laureles del triunfo los bravos caudillos, cuando no engañados por las siniestras negociaciones sostenidas por los Virreyes con la Junta comunera, su inactividad fue la ocasión que aprovecharon los magnates y señores (que veían seriamente amenazados sus absorbentes privilegios) para derrotar a las fuerzas comuneras en las inmediaciones de Villalar.
La triste nueva de la derrota y la decapitación de Padilla, Bravo y Maldonado causaron el espanto entre todos los partidarios de las Comunidades. Todas las villas y ciudades alzadas en armas fueron sometidas, extinguiéndose el patriótico alzamiento. Muchos comuneros sintieron en sus atribulados rostros salpicaduras de los degollados caudillos y el frío glacial del hacha en sus cuellos, hallándose oprimidos por el terror de trágicos presentimientos. Algunos de ellos, con más fortuna o mayores influencias, aún lograron salvarse. Para otros, en cambio, era el momento de soñar con recobrar la libertad perdida: Juan de Solier la llegó a disfrutar realmente, si bien sufrió después el más triste de los desencantos y el más atroz de los infortunios...
Cuando los Virreyes entraron en Segovia, el 9 de mayo de aquel 1521, tuvieron que atender no pocas súplicas y peticiones fervientes de clemencia en favor de los infelices comuneros excluidos del perdón real, que en esta ciudad alcanzaban un número mucho mayor que en ninguna otra urbe castellana. Llamó la atención de los Virreyes, y no era para menos, una petición de clemencia a favor de Juan de Solier escrita por su sobrino Gonzalo de Tordesillas. Era Tordesillas hijo del Procurador Rodrigo Ronquillo, brutalmente asesinado en las calles de Segovia en los inicios de la rebelión comunera. Hombre noble y de generoso aliento, persuadido de que la muerte de su padre no había sido producida ni directa ni indirectamente por las buenas gentes de Segovia, ni por su pariente Solier, que la deploraba con toda su alma; escribió a los Virreyes pidiéndoles que no se infiriese el menor daño a su tío Juan de Solier, ni en su persona ni en sus bienes, ya que sería una tremenda crueldad y aumentaría su dolor el ver sufrir al único familiar que podría ampararle. Conmovidos los Virreyes por el gallardo rasgo de generosidad y nobleza del joven Tordesillas (sucesor después de su padre en el cargo de Regidor de Segovia y en el de Tesorero del real tesoro existente entonces en el Alcázar), mandaron poner en libertad a Juan de Solier, si bien bajo fianzas, inmediatamente pagadas por su hermano D. Hernando de Sandoval.
Y así es como Juan de Solier pudo retornar a su querida Segovia, donde ya no encontró ni el entusiasmo patriota que por doquier se respiraba cuando fue enviado a la Santa Junta, ni a los capitanes de sus escuadras, ni a los principales partidarios de la Comunidad (desterrados los unos, fugitivos los otros y en la emigración bastantes, padeciendo todos ellos los fieros rigores de la desgracia). El desconsuelo, las penas y aun la estrechez mostraban su horrible faz en la mansión poco antes tranquila y feliz de Doña María Coronel, viuda nobilísima de Juan Bravo; en la de Iñigo López Coronel, su padre; en las de los Cuéllar, Del Río, Ledesma, Mesa y otros muchos que (antes de la funesta jornada de Villalar) eran ricos, pudientes y bien acomodados; viéndose ahora todos ellos pobres, excluidos de perdón y con todos sus bienes en las férreas garras del Fisco. El patrimonio de Solier, su Regimiento y su sueldo del real erario también se hallaban secuestrados, viéndose precisado tan digno caballero de vivir de las larguezas, no siempre pródigas, de parientes, amigos o allegados... Amarga y triste situación que acaso le hiciera envidiar en más de alguna ocasión la muerte de su querido compañero Juan Bravo.
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« Respuesta #6 : Julio 01, 2011, 17:54:51 »


Los apremios de la vida le obligaron, pasados algunos meses, a recurrir al Emperador, que aún seguía en Alemania, exponiéndole el tétrico y sombrío cuadro de sus privaciones, su miseria, los propósitos de quienes querían ejecutar sus bienes para cobrarse algunos débitos y lo urgente de poner remedio a tantos males, concluyendo por confesar con la vergüenza en el alma y el rubor en el rostro “que él padescía mucha necesidad”. Ni el Emperador ni los Virreyes atendieron tan justa súplica, antes por el contrario, y como si Carlos V abrigase contra Solier algún secreto resentimiento, lejos de concederle la menor gracia, mandó hacerle encarcelar de nuevo en mayo de 1522, con encargo expreso al Consejo “de hacer justicia en su causa”. Por virtud de tan gravísima orden, Juan de Solier fue conducido sin pérdida de tiempo al Castillo de la Mota (en Medina del Campo), del cual era Alcaide el noble segoviano Gabriel de Tapia, Regidor de Segovia y Capitán de 600 hombres de las Ordenanzas de Castilla. Las contiendas civiles son siempre así y ofrecen ejemplos desconsoladores, como el de este Regidor de Segovia encargado de custodiar entre rejas y cerrojos a otro Regidor de su misma ciudad; compañero suyo; tal vez deudo, patiente o amigo del alma; sin que pudiera hacer nada para liberarle o amenguar su desventura.
A finales de julio de aquel mismo año regresó a  Castilla el Emperador, después de tres años de ausencia, causa no pequeña, sino la principal, de los terribles transtornos ocurridos en el Reino durante tan funesto periodo. Todo el mundo creía (y el criterio más vulgar así lo aconsejaba) que la venida del Emperador estaría acompañada por el perdón y la magnanimidad que tanto engrandecen a los monarcas y tanto brillo y esplendor dan al solio regio; mas contra los deseos y esperanzas generales, no fue así. Desde Santander, donde el soberano desembarcara, se trasladó a Palencia el 6 de agosto, y desde allí ordenó que se Juan de Solier y los demás Procuradores comuneros fueran inmediatamente ejecutados.
Ocho días después (o lo que es igual, el 14 de agosto de 1522, fecha lúgubre en la triste historia de aquellos sucesos) era cruelmente degollado Juan de Solier en la Plaza Mayor de Medina del Campo, donde también fueron ejecutados otros 6 de los 13 Procuradores capturados en Tordesillas; sin que la conciencia pública ni el influjo de algunos grandes y señores lograsen la misericordia del Emperador, obtenida por los otros 6 Procuradores restantes. El horrendo degüello, al cabo de los 15 meses transcurridos desde la tragedia de Villalar, más parece influido por estímulos de reprensible venganza que por los deseos de cometer verdadera justicia. Probable, y más que probable, es que la sangre de aquellos mártires de la Patria, tardía y fríamente vertida cuando ya no quedaba el menor rastro de la rebelión comunera, demudara más de una vez e hiciera palidecer por el remordimiento el rostro del Emperador, así en las estancias en la Corte como en las soledades de su retiro en Yuste.
Sea lo que fuere, y para que resalten más la crueldad de aquel acto y el olvidado nombre de Solier, no omitiremos la indicación de que con el cadalso de Medina del Campo no concluyeron los rigores de la condena impuesta a este comunero segoviano. Dos meses y medio después de la horrible ejecución, promulgaba el Emperador en la Plaza Mayor de Valladolid la irrisoria cédula de un Perdón General que perdía tal carácter, ya que exceptuaba de la real gracia a nada menos que unos 300 comuneros, sin omitir siquiera los nombres de los ajusticiados Juan Bravo, Juan de Solier e Iñigo López Coronel. Los bienes de tan heroicos varones cayeron en manos del Fisco y fueron vendidos sin remisión. Los de Solier (aparte de su salario embargado y la también confiscada ocupación de Regidor) valieron, juntamente con los de Francisco Mercado, célebre partidario de la causa popular en Medina del Campo, unos 489.000 maravedíes. El noble Luis de Lizaraso, uno de los Secretarios de la Cámara imperial, compraría los secuestrados bienes de Solier en agosto de 1523; al igual que otros muchos paniaguados y esbirros de la Corte se apropiaron por precios irrisorios de las mejores propiedades de los comuneros excluidos de perdón, despreciados y perseguidos por las iras imperiales.
Nada más hemos de referir acerca de Juan de Solier, ignoramos por completo si dejó o no descendientes, al igual que tampoco tenemos conocimiento de otros pormenores y detalles de su existencia. Ingrata la memoria de Segovia con tan ilustre comunero, pocos son los que saben de la parte principal que tomara en la rebelión de las Comunidades. Juan de Solier permanece ignorado como si se tratase de algún hombre deleznable o malhechor, cuando no fue sino un digno ciudadano que no manchó sus manos con horribles crímenes ni mancilló su nombre con deshonra alguna. Su amor a la Patria le condenó al suplicio; pero en vez de la aureola de gloria y renombre con que la pública opinión corona a los que mueren por las más nobles causas, sólo rodea a nuestro Juan de Solier la más densa oscuridad y el más cruel de los olvidos.
Nada nos dicen sobre Juan de Solier los archivos del Ayuntamiento de Segovia, tampoco la documentación de su Comunidad de Ciudad y Tierra... ¿No merece la pena dar a conocer a las gentes de hoy, así como a las generaciones venideras, el nombre de tan esclarecido varón, como ejemplo a seguir de heroicidad y sacrificio por el bien común? Si Día Sanz y Fernán García de la Torre, aquellos valerosos conquistadores que legaron a Segovia un espléndido patrimonio conquistado con la punta de la espada, son recuerdo vivo de la grandeza histórica de esta ciudad; los caudillos comuneros Juan Bravo y Juan de Solier (honrados Regidores, caballeros insignes, mártires de las libertades civiles) simbolizan el patriotismo, el honor y la dignidad de las gentes segovianas, y como tal deberían ser honrados.
La fama pregona elocuente los nombres inmortales de Padilla, Bravo y Maldonado, pero el más negro de los olvidos encubre a Juan de Solier. Por tanto, es un deber ineludible perpetuar el recuerdo de este comunero segoviano, infatigable luchador por la honra de la Patria.


El Bachiller Alonso de Guadalajara.-


Después de Pero Laso de la Vega (representante de Toledo y Presidente de la Santa Junta) el más notable de los Procuradores de ella, el más ilustrado y de mayor entendimiento fue Juan Alonso Cascales de Guadalajara, frecuentemente llamado “el Bachiller Alonso de Guadalajara”. Segoviano de nacimiento; persona de celo y calidad según el testimonio de Colmenares; “hombre de sustancia, sabio y de muchas letras”, en palabras del mismo Laso de la Vega en cartas dirigidas a Juan de Padilla y a la imperial Toledo, animoso y valiente en los momentos de peligro; bien puede asegurarse que pocos o ninguno de sus compañeros le superaron, ni siquiera le igualaron, en el acertado manejo de los asuntos de la Comunidad mientras en ellos intervino y hasta su separación de la Junta; poco antes del desastre de Villalar. La familia Cascales, a la cual pertenecía nuestro Bachiller, vivía en la Parroquia de la Santísima Trinidad de Segovia (en la cual fue bautizado este comunero) y se hallaba emparentada con la que luego llevó el condado de Mansilla.
Los pormenores de su vida privada se hallan ocultos, como los de casi todos los comuneros segovianos, en el vacío formado a su alrededor por los secuaces del poder real. Sábese, sin embargo, aparte de su ilustración reconocida, que si no de gran fortuna pecuniaria, contaba con bienes y recursos suficientes para vivir con desahogo y en la intimidad de las personas principales de la ciudad, y entre ellas con los ilustres Pero López de Medina y su esposa Catalina de Barros, fundadores del Hospital de Viejos, donde hoy se halla establecido el Museo Esteban Vicente. Aquellos buenos amigos suyos le dejaron en su testamento un legado de importancia, como demostración del afecto singular que le profesaban.
Antes del alzamiento de las Comunidades, o lo que es igual, cuando los horribles sucesos acaecidos en Segovia por consecuencia del fallecimiento de Felipe I, la enfermedad habitual de la reina Doña Juana y la ausencia del Reino de su padre Fernando el Católico, tuvo lugar la disputa encarnizada de los partidarios de los nobles Don Juan Manuel y Don Andrés Cabrera por hacerse con el Alcázar y dominar toda Segovia. El Bachiller Alonso de Guadalajara, amigo de Don Juan Manuel y de quienes seguían su causa, fue uno de los héroes que (encabezados por el Licenciado Peralta) resistieron dentro de la iglesia de San Román la feroz acometida, el asalto y hasta el incendio de la parroquia por los hijos de Cabrera y 400 hombres de guerra a sus órdenes. Término de aquel combate verdaderamente épico, memorable y glorioso fue el concierto y capitulación entre los sitiados y sus sitiadores, por virtud del cual el Licendiado Peralta y sus compañeros en heroísmo habrían de marchar del templo completamente libres y con todas sus armas a donde creyeran conveniente. Sin embargo, a pesar de tan solemne estipulación, apenas pusieron el pie en la calle los cuatro primeros capitulados (entre ellos el Bachiller Alonso de Guadalajara) fueron bárbaramente atropellados por los sitiadores, que los llevan presos a casa del capitán Samaniego, y de allí a la fortaleza de Chinchón (propiedad de Cabrera y sus vástagos). No merecían semejante ultraje aquellos combatientes aguerridos, ni por el se amengua el heroísmo del que hicieron alarde en tan azaroso día, una fecha gloriosa que seguramente recordarían todos ellos durante el resto de sus vidas.
Desde aquel día hasta el alzamiento de las Comunidades nada más volveremos a saber del Bachiller Alonso de Guadalajara. En cambio, desde que la aclamación popular le elige para representar a Segovia en la Junta comunera (al lado de Solier y Alonso de Cuéllar, según queda referido) el nombre del Bachiller Guadalajara aparece en casi todos los actos de la Junta; y a juzgar por la parte que toma en sus acuerdos, por las comisiones que recibe, por la confianza que en él depositan sus compañeros y por la íntima y estrecha unión con Pero Laso de la Vega; no podemos dejar de considerarle como uno de los primeros y más valiosamente sostenedores del poder de la propia Junta, que en realidad era el Parlamento de la rebelión castellana.
El 20 de julio de 1520 comienza a funcionar aquel cuerpo colectivo con el juramento hecho por los Procuradores de las ciudades rebeldes, incluidos los de Segovia, de morir en servicio del Rey y en favor de la Comunidad; no sin revestir a la Junta de todo el prestigio religioso, moral y civil que fue posible, hasta darla el adjetivo de “Santa”. Uno de sus primeros acuerdos (después de conferir a Juan de Padilla el mando del ejército comunero) fue el de apoyar a Segovia en su lucha contra las fuerzas de Ronquillo y Fonseca, para lo cual fueron organizados a toda prisa cuantos hombres ofrecían las ciudades próximas puestas en armas. En estos trabajos preliminares, así como en las largas deliberaciones habidas en los dos primeros meses para acordar el memorial o capítulo de quejas públicas que la Junta habría de elevar al Rey contra los abusos y la detestable gobernación del Reino, hízose notar Alonso de Guadalajara por su firmeza de juicio y la claridad y energía de su razonamiento.
Convencida poco después la Junta de la necesidad de separar del lado de la Reina Doña Juana al Marqués de Denia y a su mujer, completamente hostiles a la rebelión comunera, encargó al Bachiller Alonso de Guadalajara que (junto al Comendador Almaraz y un fraile muy influyente llamado Fray Pablo) marchase a Tordesillas y convenciese a Juan de Padilla y a los otros capitanes que con él se hallaban de la urgencia de expulsar de aquella villa a los mencionados Marqueses y de que adoptasen resoluciones extremas, como detener cuanto antes al Cardenal Adriano y al Consejo de Regencia; entre otras varias medidas por el estilo. Pero Laso de la Vega escribía a Padilla diciéndole con tal motivo que, de aquellos tres emisarios enviados a Tordesillas, el de más valía era el Bachiller Alonso de Guadalajara, prueba evidentísima del alto concepto que  se tenía de su persona desde las primeras deliberaciones de la Santa Junta.
No tardó en confirmarse y ratificarse su buena reputación, siendo el Bachiller apreciado y respetado por la Santa Junta. El ascendiente entonces adquirido por el Bachiller segoviano es de tal importancia que en la inmensa mayoría de las decisiones prevaleció su parecer; y hasta tal punto llega su valía que en la sesión del 5 de enero de 1521 se acuerda por unanimidad que no se expidiera ninguna provisión de Gracia y Justicia y Estado que no fuera previamente signada por Alonso de Guadalajara.
Para que la personalidad del Bachiller resulte más apreciada y valorada, hemos de advertir que siempre se opuso a toda clase de excesos y desmanes, consignando en las actas de la Junta su protesta contra cualquier saqueo que pudiera cometer el ejército comunero; y propuso también que se hiciera saber a los capitanes de las fuerzas comuneras que debían restituir a sus dueños los bienes que indebidamente les hubiesen requisado. Y hasta tal punto llegó su rectitud que, teniendo conocimiento de que el Obispo Acuña y Juan de Padilla habían sacado ciertos bienes de algunos conventos y monasterios de Valladolid sin el acuerdo o mandato de la Junta, pidió que se les obligara a devolver los bienes tomados, con encargo expreso además de que no pidieran mantenimientos ni provisiones para las tropas sin pagarlos a los propietarios o a los pueblos. También propuso en otra ocasión que se procediese contra los que habían quemado y derrumbado la casa-fortaleza del Conde de Benavente en Cigales; y si opinó que no debían ser castigados los escuderos y soldados que habían robado al Dr. Tello ni debían ser obligados a devolver lo robado, fue con la condición de que los enemigos que se habían apoderado de Tordesillas no devolviesen al vecindario todo cuanto allí habían saqueado.
Recto, honrado, severo y escrupuloso en la administración de los fondos públicos, el Bachiller Guadalajara hizo constar en otra sesión de la Santa Junta los nombres de los Procuradores y los de otros nobles y caballeros que habían suministrado recursos para los gastos de la guerra, con el fin de que, una vez reconocidos sus créditos, se les pudiera pagar oportunamente; así como también pidió (y logró) que se obligara a rendir cuentas a todas aquellas personas que se hubieran hecho cargo de tales fondos. Por tanta y tan probada honradez, así como por su constante defensa del bien común, se le encomendó al Bachiller nada menos que la custodia de los caudales públicos de Castilla, labor que debería desempeñar junto a otro Procurador y el Tesorero de la Junta. Este encargo indica la amplia confianza que el Bachiller infundía a sus compañeros.
Mientras tanto, fueron pasando los meses sin que se vislumbrara por ninguna parte la solución del conflicto desatado en Castilla. El poder de la Junta comunera (aunque no robusto en demasía) superaba al de los Virreyes, pero no tanto como para subyugarlos. Y como no se trataba de una revolución total y absoluta que aspirase a derribar el Trono, ni siquiera a un cambio de dinastía, sino respetaba la autoridad real y sólo se dirigía contra los malos gobernantes y sus desaciertos, la ausencia indefinida del propio Rey (sin la cual los males habrían sido menores y el remedio más oportuno y eficaz) era un obstáculo casi insuperable para el rápido triunfo de la rebelión. Inactivos más de lo conveniente, tanto los Virreyes que la Santa Junta, y hallándose en continuo peligro las ciudades, las villas y los pueblos; el deseo de salir de tan angustioso estado poniendo término a la guerra se fue abriendo en los hombres juiciosos de uno y otro bando; hasta el punto de oirse hablar por todas partes, sin sorpresa ni resistencia, de la necesidad de una transacción honrosa que acabase de una vez con el profundo y general desconcierto que por doquier se padecía.
El Nuncio de Su Santidad, el Rey de Portugal y otras grandes personalidades fomentaban las propuestas de paz y armonía, sin que la Junta comunera rechazase por completo tan justificados deseos, como lo revela el hecho de que este organismo nombrase una comisión de seis de sus Procuradores, entre los que figuraba el Bachiller Alonso de Guadalajara para dialogar con el Nuncio, que se hallaba a la sazón en el Monasterio del Prado, próximo a Valladolid. Ignoramos en absoluto lo tratado en aquella conferencia; pero desde que al presentarse unos días después el Nuncio en Valladolid, acordó la Santa Junta que ninguno de los Procuradores hablase a solas con dicho señor sin hallarse presentes todos ellos: fácilmente se comprende que los propósitos del Nuncio (en armonía con los del Cardenal Adriano y los de los Virreyes) podrían encaminarse a conseguir la discordia entre los representantes de la Junta y a intentar atraerlos a la causa imperial.
El Rey de Portugal fue más allá, pues dirigió a la Junta comunera (por medio del Embajador portugués) una especie de mensaje o instrucción, rogando que lo diese a conocer a las ciudades del Reino, a fin de que manifestaran su parecer favorable o adverso al concierto pacífico que proponía. La Junta accedió a aquella propuesta ; mas como el Embajador instara con empeño una tregua de 10 días que facilitase las gestiones de paz, los Procuradores recelaron e intuyeron algo desfavorable, por lo que se negaron a concederla.
A pesar de la negativa, el Nuncio y el Embajador portugués insistieron de nuevo y con incesante empeño en sus pretensiones. Y como por otra parte Juan de Padilla (contra el parecer de Juan Bravo y Francisco Maldonado) se dirigió a la Junta manifestando la conveniencia de la tregua y aun el deseo de una paz provechosa, según su carta del 28 de febrero de 1521, accedió la dicha Junta a nombrar dos comisionados que, en su nombre y representación, pasaran a Tordesillas y conferenciasen con el Cardenal Adriano y el Almirante sobre las proposiciones de paz más convenientes para el Reino. Para tan delicada misión fueron elegidos Pero Laso de la Vega (en concepto de Presidente de la Junta) y el Bachiller Alonso de Guadalajara (como persona de ilustración notoria) con dietas de 5 ducados el primero y 3 el segundo por cada uno de los ochos días, ampliados después a otros 6 más, que habían de durar su cometido y la tregua pactada.
Este acuerdo de la Junta fue muy bien recibido por las personas sensatas y reflexivas; mas a las turbas de Valladolid no agradó nada: enfurecidas no sólo por el acuerdo tomado, sino también por la salida de aquella ciudad de Pero Laso y el Bachiller sin que se apercibiese la población, se amotinaron tumultuariamente, saquearon la casa de Pero Laso (llevándose sus caballos, sus acémilas y cuanto tenía, no sin apalear a sus criados) y cometieron otros desmanes por el estilo.
Sucesos tan lamentables, así como el descontento de Pero Laso desde el desaire que le hizo la Junta al negarle el nombramiento de Capitán general del Ejército comunero tras ser destituido Pedro Girón, hicieron mella en el ánimo de este líder comunero, que de dejó influir por las astutas sugestiones del Cardenal y el Almirante y acabó por separarse de la Junta al terminar su comisión en Tordesillas. Pero Laso acató la autoridad real, bajo la palabra solemne de los Virreyes de que no habría represalias contra su persona.
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« Respuesta #7 : Julio 01, 2011, 17:57:03 »


El Bachiller Guadalajara, su compañero, Letrado de Segovia (según le llama el Licenciado Polanco en su comunicación dirigida al Emperador) discutió en nombre de la Junta en repetidas conferencias con el dicho Polanco (que representaba al poder real por comisión de los Virreyes) nada menos que los 118 capítulos o pretensiones de las ciudades para el arreglo de la paz. Conforme con muchas de ellas el representante del Emperador, pero negándose a admitir otras varias, no hubo medio de llegar al deseado arreglo; y tanto por el fracaso de tan difíciles negociaciones como por el disgusto que le produjeron al Bachiller los excesos de las turbas vallisoletanas, así bien que por el convencimiento de que la prolongación indefinida de la guerra haría imposible el éxito de la causa comunera, además de las hábiles sugestiones del Cardenal y el Almirante, se decidió también Alonso de Guadalajara a separarse de las fuerzas comuneras. En Valladolid daría cuentas de las pretensiones que se negaba a admitir, despidiéndose dignamente de la Junta y de todos sus compañeros.
Ningún cargo, ni la más leve censura se habría podido hacer al Bachiller y a Pero Laso por sus retiradas de la causa comunera si se hubieran limitado a ello únicamente; pero parece ser que con aquellas separaciones contrajeron el compromiso de trabajar en lo sucesivo contra los principios que entonces habían defendido, compromiso vituperable como lo es todo cuanto se ejecuta contraviniendo los principios más elementales de nobleza y lealtad que enaltecen al hombre. Bien es verdad que, a pesar de tal promesa (y a diferencia de Pero Laso, que se convertiría verdaderamente en un enemigo declarado de la rebelión comunera) nada hizo contra sus antiguos correligionarios el Bachiller Alonso de Guadalajara, lo cual puede disculparle en parte; mas su salida de la Junta fue acompañada de la de otros dos Procuradores que le imitaron, hiriendo de muerte a la Comunidad (según manifestaba el Almirante de Castilla en una carta dirigida al Emperador, vanagloriándose de tal suceso).
Censurable o disculpable la retirada del Bachiller segoviano, lo cierto es que de nada le sirvió ni para nada le fue útil, toda vez que la Real Cédula suscrita a su favor por los Virreyes le libró de que prosperase contra él un embargo de bienes, pero el Emperador se negó a después a perdonarle: sin acceder a los ruegos encarecidos de los Regentes, ni respetar la palabra dada en su augusto nombre por el Almirante de Castilla, ni atender a las quejas que con tal motivo expuso éste último. Nominal y expresamente excluido de perdón el Bachiller Alonso de Guadalajara por el Decreto imperial publicado en Valladolid, fue después condenado a muerte como reo de lesa majestad, siendo embargados todos sus bienes. Nuestro Bachiller segoviano tuvo que escapar a Portugal, donde residió algunos años, unas veces en Olivenza junto a Pero Laso y otras en Yelves; hasta que (habiendo sido indultado Pero Laso por los ruegos incesantes de grandes y nobles señores con él emparentados) pudo Alonso de Guadalajara lograr su indulto y regresar a Segovia, recuperando parte de sus bienes y con ellos la desahogada posición de la que antes disfrutaba. Cuando falleció fue sepultado en la capilla de la Iglesia de San Francisco, de lo cual da fe el historiador Carlos de Lécea y García en su Bosquejo Histórico-Biográfico de Segovia.


Alonso de Cuéllar.-


La noble familia que por muy cerca de tres siglos se distinguía en Segovia por el apellido Cuéllar dio a Castilla varones insignes y a la ciudad hijos esclarecidos. Perteneció a ella aquel denodado Pedro de Cuéllar (vasallo del rey Enrique IV, Corregidor de Murcia, Andújar y Jaén) que habiendo caído en una emboscada de los moros por culpa del Conde de Castañeda, al ver huir despavoridos a los 80 jinetes que llevaba a sus órdenes, les hizo entender que, ya que estaban irremisiblemente copados, era preferible morir matando o intentar abrirse paso aunque les costara la vida; y acometiendo valeroso a los moros, seguido de los suyos que al fin le atendieron, causó gran destrozo en los 6.000 hombres enemigos que les rodearon y a cuyas manos pereciera, conquistando así Pedro de Cuéllar (con su sangre generosa) la gloria inmarcesible de su nombre. De la misma familia formaba parte Don Gutierre de Cuéllar, caballero del hábito de Santiago, Contador Mayor del Rey Felipe II y espléndido patrono y fundador de la capilla de Santiago en la Catedral segoviana, en cuyo retablo aparece su retrato (obra admirable, por su entonación y colorido, del célebre Pantoja). Vástago florido de la propia familia, aunque en Madrid naciera, fue Don Jerónimo de Cuéllar, poeta y autor dramático muy conocido por los eruditos, caballero también del hábito de Santiago y de la cámara del Rey Felipe IV.
Entre estos y muchos otros nombres que ilustraran tan distinguida familia, antes y después del reinado del Emperador Carlos, descuella el de Alonso de Cuéllar, hombre prestigioso y de caudal, a quien el voto público eligió como representante (Procurador) de Segovia en la Santa Junta, al igual que Solier y el Bachiller Guadalajara, según queda referido. De todo ignorada la vida privada de Don Alonso con anterioridad a tal nombramiento, no lo es más en los posteriores tiempos a la conclusión de la rebelión comunera. Sabemos, no obstante, que en el desempeño de su cargo siguió en todo y por todo al Bachiller Alonso de Guadalajara; y que, lo mismo que él, prestó juramento de fidelidad al Rey y a la Patria, tomó parte en las más graves y trascendentales deliberaciones de la Santa Junta, suscribió todos sus acuerdos (lo mismo en Ávila que en Tordesillas y Valladolid), se opuso con su palabra y su voto a los saqueos y robos de las tropas aún en funciones de guerra y a los de las masas en algaradas y motines, fue comisionado para tomar cuentas “al mayordomo de la artillería” y a varios Procuradores que habían recibido fondos públicos y tuvo a su cargo la intervención en los asuntos de Hacienda. Su ascendiente en la Junta no iguala al de su compañero el Bachiller; pero su actividad, su celo y su desinterés en nada desmerecieron de los habidos por los demás Procuradores, siendo muy de notar que, no contento con sus servicios personales, aún contribuyó con crecidos recursos de su propio patrimonio a pagar los gastos de la guerra, tal y como hicieron los más pudientes partidarios de la causa comunera.
Cuando el Bachiller Alonso de Guadalajara (a quien tanto consideraba y atendía el comunero que nos ocupa) regresó de Tordesillas con el fracaso de las negociaciones de paz y el presentimiento del próximo y desastroso fin del movimiento comunero, mejor dicho, cuando Alonso de Guadalajara, resolvió retirarse de la Santa Junta y explicó a sus compañeros las razones y temores que le movían a ello y cuanto había tratado con el Cardenal, el Almirante de Castilla y el Licenciado Polanco en las conferencias que con ellos celebró en la citada villa; no quiso nuestro Alonso de Cuéllar asumir por sí sólo la representación de Segovia en la Junta comunera, y se separó de ella tal y como hacía el Bachiller, sin que desde entonces volviera a figurar su nombre en la heroica contienda.
Ni siquiera aparece Alonso de Cuéllar entre los 285 comuneros exceptuados de perdón por el Decreto del Emperador Carlos V; pero indudablemente fue excluido por dicho Decreto y perseguido y maltratado como cuantos intervinieron en la Santa Junta o tomaron parte activa y principal en la rebelión, toda vez que sus bienes le fueron confiscados y hubo de sufrir iguales daños que todos ellos. En las relaciones que guarda el Archivo de Simancas de los comuneros exceptuados de perdón, bienes embargados con tal motivo, ventas realizadas de bienes, cuentas y demás antecedentes relativos al particular, aparece que D. Alonso de Cuéllar fue realmente exceptuado de perdón al propio tiempo que aquellos; que unos años después alcanzó el indulto y que, al ser definitivamente perdonado, se le devolvieron sus propiedades.
Esto es lo único que se sabe acerca de D. Alonso de Cuéllar, sin que haya sido posible averiguar cuando ni donde falleció, ni los demás pormenores de su vida, por falta de antecedentes en los archivos segovianos.


Alonso Fernández del Rincón, Abad de Compludo.-


Don Alfonso Fernández del Rincón, Arcediano de Cuéllar en la Santa Iglesia Catedral de Segovia, Abad de Compludo y de Medina del Campo, participó intensamente en la revuelta comunera. Ausente de Segovia a poco de ocurrir la sublevación, regresó a esta ciudad tras la derrota de Villalar, sin duda alguna para levantar las cargas de su prebenda; pero al arreciar los castigos y las persecuciones contra los comuneros, fue desterrado al monasterio del Paular, en cuyas soledades languideció de aburrimiento. Según parece, Don Alonso había rogado a los Virreyes que le permitieran trasladarse a la localidad de Aguilafuente.
Antes de su destierro, el Cabildo Catedral había recurrido a los mismos Virreyes, exponiendo en un razonado y extenso memorial que, al ocurrir la rebelión en la ciudad de Segovia y desatarse los ataques contra el bello Alcázar, el pueblo se apoderó de la Catedral para acometer desde allí a la fortaleza con más seguridad, siendo este el motivo por el cual se hallaba dicha Catedral casi destruida, pidiendo el Cabildo que se le restituyese su Iglesia y se reedificase con todas sus dependencias hasta dejarla tal y como estaba. Aprovechando la oportunidad de este memorial, suplicaba también el Cabildo que al Arcediano de Cuéllar D. Alonso Fernández del Rincón, capitular de la misma Iglesia, “no le guardasen enojo” por su participación en el movimiento comunero y se le perdonara por consideración hacia Dios y la Iglesia.
Afirmaba el Cabildo Catedral que, después de los disturbios acaecidos en el Reino, el Arcediano de Cuéllar había intentado pacificar la ciudad de Segovia, sirviendo así a la causa de Su Majestad. Pero si los Virreyes perdonaron a Don Alonso por cortesías hacia el Cabildo, no lo hizo así el Emperador, puesto que este eclesiástico fue uno de los 285 rebeldes exceptuados de perdón y reos de lesa majestad, al igual que todos aquellos comuneros condenados por el Decreto de Valladolid.


Rodrigo de Cieza, Álvaro de Guadarrama, Diego de Cáceres, Gabriel de Villarreal, Luis de Cuéllar.-


Desde que Segovia se armó para resistir la autoridad de la Regencia, al poco de conocer el propósito del Consejo Supremo de castigar a toda la ciudad por los crímenes de unos pocos forajidos, no pudo menos de comprender (y comprendió realmente) que, sin el auxilio de las demás ciudades castellanas donde ya ardía el fuego de la rebelión comunera y que sin cesar animaban a la resistencia; sería inútil todo cuanto intentara por sí sola ante la fuerza superior que, debilitada y todo, aún representaba el poder real. Y al propios tiempo que se apercibía a la más desesperada defensa, fortificándose todo lo posible, alistó hasta unos 12.000 hombres, sin armas gran parte de ellos, con los cuales no tuvo reparos en hacer frente a Ronquillo y contener su avance. Desde el momento en que el funesto Alcalde recibió refuerzos importantes que convertían la amenaza del poder en realización inmediata de sus aviesos propósitos, Segovia envió a personas de confianza y gran reputación a Madrid, Ávila, Toledo y otras ciudades en demanda del auxilio y protección que necesitaba la ciudad del Eresma para no sucumbir a la fiera embestida de los imperiales.
Nuestro historiador Diego de Colmenares, que siguió a Sandoval en todo lo concerniente a la rebelión de las Comunidades, da cuenta de que Rodrigo de Cieza y Álvaro de Guadarrama fueron nombrados para la misión que acabamos de mencionar, siendo las únicas noticias que tenemos de estos dos segovianos; si bien el hecho de que las ciudades de Toledo y Madrid dispusieran que Padilla y Zapata se unieran a Juan Bravo para acometer juntos a Ronquillo demuestra el buen empeño y el resultado favorable de sus gestiones. No aparece por ninguna parte que Rodrigo de Cieza y Álvaro de Guadarrama fueran castigados tras la derrota del movimiento comunera, a pesar del gran servicio que prestaron a la Comunidad, lo cual indica una de estas dos cosas: o bien la documentación hasta hoy publicada es incompleta, o que en aquella ocasión (lo mismo que en cuantas ocurren de la misma índole) la fortuna o el favor suelen amparar a no pocos de los comprometidos.
De otros varios comisionados o representantes especiales se valió Segovia en aquellos azarosos días, y, a decir verdad, en toda clase de personas encontraba la ciudad a servidores entusiastas del bien común. Uno de aquellos fue Don Diego de Cáceres, noble segoviano a quien la ciudad apoderó especialmente con una instrucción y carta de creencia para la Santa Junta de Ávila (a pesar de que Segovia se hallaba allí representada por Juan de Solier, el Bachiller Alonso de Guadalajara y Don Alonso de Cuéllar) con el objetivo de hacer saber a esta entidad que Segovia había pagado sus haberes a los soldados de Juan Bravo hasta que la Reina Juana dispuso pagarlos por su cuenta en Tordesillas, y que como ya no se les pagaba decidían abandonar el Ejército comunero, mientras el propio Juan Bravo avisaba de que se retiraría (dejando el mando) si no se hacía efectiva la dotación de sus soldados.
Las facultades conferidas por Segovia a Don Diego de Cáceres se extendieron a otros dos puntos más. Uno de ellos, a dar cuenta a la propia Junta de Ávila de que la villa de Sepúlveda no había querido jurar la carta de hermandad, unión y concordia de todas las ciudades del Reino acordada por la misma Junta comunera para su mutua protección y defensa; con la súplica de que se obligase jurar tal documento a los de Sepúlveda. La otra misión encomendada a Diego de Cáceres era aún más importante: se reducía a autorizarle que hiciese alarde, o lo que es igual, a que pasara revista minuciosa y detenida a la gente que Segovia había puesto en armas bajo las órdenes de Juan Bravo, y la hiciera contar, la viese y trajera relación de los soldados que faltaban, y de qué pueblos eran, para obligar a los que pertenecían a la Comunidad y Tierra de Segovia a completar sus respectivos contingentes.
La entidad de tales cometidos indica claramente que D. Diego de Cáceres no sólo era un comunero decidido; sino que tenía  significación, personalidad, competencia y cuantas dotes son precisas para tratar a la vez asuntos civiles, políticos y militares. Y verdad es que Segovia procedió con acierto en semejante elección. Era D. Diego de Cáceres hijo de Antón de Cáceres, es decir, aquel valiente capitán, Señor de la Carretona y de otros varios heredamientos, Guarda y Vasallo del rey D. Enrique IV y Alcaide del Alcázar de Madrid por gracia de los Reyes Católicos; el mismo que, a pesar de la protección que le dispensara en su juventud el famoso privado D. Juan Pacheco, combatió tenazmente contra él, defendiendo (junto a Lope de Cernadilla y otros nobles) la Puerta de San Juan en uno de los alborotos promovidos por el inquieto privado.
Don Diego de Cáceres, el comunero del que hablamos, emprendió la carrera eclesiástica y aún llegó a ordenarse “in sacris”; pero habiendo tenido acalorada cuestión con otro noble segoviano llamado D. Alonso González de la Hoz, le mató en riña o desafío y se vio precisado a dejar la Iglesia, dedicándose entonces a la vida militar, más propia de su enérgico temperamento. Al servicio de los Reyes Católicos, después de su rehabilitación, y siendo ducho en el arte de la guerra, adquirió más tarde gran renombre por el hecho heroico de haber roto el cerco enemigo y penetrado en Salses (Rosellón), sitiada por los franceses, con tan sólo 90 hombres a caballo. La Iglesia de San Francisco de Segovia guarda los restos mortales de este segoviano ilustre que, a pesar de haber intervenido en el alzamiento de las Comunidades, se libró también de la represión y el castigo (como Cieza y Guadarrama).
Indicado ya que Sepúlveda se negó en un principio a adherirse a la rebelión comunera y que de su negativa se dio cuenta a la Santa Junta de Ávila, resolvióse después comisionar a Gabriel de Villarreal para que pasara a aquella villa, cual así lo hizo el 15 de octubre de 1520, con nueva carta exhortatoria de Segovia. La adhesión de Sepúlveda a las Comunidades era entonces de importancia, porque en ella y en los pueblos de su contorno se hallaban alojados hasta 1.000 hombres de armas, militares veteranos que habían regresado de la expedición a Los Gelves (1510) y a los cuales pretendían atraer la Regencia, por un lado, y los rebeldes comuneros por otro.
La villa de Sepúlveda seguía indecisa a pesar de los razonamientos de Villarreal; pero tres días después se adhirió resueltamente (según los deseos de Segovia y del dicho Villarreal) a la hermandad jurada en Tordesillas y admitida por las ciudades, villas y lugares alzados contra el poder. No contribuyó poco al éxito obtenido por Gabriel de Villarreal el valioso auxilio que le prestara Pedro Girón, presente entonces en Sepúlveda, a donde había ido con el propósito de atraer a los soldados de Los Gelves a la causa comunera; Girón consiguió que la mayoría de aquellos curtidos veteranos apoyasen a las Comunidades, los que no lo hicieron siguieron a los emisarios del imperial Condestable de Castilla, mandados por él desde su castillo de Pedraza. ¡Quién habría sospechado, al ver a Girón tan resuelto y decidido en favor de las Comunidades, que llegaría a traicionarlas cuando sucedió a Juan de Padilla en el mando del Ejército comunero!
Al regresar de Sepúlveda Gabriel de Villarreal, manifestó la ciudad de Segovia su agradecimiento a aquella villa, y para enterar de todo lo ocurrido a la Junta comunera de Valladolid, nombró representante especial (con su correspondiente carta de creencia) a Don Luis de Cuéllar, pariente (sin duda alguna) de Don Alonso de Cuéllar, Procurador de Segovia en la Santa Junta. Luis de Cuéllar debió prestar también grandes servicios a la causa popular, aparte de su comisión a Valladolid, por cuanto fue declarado reo de lesa majestad como los más significados comuneros, exceptuado de perdón por el Decreto del Emperador y despojado de todos sus bienes...
Antes del citado Decreto imperial, los Virreyes le perseguían como a uno de los ciudadanos excluidos de la capitulación hecha por la ciudad de Segovia, tal y como lo justifica una Real Cédula de 8 de noviembre de 1521, expedida a diferentes provincias para que pusiesen de manifiesto los bienes de Luis de Cuéllar y los de aquellos otros segovianos eliminados de la capitulación, a fin de que pudiera hacerse cargo de todos ellos el Obispo de Oviedo, depositario elegido al efecto.
En la relación de bienes pertenecientes a los exceptuados de perdón (conservada en el Archivo de Simancas) aparece que a Don Luis de Cuéllar se le habían embargado “veinte ducados de renta en pan y dinero”; que su hacienda mueble y raíz “valía novecientos ducados”; “que tenía demás compañía de mercaduría y trato con otros”; y que era menester saber más sobre ello. El alto prestigio de la justicia se rebajaba entonces a tan vergonzosas investigaciones, más vergonzosas aún por haber concluido ya la rebelión comunera y ser más necesaria y fructífera la clemencia...
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« Respuesta #8 : Julio 01, 2011, 17:58:49 »


Juan de la Hoz.-


La familia De la Hoz aparece de muy antiguo entre la nobleza segoviana, y entre sus vástagos principales se hallaba Don Alonso González de la Hoz, Contador Mayor del Reino (cargo equivalente hoy al de Ministro de Hacienda), progenitor de los Marqueses de Quintanar y dueño (por el título de compra) de la fortaleza que defendía la puerta de San Martín de la ciudad de Segovia.
Como en aquellos tiempos la mayor parte de los varones pertenecientes a las familias ilustres seguían la profesión de las armas o la carrera eclesiástica; Juan de la Hoz (el comunero segoviano al que nos referimos) se hizo militar, y por sus relaciones y la influencia de los suyos obtuvo el honorífico empleo de Contino de la Casa Real, con 35.000 maravedíes de sueldo y la obligación de participar en las guerras (con armas, caballo y escudero) junto a la hueste real siempre que se le requiriese para ello.
Generalizada ya en Castilla la hostilidad contra los flamencos, en mala hora traídos por el Emperador Carlos, y enardecidas las pasiones por los desmanes de aquellos bellacos (lo mismo en las clases más elevadas que en las humildes), nada tuvo de particular que hasta los servidores de la Casa Real se sumaran a la rebelión contra los malos gobernantes. Nada menos que 72 de ellos combatieron por la causa de las Comunidades, a pesar de hallarse inscritos al inmediato servicio de los Reyes, contándose en tal número no pocos hijos y herederos de personajes y grandes señores del Reino.
Juan de la Hoz, lo mismo que sus compañeros y paisanos Juan Bravo, Juan de Solier, Antonio de Mesa y Francisco de Tapia, se afiliaron a la causa popular a pesar de sus elevadas profesiones; y tres días antes de la derrota en Villalar fueron dados de baja en el real servicio por orden del Cardenal y el Almirante de Castilla, con prohibición absoluta de que se les pagara sueldo en lo sucesivo, ni aunque lo tuviesen devengado...
Pero las discordias civiles, por considerables espacios de tiempo, dejan odios y rencores que los años, el interés común y la conveniencia pública se encargan de difuminar, dando al olvido los mayores agravios. Esto fue lo sucedido con el comunero segoviano al que nos referimos, gracias a la influencia de su pariente Rodrigo de la Hoz, de profesión Comendador.
Era Don Rodrigo de la Hoz íntimo amigo de Don Íñigo Fernández de Velasco, Duque de Frías, Condestable de Castilla y señor de Pedraza y su fortísimo castillo. No queriendo Rodrigo de la Hoz adherirse a la causa comunera, salió de Segovia (como todos los desafectos) y se trasladó a la ciudad de Burgos, donde el Condestable sostenía la causa del Emperador Carlos, sirviéndole fielmente en aquellos azarosos días. Agradecido el Condestable por los servicios del Comendador segoviano, le recomendó repetidas veces y con verdadero empeñó a CarlosV, y aún logró para él la escribanía que en Segovia había quedado vacante por la muerte de Francisco de Cuéllar: no para que la desempeñase por sí, toda vez que los caballeros de tanta alcurnia no se ocupaban de tales cargos, sino para que (egregida de la Corona) pasara a fomar parte de su propiedad particular y pudiera nombrar al servidor o servidores que fuesen de su agrado. Bajo los auspicios de dicho Comendador y por la influencia del Condestable, fue anulada la baja de Juan de la Hoz en el servicio de la Casa Real, y según una nota marginal que aparece en la relación de los 72 Continos despedidos por su adhesión a la rebelión comunera, “tornóse a rescibirle”. Es decir, que Juan de la Hoz fue el único de todos ellos que logró la gracia de ser perdonado y readmitido en su empleo de la Casa Real.


Juan de Ledesma, Antonio de Cuéllar, Rodrigo del Río, Antonio de Cuéllar (“barbero”).-


Consta en el libro de actas de la Santa Junta, cuando celebraba sus reuniones en Valladolid, que los tres hidalgos segovianos Juan de Ledesma, Antonio de Cuéllar y Rodrigo del Río contribuyeron con fondos de su peculio para el sostenimiento de la causa comunera.
Juan de Ledesma era sobrino de Alonso Sánchez de Vargas, el valeroso Teniente Alcaide que defendió el Alcázar segoviano de los ataques comuneros, resistiendo heroicamente por espacio de 10 meses el apretado cerco y las terribles acometidas de los rebeldes, sin que lograsen derrotarle; pero a éste Juan de Ledesma no se le debe confundir con otro Juan de Ledesma, sobrino suyo y nieto del esforzado Sánchez de Vargas, el cual, invocando los valiosos servicios de su abuelo contra los partidarios de las Comunidades, pidió años después su ascenso en la Secretaría del Consejo; así como su hermano Pedro de Ledesma (Secretario de S.M. y del Consejo y Cámara de Indias) pidió que se perpetuasen en su persona aquellos cargos, no por méritos suyos, sino por los de su citado abuelo.
De Antonio de Cuéllar (pariente de Don Alonso de Cuéllar, representante de Segovia en la Santa Junta) sólo se sabe que era vecino del pueblo de Caballar (situado en las Tierras de la Episcopalía de Segovia); y de Rodrigo del Río, fuera de las circunstancias de pertenecer a una antigua e ilustre familia segoviana y de ser hermano del Licendiado D. Alonso del Río (de quien luego nos ocuparemos), nada más se ha logrado averiguar.
Ni Ledesma, ni Cuéllar, ni Del Río fueron penados con prisión, destierro o privación de bienes; lo cual demuestra que los castigos entonces impuestos, más que al sentimiento de estricta justicia e igualdad ante la Ley, obedecieron a otros móviles... O fueron torcidos por el favor y la influencia.
De otro comunero llamado Antonio de Cuéllar (“barbero”) hay también noticia por haber sido incluido en el destierro que impusieron los Virreyes a diferentes personas. No obstante, nos inclinamos a creer que este sujeto no era barbero de profesión, a juzgar por el “de” que lleva su apellido, demostrativo de hidalguía y preposición que los nobles no hubieran consentido usar en aquellos tiempos de fatuo orgullo nobiliario a un menestral de humilde oficio. En Segovia fue muy común el apellido Barbero entre personas y familias bien nacidas, siendo fácil de creer que, como en la ortografía de aquellos tiempos se escribían con minúsculas hasta los apellidos, el que primero escribió su nombre (por ignorar que el “Barbero” pudiera ser el apellido materno de Antonio de Cuéllar) puso una coma después de este primer apellido y vino a parecer como una profesión lo que no era sino un distintivo de familia. Sea lo que fuere, a este Antonio de Cuéllar se le retiró el destierro el 1 de octubre de 1521, lo cual indica que era un hombre influyente: prueba de ello es que sólo estuvo cinco meses desterrado y no se le confiscaron sus bienes.


El licenciado Alonso del Río.-


Entre los exceptuados y condenados como reos de lesa majestad se lee el nombre del licenciado Don Alonso del Río, quien indudablemente debió ejercer algún cargo notable en la Segovia controlada por los comuneros, dada su cualidad de letrado y teniendo en cuenta el rigor del castigo que se le impuso. Ninguno de los antecedentes relativos a los comuneros segovianos que tenemos a la vista hace mención de la parte que tomara este personaje en aquellos acontecimientos; pero desde el momento en el que fue incluido en la lista de las 60 personas que los Virreyes hicieron salir desterradas de Segovia por Real Cédula de 12 de mayo de 1521, y después por el edicto del Emperador, hay que suponer lógicamente que este licenciado fue uno de los más destacados representantes de la causa comunera en Segovia.
Según se lee en una relación de embargos, el Licenciado que nos ocupa poseía una renta “en pan y dinero hasta 30 ducados”; en las cuentas de administración de secuestros por el Obispo de Oviedo resulta que el juro de 61.300 maravedíes del que se hizo cargo como perteneciente a Íñigo López Coronel, pertenecía también al licenciado Alonso del Río; y como todo ello era pequeña suma para su sostenimiento, hay que suponer que vivía del ejercicio de su profesión o de la generosidad de sus familiares.
Sin embargo, Alonso del Río obtuvo el perdón real  poco después de ser condenado, lo que da motivo para sospechar que anduvo de por medio la influencia de su egregio pariente Gonzalo del Río, Regidor de Segovia y gentilhombre del Emperador, con quien estuvo en Alemania durante todo el tiempo que duró el alzamiento de las Comunidades castellanas. Este noble segoviano, al parecer, debía una considerable cantidad de dinero al mismísimo Juan Bravo, el gallardo caudillo comunero, y al marchar a tierras germanas le dejó como garantía varios tapices y joyas de valor. A fin de que estos efectos personales no cayeran en manos de Francisco Sarmiento, el nada generoso hermano materno del líder comunero, la esposa de Gonzalo del Río solicitó a los Virreyes fuesen depositados en persona abonada (evitando así que Sarmiento se hiciese con ellos) hasta que a la vuelta de su marido con el Emperador, pagase la deuda y pudiera recobrarlos.
A Gonzalo y Alonso del Río, vástagos de la misma familia, les sucedió lo que tan frecuente es en las discordias civiles: esto es, que mientras los unos militan en un campo, los otros combaten en el adverso, y cuando menos es de esperar, se encuentran como enemigos lo que sólo debieran ser hermanos. Y menos mal que, después de la derrota de los unos y la victoria de los otros, los vínculos de la sangre hicieron en muchos casos sus naturales oficios...


Alonso de Mexía, Antonio de Aguilar, Hernando de Belliza, Gaspar de Segovia.-


Estos cuatro comuneros fueron, a no dudarlo, de los más comprometidos en Segovia, pues aún faltan detalles relativos a su intervención directa en el alzamiento popular, hay (no obstante) hechos ciertos y positivos que denotan la parte principal tomada por sus personas en aquellos sucesos.
A Antonio de Aguilar y Hernando de Belliza (o Belicia, según firmaban de ordinario los miembros de su familia) se les exceptuó de perdón en el concierto hecho por los Virreyes en Coca, con destierro de la ciudad y embargo de sus bienes; mas al poco tiempo se les absolvió de culpa y pudieron regresar a los patrios lares en la confianza de hallarse libres ya de todo peligro. Júzguese, sin embargo, cual sería su disgusto cuando el 28 de octubre de 1522 (es decir, un año después de ser perdonados por los Virreyes en nombre del Emperador) aparecen sus nombres entre los 285 condenados por el edicto imperial de Valladolid como reos de lesa majestad, con el secuestro de sus bienes y demás penas consiguientes. Es verdad que, andando el tiempo, lograron el indulto; pero no por eso se libraron ellos y sus familias de terribles padecimientos por la fatal condena.
Alonso de Mexía (caballero de Acostamiento y Contino de la Casa Real) también figura entre los 285 reos de lesa majestad, y al serle concedido el perdón por Real Cédula de 27 de agosto de 1525, juntamente con otros 34 comuneros de distintas provincias, se les califica a todos ellos como los más comprometidos en el movimiento popular. Es de advertir que, antes de ser condenado por el Emperador, ya había sido castigado e indultado por los Virreyes. El embargo que en aquella primera persecución se le hizo sólo ascendió a unos 1.700 ducados entre bienes muebles e inmuebles; pero su hacienda debía ser mucho más considerable, ya que siendo embargada por segunda vez existían el 7 de diciembre de 1521 nada menos que 300.000 maravedíes de su pertenencia en poder de Cristóbal de Samaniego, Aposentador de la Casa Real y depositario del embargo hecho a Antonio de Mexía; con la circunstancia nada plausible de haberse atrevido el tal despositario a pedir ( y el Cardenal Adriano a recomendar por carta al Emperador, en la nota cifrada que acompañaba a una carta de aquella fecha) que los dichos 300.000 maravedíes del embargo de Mexía se le concedieran como regalo al propio despositario, en recompensa por sus servicios a la causa imperial. Así se aprovecharon no pocos cortesanos y servidores de los Virreyes y otros magnates de los bienes secuestrados a los vencidos comuneros...
En cuanto a Gaspar de Segovia, natural y vecino de esta ciudad, hemos de referir que su nombre no se encuentra en ninguno de los documentos referentes a la rebelión comunera, ni antes ni después de la derrota en Villalar. No fue desterrado por los Virreyes, como tampoco se le incluyó entre los 285 condenados por el Emperador. A pesar de todo ello, tres años después y cuando ya no era perseguido casi ningún comunero, se expidió una Real Cédula de 15 de febrero de 1524 cometida al Corregidor de Segovia (como Juez de su domicilio) para que encarcelase a Gaspar de Segovia y le embargase todos sus bienes muebles y raíces. Iguales órdenes se dieron por aquellos días contra otros comuneros de distintas provincias. Hubo, sin duda alguna, temores de algún nuevo chispazo o de que se reprodujera la extinguida rebelión por secretos trabajos de los descontentos, o algún otro móvil rencoroso que obligara a tornar al rigor, precisamente cuando se levantaban destierros y embargos a diario y se concedían indultos en gran número. Fuese cual fuese la causa, lo cierto es que Gaspar de Segovia fue perseguido en tan tardía ocasión por su condición de comunero cuando la paz y el orden volvían a reinar en Castilla, sin que volvamos a encontrar más referencias a su persona, bien porque se fugara y no fuera aprehendido, bien porque nada resultase contra él en el procedimiento al que fue sometido por real orden.


García y Antonio del Esquina


Hermanos estos dos comuneros, también van incluidos entre los 285 reos de lesa majestad a quienes exceptuó de perdón el Emperador en el Edicto de 1522, con la circunstancia de ser García del Esquina el primero que figura en la relación de los condenados de Segovia, independientemente de los que (como Juan Bravo y otros) tomaron parte en el movimiento general, después de haberla tomado en el de la ciudad.
Ignorados por completo los pormenores referentes a la intervención de los hermanos Esquina en aquellos sucesos; bien se puede asegurar (sin riesgo de equivocarse) que por el mero hecho de haber sido castigados junto a los más comprometidos no fueron de los menos entusiastas, ni de los que permanecieron más ociosos durante la rebelión. Y si se tiene en cuenta que el oficio  de ambos era el de tintoreros con tinte propio, oficio de los más necesarios e indispensables en la entonces floreciente industria de los paños, con facilidad se concibe que debieron ser personas influyentes entre los millares de obreros a ella dedicados y tal vez fueron sus representantes autorizados en las Juntas populares.
Por virtud de la condena imperial procedieron contra ellos los ministros de justicia, sin que se sepa donde sufrieron el destierro ni cuanto fueron indultados, sin que se les vuelva a mencionar para nada excepto en una relación de bienes secuestrados que dice así:

“García del Esquina y su hermano tenían un tinte del que podía valer de renta al dicho García del Esquina seys ducados de renta, á venderse su parte con el mueble que tiene vale ciento cuarenta escudos.
El dicho su hermano que se dice Antonio del Esquina tenía otro tanto quel”.
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« Respuesta #9 : Julio 01, 2011, 18:00:02 »


Bernardino de Mesa, Martín de Mesa, Francisco Sadezejo, Antonio Juárez, el sillero Galbán.-


La misma escasez de noticias relativas a los comuneros de quienes se acaba de hacer mención existe acerca de los cinco que son objeto de los presentes párrafos, a pesar de que todos ellos fueron declarados reos de lesa majestad y consiguientemente castigados por el Edicto de Valladolid.
De Bernadino de Mesa sólo dice el edicto referido que era hijo del Bachiller Turuegano (hoy Turégano) pero no quien fuera éste, ni nada más relativo a su persona. El secuestro de sus bienes sólo comprende unas míseras casas, apreciadas en 4 ducados de renta y 100 en venta, incluidos sus muebles.
Martín de Mesa era cuñado de Diego de Llerena, comunero audaz donde los haya, pues así lo dice el Edicto. Y no debió ser ningún capitalista precisamente cuando sólo le fueron embargados los muebles de su uso, cuyo aprecio en la relación de bienes secuestrados fue de 28 ducados.
De Francisco Sadezejo no hay más antecedente que el de haber sido exceptuado de perdón por el Emperador, sin que se le vuelva a mencionar para nada en ningún documento. Ni en los relativos a prisiones, embargos o destierros...
Antonio Juárez fue uno de los 60 desterrados por los Virreyes con arreglo al concierto hecho en Coca: en su virtud se mandó que el famoso Dr. Zumel le secuestrase los bienes; pero antes de que fueran secuestrados (y por recomendación del Marqués de Villena) le fue concedido el perdón por los mismos Virreyes, habiendo regresado con toda confianza y tranquilidad a Segovia en noviembre de 1521. A pesar de todo esto, el 28 de octubre de 1522 (es decir, un año después) fue comprendido en la condena de Valladolid por Decreto del Emperador, ignorándose en absoluto las fechas en que logró el indulto.
El sillero Galbán, por su parte, debió ser un hombre de escasísimos recursos; si bien de los más entusiastas, de los más comprometidos y de los peor librados comuneros. Reo de lesa majestad como los anteriores e incluido en el Edicto de Valladolid, fue secuestrado el ajuar de su casa (que sólo valía 12 ducados). Galbán se halló sin recursos de ningún género y padeció duras persecuciones, por lo que se vio en la dolorosa circunstancia de tener que emigrar a Portugal, donde debió pasar los días más infelices y miserables de su existencia.
El Embajador de España en aquel Reino, D. Juan de Zúñiga, escribía desde Tomar al Emperador el 29 de agosto de 1523 dándole cuenta de los comuneros emigrados a dicho país y refiriéndole las poblaciones donde residían, quiénes eran magnates que ayudaban a algunos y las relaciones que sostenían con varios de ellos; sin duda alguna en cumplimiento de órdenes reservadas del mismo Emperador para vigilarles y estar al corriente de todos sus pasos. Cifrada la carta de D. Juan de Zúñiga (a fin de que sólo el monarca o sus secretarios pudieran enterarse de su contenido) hablábale en ella de comuneros exiliados como el Doctor de Medina,  Pero Laso, Doña María Pacheco (viuda de Padilla), el Bachiller Alonso de Guadalajara o el Conde de Salvatierra; afirmando además que Galbán (“el sillero de Segovia”) se hallaba “bien pobre y doliente”.
Hasta en esto fue desgraciado el infeliz Galbán. Mientras los más destacados partidarios de la rebelión comunera encontraban socorros y amparo en tierras extrañas, aparte de la ayuda que pudieran enviarles sus familias y más pudientes amigos, aquel pobre hombre (mártir de su amor a las franquicias y libertades públicas contra el expolio de unos rapaces flamencos) sufría los rigores de la miseria, del hambre y de la enfermedad, sin que su falta de salud le permitiera ganarse el sustento con el trabajo de sus manos, ni encontrar poderosos que le protegieran en tan horrible situación.
Nada más se sabe de Galbán el sillero desde la carta de D. Juan de Zúñiga. Posible y más que posible es que, no pudiendo resistir los fieros rigores de su suerte, sucumbiese en tierra portuguesa, sin el consuelo de volver a pisar las calles de Segovia. Regresara o no a esta ciudad, la verdad es que con excepción de Juan Bravo y Juan de Solier, muertos en el patíbulo, pocos o ninguno de los comuneros segovianos debieron sufrir lo que el desdichado Galbán, pues las dolencias físicas y el hambre, cuando aquejan al que se ve en el trístísimo extremo de tener que marchar a otro país, son tormentos de los más horribles para el corazón humano...


Suero Alonso de Barrios, Juan de Zamora, Álvaro de Ruescas.-


No ha sido posible encontrar ningún antecedente por el cual tengamos conocimiento de la intervención que tuvieron estas tres personas en el alzamiento comunero. No cabe ni debe caber la menor duda, a pesar de ello, de que fueron de los más destacados comuneros segovianos, ya que fueron exceptuados de perdón en el concierto hecho en Coca con los Virreyes. Pero si bien sufrieron durante algún tiempo los sufrimientos del vencido, viéndose separados de sus familias y en forzado destierro; no llegaron a figurar en el edicto condenatorio de Valladolid, y esto facilitó sobremanera su indulto. A Suero Alonso de Barros, perteneciente a una ilustre familia segoviana, se le concedió el perdón el día 27 de agosto de 1521, de modo que su destierro duró unos tres meses aproximadamente. Alonso de Ruescas fue indultado el 1 de enero de 1522, y la misma gracia hubo de alcanzar Juan de Zamora el 20 de marzo del mismo año, sin que ninguno de ellos llegase a sufrir la terrible pena de la confiscación de bienes.


Pedro de la Torre.-


He aquí un comunero que ejerció cargos de la mayor importancia durante los sucesos que relatamos sin que sufriera después ningún castigo, ni haya otra noticia de él que su firma al pie de un documento importantísimo, revelador de su intervención en los asuntos y decisiones de la rebelión comunera en Segovia. Tal cargo fue el de Secretario del Concejo de la ciudad, inherente entonces a la profesión de Notario o Escribano; con la particularidad de que aquellos Secretarios no sólo daban fe de los acuerdos, sino que llevaban la firma en nombre de la ciudad, y al signar (cual signaban de esta suerte los documentos y provisiones) venían a revestirlos del carácter de instrumentos públicos en el fondo y en la forma.
Así es como se daba a conocer Pedro de la Torre, y así como aparece su nombre al final de la carta escrita el 15 de abril de 1521 por la ciudad de Segovia a la de Valladolid. Era una respuesta a la misiva enviada por la ciudad del Pisuerga el día 10 del mismo mes y año. El documento, como se ve, es anterior en varios días al desastre acaecido en Villalar; y como indica que ni la pérdida de Tordesillas, ni la defección de Pero Laso, ni la visible decadencia de la causa de las Comunidades entibiaba en lo más mínimo el entusiasta apoyo a la rebelión prestado por Segovia; no queremos dejar de dar idea de su contenido, a fine de que, al anotar el nombre de Pedro de la Torre entre los comuneros, conste de un modo cierto y positivo cual era la actitud de Segovia en aquellos días.
Tras separarse de la Santa Junta, Pero Laso hizo formal empeño en debilitar la causa que había defendido, y (so pretexto de procurar la paz) escribió en tal sentido a Toledo y otras ciudades. Una de ellas fue Valladolid, la cual envió una carta a Segovia el 10 de abril de 1521 (como ya hemos dicho) para que viviera prevenida contra las maquinaciones de Pero Laso. A esta carta contestó la ciudad de Segovia diciendo que la lectura de la epístola enviada por Valladolid había hecho comprender que todo eran cautelas del Almirante para enflaquecer el poder de las Comunidades, lo cual no llegaría a conseguir mientras el Señor le ayudase. Después de esta salvedad, y respondiendo Segovia a la petición de hombres armados que hacía Valladolid, manifestaba que tan luego como recibieron dicha petición procuraron reunir cuantas gentes fueron posibles de la Ciudad y la Tierra, que las enviarían con toda brevedad y con preferencia a otros servicios, advirtiendo “que serían unos 2.500 hombres los preparados para este último envío según tenían comunicado a la Santa Junta, y que cuantos habían en Segovia irían de muy buena gana y voluntad; pero que la prudencia aconsejaba que no fuesen para no desamparar la ciudad y sobre todo el sitio del Alcázar, a fin de que los enemigos no lograsen socorrerles”. Indicaba además aquella misiva que (independientemente de aquellos 2.500 preparados para marchar) habían mandado otros 500 combatientes en auxilio de la ciudad de Toledo y su comarca, para luchar contra el Prior de San Juan (“enemigo del bien público”, según el Concejo de Segovia).
De manera que, aparte de las escuadras segovianas que desde un principio formaban en el ejército de Padilla y del refuerzo de 700 soldados bien armados que llevaba Juan Bravo cuando (por segunda vez) salió a campaña con aquel líder comunero; Segovia tenía dispuestos en vísperas de la acción de Villalar los 2.500 hombres indicados para engrosar el ejército comunero, los 500 enviados a Toledo, la numerosa guarnición de la ciudad y los sitiadores del Alcázar.
Demuestra todo esto un patriotismo y un sacrificio considerables, así bien que la mayor decisión en favor de la causa comunera. No obstante, y como si el Concejo de Segovia no estuviera aún satisfecho con todos sus esfuerzos, terminaba su importantísima carta de esta suerte: […] “y si nuestra posibilidad fuese tan grande como es nuestro deseo y voluntad que tenemos al Santo propósito y a hacer cuanto manda, nuestro socorro sería muy largo, mas siempre haremos a nuestra posibilidad en todo cuanto vuestra merced nos enviare a mandar”. ¡Quién había de decir a los segovianos, que tan resueltos propósitos abrigaban y tan firmes eran en sus resoluciones, que antes de marchar a su destino los 2.500 hombres armados la causa comunera sería trágicamente derrotada en la triste jornada de Villalar! De todas formas, fue Segovia una de las ciudades que más participaron en la rebelión y se sacrificaron en su apoyo.
Al referir el contenido de esta carta memorable parece que hemos olvidado al comunero Pedro de la Torre, que fue el encargado de suscribirla; pero en su recuerdo sólo podemos consignar la data de la última misiva, que es como sigue: “Nuestro Señor, las muy magníficas personas de su merced guarde.- De Segovia 15 de abril. (1521) Yo Pedro de la Torre escribano público la fice escribir é firmo de mi nombre.- Por mandado de Segovia.- Pedro de la Torre”.
Grande como era entonces el poder municipal en Castilla, un Notario o Escribano era el que llevaba el nombre y la representación de la ciudad y consignaba sus decisiones en los asuntos más importantes. De ahí que Pedro de la Torre firme “por mandado de Segovia”.


Antonio de Madrigal, Diego Gallego, Ochoa Gómez.-


En el mismo caso que los tres comuneros anteriores se encontraron los que son objetivo de este párrafo. Exceptuados de perdón por los Virreyes, salieron también de Segovia para el destierro, que sólo dudaría unos cinco meses, al término de los cuales fueron indultados y con la posibilidad de regresar a sus hogares concedida por las Reales Cédulas de 19, 20 y 26 de octubre de 1521.


Martín de Plasencia, Antonio de Muyveros, Pedro Ortiz Gallego.-



Lo mismo que valía para los tres comuneros anteriores puede decirse de Martín de Plasencia, Antonio de Muyveros (actual Muñoveros) y Pedro Ortiz García. Incluidos entre los 60 exceptuados por el concierto de Coca, sufren el destierro; pero obtienen perdón los tres a la vez por Real Cédula de 24 de octubre de 1521 y vuelven al seno de sus familias tras una ausencia de cinco meses.


Juan López, Martín de Medina.-


También corrieron estos dos comuneros igual suerte que los que les preceden. Idénticos los motivos de su destierro de Segovia, recibió autorización Juan López para regresar a la ciudad, ya perdonado, el 19 de septiembre de 1521; mas hasta el 8 de febrero siguiente no se le concedió el indulto a Martín de Medina. Ignoramos cual fue la profesión de Juan López; Martín de Medina, por su parte, fue sastre en la ciudad del Eresma.


Juan de Secadura.-


Por lo que hasta aquí hemos dejado consignado se deduce sin género alguno de duda que entre los comuneros segovianos castigados hubo personas de todas las clases y condiciones: hidalgos, plebeyos, abogados, escribanos, pelaires, silleros, barberos, sastres y de otros variados oficios; con la circunstancia de haber sido en mucho mayor número los castigados de las clases acomodadas que los de las humildes.
Este comunero del que ahora nos ocupamos fue maestro de cantería y (sin duda alguna por los importantes servicios que prestara en la restauración de los 32 arcos del Acueducto bajo la dirección del célebre P. Escobedo, en tiempo de los Reyes Católicos) desempeñaba el cargo “del guiamiento del agua” de dicho acueducto. Vamos, que ejercía lo que hoy denominaríamos labores de fontanería.
Cuando el Alcázar de Segovia fue sitiado, ocurriósele a Juan de Secadura privar del servicio de agua corriente a los defensores de la hermosa fortaleza, y así lo hizo. A éstos no les quedó más remedio que servirse de las aguas del río Eresma, corriendo no pocos peligros por ello, a pesar de que descendían a proveerse al amparo de las oscuras sombras de la noche.
Al entrar en Segovia los Virreyes, después de dominada la rebelión comunera, huyó el fontanero Secadura de la ilustre ciudad, temeroso del castigo y aún de la venganza de los sitiados en el Alcázar; más a los cuatro meses de su fuga y cansado de andar de pueblo en pueblo; tal vez sin medios para vivir, recurrió a los propios Virreyes con reverente solicitud, invocando sus antiguos servicios, a fin de que se le perdonara y no fuese expulsado del oficio que ejercía por merced especial de los Reyes Católicos. Así iban concluyendo, poco a poco, los rigores por los que tuvieron que pasar los vencidos comuneros...
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