http://plumaentrometida.blogspot.co.uk/2014/01/cadenas-flexibles-el-contrato-de-cero.html ¿Vale la pena huir del paro para caer en la inestabilidad laboral? ¿Que tu jefe pudiera cambiar tus horarios cada día, durante el mismo día… avisándote apenas unas horas antes? ¿Y si cada vez más abusos estuvieran acogidos dentro del incierto marco de la legalidad?
En España, este panorama que obliga a elegir entre paro o precariedad laboral (una de dos) hace resignarse o huir, una de dos. Huir, a donde sea que exista el empleo; por ejemplo, víctimas del magnetismo, al reino-imán, al más cercano paraíso angloparlante, a la que fuera cuna de la revolución industrial y el punk y ahora lo es, lo quiera o no, de nuestros exiliados laborales: Inglaterra.
La Gran Bretaña, ese país que pasa de soslayo por la crisis, a donde estamos huyendo tantos… Hay que confiar en ella, ciegamente. Hay que moverse de nuestra apatía a su productividad, de nuestra crisis a su riqueza. De nuestra inestabilidad económica, nuestro no ser capaces de tener un sueldo decente y fijo, a su riqueza de oportunidades. De no ser adultos a serlo, por fin, con el plus de lo bilingüe: se trata de el nuevo El Dorado, colocado bajo un cielo gris, para todo el que lo quiera ir a buscar.
Todo eso me iba yo diciendo cuando llegué y me topé, brazos abiertos, con el panorama laboral británico. ¡Con esos añoradísimos carteles de “staff wanted” pegados en los escaparates, ah, esa abundancia de posibilidades!… y, casi de primeras, con una de las más polémicas peculiaridades inglesas: los contratos de cero horas. Inexistentes en España (y, sospecho, en cualquier otro país), se apoyan en una idea que, en sí, no es mala: el concepto de la flexibilidad, del buen llevarse del patrono y el currito… del acuerdo en estado primitivo sin estructuras, barreras ni cortapisas.
Más de un millón de británicos tienen contratos de cero horas según el prestigioso Instituto de Personal y Desarrollo. En el papel, esta flexibilidad horaria favorece tanto a trabajadores como a empresarios. Pero, ¿qué sucede en la práctica? ¿Puede derivar en abusos en los que los empleados no tienen elección? Es fácil comprobarlo.
Mi contrato parece de lo más decente. Le echo un ojo. “Zero hours”, salario mínimo, turnos rotatorios… ¡Maravilloso, todo: mucho mejor que el paro! El trabajo no es extenuante y tengo la suerte de que mis horarios sean, dentro de lo que cabe, estables: siempre de seis a nueve horas (rara vez bajo del mínimo o supero el máximo), dependiendo de cuánto personal y clientes hay. Un solo día libre. De cuándo tengo que fichar, me entero, siempre, el día anterior. A veces pueden decirme, quédate una hora más: no es para tanto. Sin embargo, en esta tienda el personal va cambiando y, con él, los horarios. Cuando se van despidiendo mis compañeros de trabajo –por motivos tan diversos como ellos mismos-, curro más horas. Cuando contratan –de golpe, a veces- nuevas cajeras, nuevos reponedores, ya no soy tan necesaria: me mandan a casa pronto y mi salario se reduce. Sin más explicación. Es legal. No puedo elegir: esto es como la corriente de aire en las velas. Sólo puedo, día a día, otear la brújula, rezarle a los dioses del viento. Durante una época cobro 1020 libras al mes; a la siguiente, cuando hay demasiado staff, no llego a las 800. Nunca sé cuánto durarán ambas.
De modo que, durante una de las épocas de “vacas flacas”, es decir, cuando mi paga es menor, y desconociendo si mi reducción de salario durará mucho tiempo, me busco un segundo trabajo. Resulta difícil: mis horarios, además, son cambiantes. A veces trabajo de mañana; otras, de tarde… ¿Cómo compatibilizar estudios o trabajos extra? Acabo encontrando algo en negro, también muy flexible. Pero, de pronto, en la tienda se va gente y mis horas semanales vuelven a aumentar, sin aviso. El desenlace de mi aventura de pluriempleo es obvio: termino entrelazando épocas en las que no me llega para ahorrar con épocas en las que la jornada laboral, entre echar ratos extra en la tienda y dedicarme luego hasta tarde a remojando platos en agua caliente en las cocinas de varios restaurantes, no me concede descanso. Y renuncio.
El gigante McDonalds confiesa sin complejos que tiene a un 90% de su plantilla currando con estos contratos “sin horas”. El Buckingham Palace, nada menos, tiene empleados así a más de 300 trabajadores de verano. Sports Direct, el rey de los productos deportivos, es también una eminencia en cuanto a estos contratos se refiere, habiéndose dado el caso –leo en los periódicos- de llevar a sufrir “ataques de pánico” a una de sus empleadas. Joder, ¿ataques de pánico? ¿No será una exageración; tanto supone la inestabilidad… y tantos tipos de inestabilidad pueden generarse, además de la económica?
Charlo con Carlota (nombre ficticio), madrileña de 26 años, que lleva trabajando en Sports Direct desde hace seis meses. Cada día de laburo es igual al anterior: mirar su planilla de la semana y esperar a que un mensaje de su jefe no le cancele la jornada. Es una chica positiva y espabilada y su situación, por saberla ella misma temporal, pasa de indignarla pero no llega a desesperarla. Me da una clase rápida en la que todo suena sencillo:
<<En teoría, ellos te ofrecen unas horas; si quieres las coges y si no, no. Por eso no te ponen pegas para cambiar horarios o tener un día libre. En el momento en que dejas de aceptar horas, te dejan de ofrecer>>. Así de simple. <<Si no las coges [las horas], no te dan más, y te quedas sin trabajo. Ellos no te echan nunca: te dan menos horas. Normalmente no despiden a nadie, te quitan horas hasta que te vas de la tienda>>. Simplísimo, ya digo. ¿O no?
Ella entró en la tienda como dependienta haciendo apenas diez horas a la semana (lo que es lo mismo, dos o tres al día. Lo que es lo mismo: un poco más de cien pavos al mes). <<Yo le gusté al jefe>>, dice, y por eso vio su jornada aumentada. Tuvo suerte, pero su inestabilidad fue igual que la del resto de gente: <<Ha habido semanas que he hecho más de 50 horas y otras no ha llegado a 15>>. Depende, agrega, del trabajo que haya en la tienda, de si te necesitan o no… o, incluso, de cómo te lleves con el mandamás pertinente.
La flexibilidad tiene cosas buenas: yo también lo he comprobado. Permite cambiar turnos fácilmente, pedir algún que otro día libre… que no cobrarás, por supuesto. Pero tanta aparente libertad está siempre sujeta a las cuerdas de los de arriba, al parecer: donde acaba el contrato y empieza el abuso es en la supuesta “disponibilidad absoluta” que el empleado tiene que rendirle al jefe: una suerte de lealtad ciega que anula el resto del tiempo libre del trabajador convirtiéndolo en un mero objeto destinado al trabajo. Carlota confiesa que hay días en los que le llaman <<por la mañana para que vengas antes, días que tienes que acabar antes de tiempo… Un día estás trabajando, llevas dos horas y te dicen que te vayas ya a casa>>. Así es la situación, explica. Te estás poniendo el uniforme por la mañana para ir a trabajar y, de repente, zas, recibes un mensaje en el móvil: “Tus horas se han cancelado, disfruta del día”. Con guasa, además.
Eso, sumado a que en el día libre también puede caer el dichoso sms para que el currante haga honor a su nombre, le hace imposible a éste idear ningún tipo de plan extra que no sea hacer dinero (ni hablar siquiera de compatibilizar otro trabajo). <<No puedes organizarte el día>>, reconoce Carlota. <<Tú miras tu planilla los domingos para la semana siguiente y con eso intentas apañarte. Si te llaman, te toca ir antes. No puedes tener un horario de clases ni de nada porque acabas sin poder ir muchos días>>. Efectivamente, ella dejó sus clases de inglés a medias… así como sus intentos de encontrar un segundo empleo o sus sueños de ahorrar algún dinero.
¿El trabajo no era lo que le hacía a uno independiente? Pues aquí acaba uno, visto lo visto, dependiendo del volumen de curro que tengan a bien darte tus superiores. Dependiendo de su inesperado mensaje de texto. Dependiendo, totalmente, de ellos.
Los empleadores dicen que contratos como el de cero horas son una pieza más en la lucha del desempleo. Alexander Ehmann, Jefe de política de empleo, opina que gracias a la flexibilidad de estos contratos se reduce el tan temido paro. Pero a estas reflexiones las sigue la eterna pregunta: ¿vale la pena cambiar el paro por precariedad? ¿No existe otra solución mejor? Según un informe del instituto Resolution Foundation, la libertad y elección de estos contratos “es más aparente que real” para los contratados, que viven en un estado continuo de “incertidumbre y ansiedad”, como las que llevarían a aquella chica de Sports Direct a sufrir ataques de pánico. ¿No veníamos de España huyendo de la incertidumbre y la ansiedad que produce el desempleo, precisamente? Vaya.
El grupo Youth Fight for Jobs, que lucha contra el paro y la precariedad juveniles, lleva tiempo protestando contra estos contratos. Ian Pattison, que opina que éstos no garantizan “ni horas, ni trabajo, ni paga”, los describe así:
<<Estamos regresando a los oscuros días en los que los estibadores y otros trabajadores pasaban la humillación y la incertidumbre de hacer cola antes del turno, en una jornada potencial, esperando a ser elegidos por los jefes para trabajar>>.
Visto que producen inestabilidad y ansiedad... y que tampoco enriquecen. Un 14% de los empleados dice que con este contrato es imposible obtener los ingresos necesarios. Efectivamente, Carlota ha acabado mal con sus jefes porque han dejado de contar con ella: en castigo por la “insumisión” de pedir varios días libres le han ido recortando horas hasta que la joven se ha visto en una situación insostenible: yendo a trabajar solamente un par de días a la semana y teniendo, en consecuencia, que vivir de sus pocos ahorros. Esto explica muy bien lo que ya sospechábamos: que el empleado tiene la libertad para rechazar los turnos, pero el empleador tiene otra libertad mucho mejor: la de castigarle por ello. Nuestras libertades no son bidireccionales nada más que en el papel, aparentemente.
Las protestas, al parecer, dan sus frutos. Recientemente leo que el gobierno británico ha anunciado que investigará si estos contratos sin horas están sirviendo de herramientas de explotación laboral. En ese caso, es el trabajador quien debería dar el paso: tomar conciencia y usar sus propias herramientas (entre ellas, la capacidad de decir no) para evitar, de una vez por todas, el ser explotado.
Artículo e ilustración: Diana Moreno