El 23 de abril de 1521 era derrotada a escasas leguas de la aldea de Villalar la infantería del ejército popular comunero, que no pudo presentar una defensa organizada al ataque de la caballería del emperador Carlos, puesta a su disposición por los grandes de la nobleza castellana: Fadrique Enríquez, almirante, e Iñigo de Velasco, condestable. Al día siguiente, tras un juicio sumarísimo fueron decapitados sus máximos dirigentes, los legendarios Bravo, Padilla y Maldonado, y con ellos el histórico movimiento de las Comunidades de Castilla. Desde entonces pasaron a formar parte de la brumosa memoria colectiva y hoy -al igual que en un lejano ayer, en los efímeros períodos de liberalización del régimen político- vuelven a ser reivindicados por las organizaciones políticas progresistas castellanas y las fuerzas sociales que representan, que perciben hoy en la derrota de Villalar el inicio de la secular decadencia política, cultural y económica de Castilla. A estas alturas, casi quinientos años después de sucedidos los acontecimientos ¿Qué simboliza la experiencia de las Comunidades de Castilla? ¿Qué puede aportar al futuro democrático y autonómico de la Castilla contemporánea? ¿Qué grupos sociales y políticos están en disposición de reivindicarla o rechazarla?
Antes de VillalarLa rebelión comunera constituyó una manifestación de la lucha de clases en una época en que la Edad Media aún se resistía a ser arrinconada por la Moderna y el sistema de valores medieval iba a dejar paso a las ideas liberadoras renacentistas. Iniciada como un levantamiento nacional contra un monarca extranjero que, merced al azar dinástico, se había entronizado la Corona de Castilla y un grandioso imperio, se transformó -a medida que la lucha se desarrollaba y los divergentes intereses de clase fraccionaban la primitiva unanimidad en el seno de los insurgentes- en una radical lucha antiseñorial bajo su forma más cruda: la guerra civil. Partiendo de las ciudades y extendiéndose al campo, terminó por enfrentar a dos bloques: el dominante, constituido por la mayoría de la nobleza seglar y clerical y su aliado el monarca emperador; y el popular, integrado por los estamentos urbanos (burgueses, artesanos, hidalgos y nobleza empobrecida) al que se adhirió, después, el bajo clero y amplios sectores del campesinado servil.
Las causas latentes del estallido fueron el progresivo e irrefrenable proceso señorializador abierto en Castilla con Enrique II de Trastámara y consolidado durante el reinado de los Reyes Católicos, de una parte, y la crisis de régimen operada en 1504 al fallecer la reina Isabel y romperse el equilibrio institucional forjado durante su reinado.
El reflejo de esta combinación de factores económicos y políticos en la estructura social de Castilla determinará tanto el ámbito geográfico del conflicto como su orientación ideológica.
El poderío económico y jurisdiccional de la nobleza empobrecía, aún más, a las depauperadas masas campesinas que pasaban a ser siervos de los señoríos nobiliarios. La burguesía industrial del interior (Segovia, Palencia, Cuenca...) y el artesanado veían frenada su expansión por la vigencia de las relaciones feudales de producción y por el control que la Corona y los nobles ejercían sobre la Mesta, prefiriendo exportar en bruto la lana a que se manufacturara en Castilla. La omnipotencia alcanzada por los grandes de la nobleza rebajaba el status de sus capas medias y bajas, en gran medida empobrecidas debido al sistema de mayorazgo (sólo heredaba la propiedad territorial el primogénito) y algo similar ocurría en el seno del clero... Estos eran algunos de los motivos que podrían explicar el descontento imperante en los años inmediatamente anteriores a las Comunidades: agravado, además, por la crisis de subsistencias motivada a partir de 1504 por el aumento de las ya cuantiosas tierras dedicadas a pastos -en función de los intereses de la Mesta y la nobleza- y en detrimento de las dedicadas al cultivo.
En estas circunstancias, la presencia de un monarca extranjero - y su cohorte de consejeros y funcionarios que desde el primer momento se dedicaron a copar los cargos públicos y a acaparar la moneda castellana de alta ley, con un talante colonial-, su aceptación de un imperio transgrediendo la tradición de consultar con las Cortes -salvo para exigirlas sustanciosos subsidios, que habrían de ser desembolsados por el pueblo llano, pues nobles e hidalgos estaban exentos de tributación- y el inusitado nombramiento como presidente de las Cortes del flamenco Adriano de Utrecht, antes de partir para Alemania en abril de 1520, fueron las gotas que desbordaron el voluminoso continente de malestar almacenado por los castellanos.
Estos habían intuido con meridiana lucidez las nefastas consecuencias que para ellos se derivarían de formar parte de un imperio. con un emperador que velaría más por la integridad de su imperio que por las vicisitudes del reino de Castilla. Y esto precisamente ocurrió cuando el sentimiento colectivo de nacionalidad española -fraguado en el pasado en un contexto de reconquista y apuntalado durante el reinado de los Reyes Católicos con conciencia de pertenecer a una gran nación- había alcanza do su apogeo. Este fenómeno cultural y el temor de la nobleza a que el emperador instaurara una monarquía absoluta que recortara sus privilegios fue lo que dio a las Comunidades de Castilla en sus comienzos el carácter de un levantamiento nacional. Sin embargo, al comprobar que era el contenido popular de las Comunidades quien ponía en peligro su omnipotencia y que los proyectos de Carlos I no eran tales, los nobles en seguida abandonaron el movimiento comunero y se aliaron a la causa carolina.
La generalización de la insurrección en todo el Interior del reino delimitaría nítidamente los dos bloques antagónicos en el seno del órgano ejecutivo de los comuneros, la Santa Junta: los artesanos, burgueses y siervos llevarán a desplazar incluso a las oligarquías urbanas en la dirección de la rebelión, radicalizando su programa reivindicativo.
Pero ¿por qué lucharon los comuneros? ¿A qué aspiraron?
Desde los albores de la rebelión, las prácticas insurreccionales comuneras adquirieron un sesgo marcadamente antiseñorial manifestado en la quema de residencias de los nobles y jerarquías eclesiásticas, la destrucción de sus fortalezas y la destitución de sus administradores-recaudadores, al negarse a seguir pagando tributos que se consideraban injustos... Y sobre todo, en la forma organizativa adoptada: la Comunidad, que ponía en cuestión la jerarquizada y sacralizada organización de la sociedad medieval. Pero al calor de estas prácticas antiseñoriales también se elaboró un programa reivindicativo y un pensamiento político, expresado en los textos de las instrucciones de Valladolid y Burgos y en la ley Perpetua, que llegó a confluir en una innovadora y bastante sistematizada teoría a la que bien puede considerársela como un destacado precedente del posterior constitucionalismo europeo, lo que ha permitido a Maravall caracterizar el movimiento comunero como «la primera revolución de carácter moderno en España y probablemente en Europa».
Con la autoridad ejercida en gran parte del reino por la Santa Junta los comuneros se dispusieron a poner fin a la extremada señorialización existente en Castilla, limitadora de la expansión de la agricultura y de las actividades comerciales urbanas (sobre todo de la industria textil). Los comuneros propusieron una serie de radicales reformas, como la desaparición de tributos que constreñían el desarrollo del comercio o que eran injustificados (como el portazgo), el control racional de otros (por ejemplo, la alcabala, que, siendo el de mayor cuantía, iba a parar en gran parte a la nobleza y no a la Corona) o la dosificación de otros (las bulas de Cruzada). Asimismo exigieron la defensa de la integridad del patrimonio real y la reversión a él de todos los señoríos otorgados desde 1504 y de los ilegalmente atribuidos antes. Aquí las reivindicaciones de las Comunidades exigieron además, en sus documentos, otras medidas que sólo se introducirían siglos después en los Estados europeos al irrumpir los regímenes constitucionales, como el que no se pudiera aplicar la pena de confiscación de bienes (tan empleada por los señores para apoderarse de los campesinos libres) si no era por sentencia firme y sólo en casos excepcionales, que los pleitos se vieran por orden de antigüedad y no por caprichosa decisión de los poderosos, que existiera una segunda instancia a la que poder recurrir; etcétera. Todo esto significaba poner orden en el consuetudinario y abusivo derecho nobiliario. Pero, en definitiva, el aspecto más innovador y trascendental de la revolución de las Comunidades radicó en que la experiencia acumulada en las luchas antiseñoriales de los siglos anteriores les hizo comprender, sobre todo a partir de la eliminación de la fracción moderada dentro de la Junta y el encumbramiento de la más radical, que de poco iba a servir obtener del monarca estas reformas si paralelamente los Grandes continuaban usufructuando el poder en las instituciones, pues en el reflujo de las luchas serían abolidas. Pero era preciso reformar también el sistema político en el sentido de hacerlo más representativo, para lo que era indispensable prohibir que la grandeza ocupara en él cargos. Es decir, que vincularon las reformas económico-sociales a las institucionales. Así, propusieron el control efectivo de las Cortes sobre las decisiones del titular de la Corona (hasta entonces habían tenido una función meramente consultiva y deliberadora, siendo su principal misión el aprobar los presupuestos de la Corona), la revocabilidad y no perpetuidad de los procuradores y funcionarios, y la convocatoria regular de Cortes, no sólo cuando el monarca lo considerara oportuno.
La derrotaEl triunfo de las fuerzas realistas sobre el ejército de Padilla tuvo profundas repercusiones para el futuro de Castilla, pues convirtió a ésta en un feudo de la nobleza precisamente en una época en la que se sufrió una aguda crisis en los países que más tarde estarían en la vanguardia de la revolución industrial. Ello provocó el anquilosamiento de las instituciones representativas municipales y centrales que dejó las manos libres al emperador para embarcarse impunemente en la nefasta política de guerras imperiales, sostenidas fundamentalmente con la sangre y el dinero de los castellanos. La pobreza y marginación en que se mantuvo a un campesinado que había osado rebelarse, el encorsetamiento feudal de las relaciones mercantiles y la perpetuación de un sistema de valores nobiliarios dieron al traste con los primeros brotes manufactureros de la industria textil. Los estamentos burgueses, decepcionados al comprobar la omnipotencia de la nobleza, optaron por invertir sus capitales en tierras o rentas, aspirando a integrarse algún día en el escalafón nobiliario. Y para cerrar el círculo, la voracidad de los banqueros y comerciantes extranjeros de cuyos créditos dependía Carlos V para financiar sus guerras terminó por asfixiar a una sociedad que se había asomado a la Edad Moderna plena de vigor y pujanza.
Villalar, hoyEn la historia posterior, la revolución de las Comunidades de Castilla fue reivindicada por liberales y demócratas decimonónicos, contemplando en ella el fallido intento de modernizar España: conservadores y absolutistas renegaron virulentamente, presentándola como un rnovimiento regresivo que estuvo a punto de frustrar el colosal imperio español de Carlos V.
Como no podía ser menos, a esta última interpretación se apuntó la historiografia franquista, la misma que otorgó a Castilla el deplorable papel de «protagonista» en la pesadilla centralista de la dictadura, manipulando para ello hasta extremos inconfesables su cultura e historia. Precisamente a todo lo contrario aspiraron los comuneros: a defender la autonomía y soberanía nacional del reino de Castilla respetando las del resto de los reinos peninsulares, negándose a ser incorporados a un imperio, tanto en el papel de protagonistas como en el de comparsas.
Artículo de José Miguel Fernández Urbina publicado en "El País", 23 de Abril de 1978.