cuando de repente un verso, sólo y exclusivamente un verso se te adentre, te incendie y queme,
cuando crepite por tu conciencia y sangre porque te las haya asaltado y te las esté abrasando,
y cuando sientas que ha prendido tu mente, pero que tu mente se abre cual alba luminosa y virgen,
para inmediatamente llegar y entrar al corazón para arrasar y acabar con todo,
ah, en ese momento, corre, corre y vuela, sube a alguna cumbre y corónala,
pues que en ese instante habrás hallado el signo con que poder ungir el cielo con la tierra;
... un verso es una daga, un tránsito flamígero, un conocimiento, un conjuro, una fuerza infinita;
un verso puede herir, matar, transfigurar, o albergar las claves lúcidas de todas las fronteras,
todas las puertas, todos los ríos, todos los puentes y todos los mares;
... un verso así no es hombre ni mujer, ni un pueblo, ni una raza ni siquiera, ay, el pulso del planeta;
y, sin embargo, puedes oírlo bramar o gemir en llanto en el justo instante en que caes y te rindes;
ah, ese verso, pues, no, no tiene en sí razón ni sentimiento,
ése, ese verso incomparable, es decididamente mucho más, mucho y siempre mucho más:
la transubstanciación del ser, su irrupción con resplandor total,
su poder y ley, la luz del dios, la voz del universo.
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