Artículo publicado en El Norte de Castilla en la sección de opinión.
PEDRO VICENTE/PERIODISTA
NO se ha explicado exactamente por qué -razones de urgencia no es que hubiera-, pero el hecho es que Castilla y León ha sido una de las primeras comunidades en abordar la reforma de su Estatuto de Autonomía. Después de las de Cataluña y Valencia, solamente Aragón, Baleares y Andalucía tienen el proceso mas adelantado.
Sorprende la premura, no solo porque a fecha de hoy siguen sin llegar a la comunidad competencias como las de la Justicia, pendientes de la reforma de 1999, sino porque el presidente de la Junta y del PP regional, Juan Vicente Herrera, había fijado como prioridad que se despejara la incertidumbre en torno al nuevo modelo de financiación autonómica. Dicha incertidumbre, originada por el nuevo Estatuto catalán, lejos de despejarse se ha agravado aun más con propuestas como la incluida en la reforma del Estatuto balear, que se autoasigna unilateralmente inversiones del Estado por importe de 3.000 millones de euros.
Como padres de la criatura, el PP y el PSOE están encantados con su propuesta conjunta y consensuada para reformar el Estatuto de Castilla y León. El presidente Herrera ha agotado casi los calificativos elogiosos de la reforma y el secretario regional del PSOE, Ángel Villalba, ha llegado a decir que los socialistas solos no hubieran aprobado nada diferente a lo que han consensuado con el PP. (Político de frágil memoria, Villalba se olvida así de alegremente del proyecto de reforma aprobado en su día por el Comité Regional del PSOE, texto que, por cierto, contenía algunas ocurrencias que mejor no recordar).
Si el grado de autogobierno se mide básicamente por el nivel de competencias y por la suficiencia financiera de cada comunidad, uno no acierta a comprender tamaña complacencia compartida entre populares y socialistas. En la financiación autonómica, abocada a un modelo asociado a la cesión de IRPF y otros impuestos, nadie ignora que para Castilla y León pintan bastos. Y las nuevas competencias a que aspiramos se reducen a la gestión del agua (Confederación Hidrográfica del Duero) y a la posibilidad de crear una policía autonómica.
Plenamente ejercidas las competencias en Urbanismo, Ordenación del Territorio y Medio Ambiente, resulta lógico y racional que el Gobierno regional disponga de capacidad decisoria en la gestión del agua. Es algo indiscutible, al igual que el carácter emblemático del río Duero y la identificación de su cuenca como eje natural y vertebrador del territorio de Castilla y León. Pero reclamar la gestión del agua como «competencia exclusiva» de esta comunidad autónoma con la pretensión de asumir el traspaso de la Confederación Hidrográfica entra, nos guste o no, en abierta colisión con el articulo 149 de la Constitución, que declara precisamente «competencia exclusiva del Estado» la gestión de las cuencas hidrográficas que discurran por más de una comunidad autónoma.
Es el escollo con el que se tropezó en la reforma del Estatuto y con el que se puede volver a tropezar nuevamente. Entonces el asunto se recondujo a una posibilidad de cogestión (vigente disposición adicional tercera) que no se ha aplicado ni siquiera cuando ambos gobiernos, central y regional, han tenido el mismo color político. Y por más que el texto de la reforma propuesta pretenda obviarla, la dimensión internacional del río (Portugal) constituye otro factor en contra del pretendido traspaso de la Confederación.
Si no se obtiene la gestión del agua, la reforma del Estatuto quedará reducida en materia competencial a la posibilidad de crear una policía autonómica, facultad que el actual Gobierno regional no tiene intención alguna de aplicar. Esto es, quedará como una competencia potencial, al igual que algunas otras que, por falta de voluntad o decisión política, nunca se han desarrollado, caso de la televisión autonómica. En materia televisiva, lo peor no es esto, sino que la Junta, incumpliendo reiteradamente los plazos comprometidos, tenga bloqueada la convocatoria del concurso publico para la adjudicación de las licencias de la televisión digital terrestre (TDT), prolongando así la incertidumbre de las actuales televisiones locales y el retraso en la puesta en marcha de los dos canales autonómicos destinados a operadores privados.
En materia identitaria, la reforma ha despachado la delicada cuestión leonesa ampliando el preámbulo con una reseña historicista acerca del antiguo Reino de León. Pero, salvo el reconocimiento del dialecto leonés, el articulado no contiene nada específico y diferencial sobre León. Eso sí, para no herir sentimientos, se ha evitado reconocer a la ciudad de Valladolid su condición oficial de capital de la comunidad.
En competencias no engordará mucho nuestro Estatuto, pero por reconocimientos testimoniales de todo tipo -en gran medida redundantes con la Constitución Española- no quedará. Un poco más y se consigna que «los castellanos y los leoneses somos buenos y benéficos», tal como decía de los españoles la Constitución de Cádiz. Y aun así, la patronal Cecale se ha quejado de que no figure expresamente «el valor de la empresa como instrumento para el desarrollo económico y social». Habrá sido un lapsus que, faltaría más, será subsanado. Por ahorro literario no será.
Que la reforma propuesta colme las aspiraciones autonómicas de Herrera y Villalba tampoco debe extrañar tanto. Al primero le basta con lo que ya tiene y a veces se le escapa de las manos (véase lo ocurrido en Caja España) y del segundo tampoco se puede esperar que se afane en dotar de más poder al Gobierno del que es oposición.
¿Y Castilla y León? ¿Se equipara con esta reforma a las autonomías de primera? ¿O se resigna complacida al papel secundario y subalterno que hasta ahora le ha correspondido en el reparto? Ustedes juzgarán.