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Autor Tema: Nubleros y elementales aéreos en Castilla.  (Leído 1109 veces)
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El Ermitaño del Moncayo
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« : Enero 07, 2007, 21:47:28 »


Dando un paseo este sábado por la vieja “sierra del Dragón”, que compartimos madrileños y segovianos, entre Cercedilla y El Espinar, el paisaje no podía ser más evocador: bajo un limpísimo cielo y radiante sol, los pinos, la hierba y las rocas desprendían vida. Pese al frescor, y al agua caída (los embalses están la mayoría ya en torno al 70%), las suaves temperaturas de este invierno han hecho que apenas quede rastro de nieve (18 grados bajo cero registraron los monjes del Paular en Rascafría hace dos años...) .
Como lo pasamos tan mal hace unos meses con la “pertinaz sequía”, será bueno recordar algunos aspectos de nuestro folclore castellano que van desapareciendo poco a poco, relacionados con los seres de las lluvias y la meteorología.

Estos seres aparecen en el folclore de numerosos países europeos (y no europeos), y es probable que sean comunes a todos los pueblos que comparten la cultura indoeuropea, pues las características que se les otorgan parecen relacionarlos con los devas hindúes, o con los céfiros del Sama Veda indostánico llamados Maruts: pequeños, etéreos, inconstantes y dicharacheros, sueltan el relampagazo allí donde les viene en gana... O donde les han conjurado.

En Castilla vamos olvidando su existencia. No obstante, vamos a comprobar cómo aún quedan restos de la creencia en estos seres, y cómo en fechas tardías aún se seguía buscando una explicación sobrenatural a los fenómenos atmosféricos maléficos, destrozadores de vidas y cosechas, encarnando en humanos con poderes especiales los antiguos atributos de los geniecillos del aire.

En el pueblo de Osorno, Palencia, los llamaban “nubleros”, y creían que van volando por encima de las nubes, arrastrándolas. Así los llaman (o llamaban) también en Carrión de los Condes, donde trataban de conjurarlos mediante santos con peana y todo tipo de reliquias. Cuando los conjuros funcionaban, y los de Osorno conseguían alejar el peligro, los gamberros nubarrones seguían en dirección este, y el susto se les metía en el cuerpo a los del cercano pueblo burgalés de Melgar de Fernamental, que gritaban “¡Ya han sacado el zancarrón!”, y sacaban al cura a toda prisa, a preparar la defensa... Pero bien amarrado al suelo, o sujeto por un par de robustos mozos, ya que era creencia que estos seres de las nubes, una vez el cura iniciara el exorcismo, intentaban elevarlo y atraerlo hacia las alturas. Todavía existe cerca de este pueblo una zona llamada “la pedra” donde, al parecer, descargaba el granizo cuando el cura tenía éxito con el conjuro.

En el pueblo sanabrés de Avedillo se les llama a estos seres “regulares”, y en esta localidad se cuenta una curiosa historia: estaba el cura de rodillas en el campo, preparándose con su misal a conjurar una cercana tormenta cuando, asombrado, vio caer de pie del cielo a un hombre. Y le reconoció como un antiguo compañero de seminario, expulsado por su gamberrismo. Y preguntándole qué hacía, el recien “caído” respondió simplemente que estaba preparando la tempestad... También en Zamora, en Abezames, opinan que la tormenta se produce porque estos seres se pelean, y sólo cabe avisarles tocando las campanas o insultándolos, a ver si caen en la cuenta del estropicio y dejan en paz a los sufridos humanos. Lo mismo opinan en Sorihuela, en Salamanca. En las llanuras leonesas las historias son similares, si bien en el norte, cercano a Asturias, identifican a estos seres con gigantes de un solo ojo, siguiendo la tradición de “gigantismo” de las zonas montañosas.

En Astorga se cuenta otra historia curiosa: un muchacho hizo enfadar a su madre, que le maldijo. De noche, salió a un corral y desapareció. Dos horas después, le localizaron en el piso superior de la casa, tras un gran ruido: el chico aseguró haber sido arrebatado por unos seres espantables que le llevaron volando por las nubes, y sólo consiguó liberarse invocando a la Virgen.

Relacionado con estos seres encontramos en el norte de España al “nuberu”, un anciano corpulento y estrafalario capaz de convocar a las tormentas, a medio camino entre las antiguas divinidades de las tormentas, los seres elementales o gente menuda de los que hemos hablado hasta ahora, y los brujos tempestarios que de algún modo, heredarán esas cualidades convocatorias. En el norte de Castilla, todavía en los años 70 del siglo XX se encontraban personas que afirmaban conocer a un viejecillo de estrafalaria vestimenta, cubierto de vieiras o conchas peregrinas, que iba de un pueblo a otro, especialmente en fiestas, y era capaz de atraer las tormentas.

En Burgos, en 1642, estos elementales del aire volvieron a hacer de las suyas, esta vez con un resultado trágico: tras caer una impresionante tormenta de piedra en plenas fiestas de san Roque, la tormenta se dirigió hacia el pueblo de Palenzuela, donde corrían toros. Ante el peligro, avisaron al cura. Este se disponía a iniciar el hechizo, bien sujeto por varios mozos, cuando comenzaron unas ráfagas de viento huracanado que les obligaron a guarecerse bajo los muros del palacio del Almirante. Entonces, una voz de ultratumba avisó a los mozos de que soltasen al cura o correrían la misma suerte que él. Atemorizados, estos lo hicieron, y el cura resulto arrastrado a las alturas, cayendo después y muriendo por el impacto.

En cualquier caso, era costumbre en los pueblos castellanos que la eficacia de los conjuros del cura era mayor si resultaba acompañada por el tañer de las campanas espantanublos, que asustaba a esos seres. Desde tiempo inmemorial, se ha considerado esencial para la defensa frente a lo sobrenatural, en occidente, del tañer de las campanas de las iglesias.
En ellas se grababan conjuros contra la piedra, el rayo, etc. Los monasterios castellanos tenían una campana para estos quehaceres, la campana de María, que tocaban en cuanto se acercaban los nubarrones, y aseguraban los monjes que se oían voces en el cielo exclamando “¡Aprisa, aprisa, antes de que toque la campana de María, caigan piedras y rayos!

El día 1 de febrero, festividad de Santa Brígida, los mozos de diversos pueblos de Cantabria, Palencia, Valladolid, Zamora y León celebraban su festividad, y en la víspera tocaban las campanas muy rápido y ellos cantaban un conjuro llamado el “tentenublo”, imitando lo que hacían los antepasados:

“Tente nublo, tente tú,
que Dios puede más que tú,
si eres lluvia, ven acá,
si eres piedra, vete allá.”

También en la mágica zona de los Montes de Toledo, los aldeanos tenían su defensa: el día de la Pascua de Resurrección, se llevaban en un bote agua bendita a sus casas, y en ella echaban 7 cantos. A la llegada de la tormenta, conjuraban a los demonios colocando uno de estos cantos en el tejado. Una variante existía en zonas de Soria y la Rioja: algunos campesinos, arando, encontraban lo que denominaban “piedras del rayo”, antiguas hachas prehistóricas, allá donde había caído un rayo. Estando, pues, emparentadas con los seres que producían las tormentas, bastaba con enterrar alguna de esas hachas lejos del pueblo, porque allí irían esos rayos.

Tal terror imprimían los seres elementales (o diablos) de la tormenta en la mentalidad de las gentes, que las personas que se relacionaban con ellos eran consideradas diabólicas. Es lo que intentaron los enemigos del Conde Duque de Olivares tras su muerte. Aseguraron que, a la salida del cortejo fúnebre de Toro, les siguió una nube que, al llegar al Manzanares, descargó sobre el séquito una horrorosa tormenta de piedra, señal inequívoca de la malignidad del fallecido. No obstante, Olivares ya tenía esa fama en vida, pues se aseguraba que mantenía a un espíritu familiar encerrado en una muleta que le ayudaba a caminar, y que acabó en Guadalajara, en el monasterio de Bonaval.

También en el siglo XVII existieron otros casos que demostraban la creencia en las causas sobrenaturales de la tormenta. Por ejemplo, un soldado, atravesando el puerto de Guadarrama, sufrió una repentina tormenta de piedra que casi lo despeña. Aseguró que había sido conjurada por una hechicera sevillana con la que tiempo atrás había mantenido ciertas relaciones, y que le odiaba y perseguía.

Otros personajes singulares del XVII, conjuradores (a favor y en contra) de las tormentas, fueron el famoso licenciado Velasco en Madrid, que llamaba a las tormentas con ayuda de un libro mágico o grimorio obtenido durante sus estudios en Salamanca, y que tuvo problemas con la Inquisición. Igualmente, un clérigo bachiller en Derecho Canónico, beneficiado en Villegas o en Villamorón, era famoso por conjurar tormentas o espantarlas, llegando incluso a provocar un pedrisco en Burgos, como su colega el cura de Cogollos.

En fin, todo ello no deja de ser un pequeño muestreo de la supervivencia de antiquísimos mitos en nuestro folclore, de historias que perduraron en la mentalidad de nuestros antepasados y se van perdiendo.

Saludos.
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