Un cubano, que fue en vida muy bueno, al morir, como era de esperar, se
fue al Cielo. Llevaba una pila de años disfrutando de la eternidad, cuando
un buen día le dijo a Dios: Dios mío, quisiera que me permitieras conocer
el Infierno por una noche, para saber cómo es ese lugar.
Dios, en su infinita bondad, le dijo: Si es tu voluntad, que así sea.
Nuestro buen hombre se fue esa noche al Infierno. Bajó hacia su entrada
por unas escaleras de mármol blanquísimo. Vio por doquier luces de neón y
una puerta se abrió de manera espectacular, dando paso a una especie de
Edén surcado por ríos de whisky, de champagne y atestado mujeres, las más
hermosas que jamás pudo contemplar, todas desnudas, se las pasó a todas
por la piedra tanto que se hizo un callo en esa parte.
Pasó la mejor noche de su existencia y regresó de madrugada al Cielo. Por
la mañana, habló con Dios y le manifestó su deseo de mudarse
definitivamente al Infierno. Dios en su infinita misericordia, nuevamente,
aceptó.
Arreglados sus asuntos burocráticos de empadronamiento celestial, a la
semana estaba camino del Infierno. Bajó las mismas escaleras y se abrió
nuevamente la puerta, pero esta vez cayó en una gigantesca olla llena de
azufre.
Se hundió en ella mientras el Diablo lo punzaba con su tridente y otro
demonio trataba de meterle un palo con pinchos por el culo pero, con
esfuerzo, logró sujetarse al borde.
Sacó la cabeza y miró al Diablo, que reposaba sentado en su trono, y le
dijo: Señor de las tinieblas, ¿qué es esto? Yo estuve aquí la semana
pasada y todo era maravilloso.
Y el Diablo respondió: Tú, como cubano que eres, ya deberías saber que una
cosa es el turismo y otra los residentes.

