Hoy, ahora, esta noche desde Barcelona, me he sentado solo y estoy recordando Salamanca. Cae una lluvia intermitente y casi rítmicamente suena el hierro en la baranda de mi balcón. A través de los cristales veo una nebulosa acuosa estrellada en los vidrios de la galería iluminada por unas farolas de luz sanitaria. Está lloviendo sobre todo el Vallés, Rubí, Tarrasa, Sabadell, Sardañola, San Cugat, Mirasol, Les Fonts, Bellaterra. El mar encrespado de romas montañas.
Los nombres, qué diferentes son y qué evocadores. Me imagino igualmente envueltos en lluvia Villanueva de Cañedo, Peñaranda de Bracamonte, Santa Marta, Vitigudino, Béjar, Valdunciel, Huelmos y Cardeñosa. Los campos llanos de mi Castilla. Y sobre todo llueve en Salamanca, en sus calles de piedra. Llueve sobre las farolas naranja, sobre las pensiones de estudiantes en la calle Meléndez, llueve sobre los colegios mayores y sobre Fonseca, la Facultad de Medicina cerrada, sobria. Cae la lluvia sobre el Campo de San Francisco donde se forma una verdadera vía lactea anaranjada por la lluvia atomizada que se desploma desde las hojas de los frondosos árboles. Y la eterna fuente más alegre que de costumbre. Sin obstáculos caen las gotas desde el cielo hasta el vetusto puente romano sobre el Tormes, reclinatorio de Unamuno, camino del Lazarillo, morada de gitanos guarecidos ahistóricamente en sus ojos, ahumándole las entrañas.
Salamanca, mi ciudad divina, qué sola te veo. Te amo tanto, queridas piedras mías, mis calles, mi Alamedilla, mi Latino, mis avenidas y mi plaza mayor queridísima. Qué sola te veo bajo la lluvia, desvalida, atemporal, con ese color naranja en tus piedras blanquísimas. Me siento imposibilitado de evocarte amándote tanto. Te llevo demasiado dentro de mi alma. Siento resquemor por no poder morderte, abrazarte entera y reducirte y tenerte siempre conmigo. Siento celos del tiempo pues cuando me muera quién gozará de ti, de tus calles. Ya nunca más estaré contigo. Qué fría eres, qué impasible amante mía. Cómo te hiciste con mi alma, Salamanca liberal y plateresca. Salamanca, yo te adoro y enmudezco con tu nombre.
Volveré a ti, a pisarte, a recorrerte, a mirarte cuanto quiera, a descubrir tu rana, a ver a tu gente, a tus estudiantes. Y soy envidioso de ver que no envejeces como yo, que te renuevas y tragas nuevas y candorosas almas juveniles. Quiero volver a ver las luces de los pisos de estudiantes encendidas a las tres de la mañana y las cabezas sobre el flexo estudiando torres de apuntes y los ceniceros llenos y el desequilibrio de fin de curso...y dos enamorados abrazados en un portal.
Quiero volver a ver a todos estudiantes los días de sol en la plaza dando vueltas y dándole vueltas a disquisiciones filosóficas y científicas o inventando un nuevo lenguaje. Quiero volver a ver, Dios Santo, esa ingenuidad de mis queridas progres violetas, naranjas, negras, autenticas botas vaqueras, cinta al pelo suelto, faldas indias.
Aunque todo esté rememorado quiero volver a verte, a llegar a ti desde Zamora en ómnibus a las nueve de la mañana. Destartalado y renqueante cruzar los campos de escarcha ideal-real, los arroyos helados, remover el plasma de vaho exhalado por las tierras de mis campos, enfilándome hasta caer sobre ti a todas horas por tierra y por el mar de Castilla -recientemente se ha descubierto la existencia de mar en Castilla, llamado el Mar de Castilla-. Por aire y por viento, por fuego y por tiempo quiero fundirme en ti, hacerme consustancial a ti. Te llenaré tus poros y siempre estaré contigo. He de hacer cuanto antes una instancia al Olimpo para que me permita tenerte siempre. Te quiero Salamanca y esto es una declaración de amor.

