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Autor Tema: Julio Valdeón Baruque.- "Castilla y España. De Sánchez Albornoz a nuestros días"  (Leído 4279 veces)
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Maelstrom
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« : Marzo 22, 2010, 22:55:26 »




"Castilla hizo a España y la deshizo", sentenció en su día Ortega y Gasset. "Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla", replicó, contundente, Sánchez Albornoz. Ambas opiniones, sin lugar a dudas situadas en el contexto del debate contemporáneo sobre el problema de España, son, ciertamente, contrapuestas, pero coinciden en un aspecto esencial: el papel decisivo desempeñado por Castilla en la formación de España. La idea que hace de Castilla el elemento nuclear de la unidad hispánica es antiguo, pero ha conocido un notable desarrollo en los dos últimos siglos. La Generación del 98 por más que su visión del problema fuera preferentemente literaria y esteticista, contribuyó en gran medida a identificar a Castilla con la más genuina tradición hispánica. El bando vencedor en la Guerra Civil de 1936, por su parte, exaltó hasta la saciedad a Castilla y a lo castellano, utilizando sus específicas señas de identidad para cimentar su concepción nacionalista de España. Así la lengua, por acudir a un ejemplo bien significativo, no sólo era bautizada pretenciosamente de Lengua del Imperio, sino que se convertía en un arma arrojadiza contra las restantes lenguas habladas en España. Paralelamente, como no podía menos de suceder, se gestaba en determinados rincones de la periferia de la Península Ibérica una concepción denigratoria de Castilla, a la que se presentaba como el exponente del centralismo a ultranza y de la opresión ejercida sobre los restantes pueblos de España. ¿Con qué visión nos quedamos? ¿Con la de una Castilla generosa, que se desangró en la noble, pero difícil tarea de dar a luz a España? ¿Aceptamos, por el contrario la imagen de una Castilla imperialista, deseosa de anegar las restantes culturas de la piel de toro para identificarse ella misma con España?
Hablamos de Castilla. Pero ¿no es cierto que el propio nombre de Castilla se presta a múltiples interpretaciones? Por de pronto, la organización político-territorial de nuestros días, respuesta sin duda a planteamientos del presente, no traduce literalmente la compleja y abigarrada historia de Castilla. Dos comunidades autónomas llevan su nombre. Simultáneamente territorios que en el pasado fueron no sólo pertenecieron al Reino de Castilla, sino que fueron testigos de excepción de hechos decisivos de su historia y de su cultura (recordaremos, simplemente, el monasterio de San Millán de la Cogolla, inseparablemente unido al nacimiento de la lengua castellana), forman hoy parte de otras comunidades autónomas. El pequeño rincón del que habla el Poema de Fernán González no dejó de crecer en siglos posteriores. En la Baja Edad Media el nombre de Castilla designaba una Corona, vasto conglomerado de territorios que se extendían desde Galicia hasta Murcia y desde el País Vasco hasta el golfo de Cádiz. ¿Es quizá una lengua, o una cultura, lo que evoca la palabra Castilla? ¿Puede pensarse en una “espiritualidad” singular de Castilla, como ha puesto de relieve recientemente Jiménez Lozano? Es posible que los interrogantes sean más numerosos para quienes se sitúan en el interior de la “vividura” castellana. Desde el exterior, en cambio, decir Castilla es aludir a una cultura histórica, apoyada en una lengua y acompañada de unos hábitos de gobierno, apareciendo por lo demás todos esos elementos nucleados en torno a las tierras meseteñas.
El debate contemporáneo sobre “el problema de España” era también, en el fondo, el debate acerca de Castilla y su participación en la construcción de España y de lo español. Ahora bien, muchas de las opiniones vertidas en el transcurso del mismo no pasaban de ser juegos retóricos, más o menos brillantes. Hablar con profanidad de la formación de España y de la aportación de Castilla a la misma exigían conocer la historia del proceso. Pues bien, la historia de la Edad Media, período crucial para el esclarecimiento de esa cuestión, era prácticamente ignorada en los albores del siglo XX. ¿Cómo, en esas condiciones, se podía dilucidar, con un mínimo de rigor, el tema de la formación de España? Sólo un estudio del pasado sistemático y científico podía aportar racionalidad al debate. En este sentido la contribución de Sánchez Albornoz, considerada globalmente, adquiere singular relieve. Sus investigaciones sobre el Medievo hispánico en general, y sobre Castilla y León en particular, han aportado abundante luminosidad acerca de numerosas cuestiones mal planteadas o simplemente desconocidas.
Sánchez Albornoz, interesado por el pasado en tanto que éste podía contribuir al mejor conocimiento del presente, manifestó una preocupación fundamental desde sus inicios como investigador de la historia medieval: desentrañar las raíces de la nación española. El trabajo que emprendió a partir del año 1922, al obtener el Premio Covadonga convocado por las Cortes españolas, versaba precisamente sobre el Reino astur, punto de partida de la formación de España, Salus Hispaniae, como decían las crónicas cristianas del siglo IX. La más importante actividad desarrollada desde el minúsculo Reino localizado en las montañas cantábricas fue la repoblación de la cuenca del Duero, proceso iniciado al finalizar el siglo VIII y prácticamente culminado a comienzos del XII. Mientras en el occidente de la meseta septentrional se constituía el Reino de León en torno a la antigua sede de la Legio VII Gemina, proyectándose de esa manera hacia el sur el Reino astur, en el oriente de dicho territorio nacía Castilla. Tal es, en líneas generales, el marco territorial y el ámbito cronológico a los que dedicó especial atención, en el transcurso de su dilatada vida de investigador, el gran maestro de los historiadores españoles de esta centuria, Claudio Sánchez Albornoz.



Antes de nada conviene dejar clara una idea. A diferencia de Américo Castro, para quien “lo español” se fraguó en el período que se inicia con posterioridad a la invasión de la Península Ibérica por los musulmanes, siendo irrelevante a este respecto la herencia de las etapas anteriores, Sánchez Albornoz parte de la existencia de una continuidad entre los más remotos asentamientos humanos de la piel de toro y nuestro tiempo. España y lo español no son, por lo tanto, en la mente del historiador de origen abulense, un producto exclusivo de los tiempos medievales. Antes al contrario, ciertos rasgos fundamentales del homo hispanus se encuentran tanto en Séneca como en Unamuno.
Ahora bien, la Edad Media es de capital importancia en el proceso de desarrollo de España. Pues en ella, entre otros aspectos, se pusieron los cimientos de los núcleos político-territoriales a cuyo cobijo se ha organizado la nación española moderna: León, Castilla, Navarra, Aragón, Cataluña. Frente a Castro, que defiende la confluencia entre las tres “castas” cristiana, judía e islámica, Sánchez Albornoz considera que la voz cantante la tuvieron los cristianos, minimizando en cambio las aportaciones orientales (“no se arabiza la contextura vital hispánica”, “límites de la contribución judaica a la forja de la español”, tales son los títulos, bien significativos, de algunos de los capítulos de su obra España, un enigma histórico). Pero de los diferentes núcleos cristianos Sánchez Albornoz escoge para sus investigaciones a los del occidente peninsular, en los que cree advertir un papel en cierto modo prioritario.
La repoblación de la cuenca del Duero fue, en opinión del ilustre historiador, un acontecimiento medular de la historia de España. Pero el fenómeno colonizador sólo adquiere su significación más profunda si se inscribe en el marco de un vaciamiento previo de la meseta norte. Aceptada la hipótesis de la despoblación de la cuenca del Duero a partir de mediados del siglo VIII, el proceso repoblador supuso la constitución de una sociedad de nuevo cuño, libre totalmente de cualquier atadura con el pasado. Por más que entre los eclesiásticos de la corte astur se insistiera en la continuidad con la monarquía visigoda, de hecho se cortó de raíz el proceso de feudalización en que se había embarcado la sociedad hispano-goda. En las llanuras de la cuenca del Duero se formó, entre los siglos IX y XI, una sociedad nueva, caracterizada por la importancia de los pequeños propietarios libres, campesinos dueños de sus predios que se asociaban en comunidades aldeanas. La invasión islamita de la Península y la posterior reacción de los cristianos refugiados en las montañas septentrionales introdujo en el desarrollo histórico de la piel de toro elementos desconocidos más allá de los Pirineos. Ahí radican, precisamente, las diferencias sustanciales entre la historia de España y la de países vecinos, como Francia, según puso de manifiesto en su día Sánchez Albornoz en un celebrado trabajo.
Ahora bien, dentro del territorio del valle del Duero, incorporado todo él al Reino astur (Reino astur-leonés desde los inicios del siglo X), hay que prestar atención especial a sus zonas orientales. Allí nació Castilla. Las especiales circunstancias que concurrieron en su gestación y el carácter de los pueblos que protagonizaron ese acontecimiento explican, siempre de acuerdo con los puntos de vista de Sánchez Albornoz, la originalidad alcanzada desde fechas tempraneras por Castilla en el conjunto de la meseta norte. La zona de las montañas de Burgos y de la cabecera del Ebro fue un territorio de frontera. Allí se produjeron la mayor parte de los choques habidos entre los cristianos del norte de la Península y los islamitas, que lanzaban sus razzias contra el Reino astur. Desde la segunda mitad del siglo VIII se erigieron en esa zona abundantes fortificaciones. Son los “castillos”, por más que en aquellas fechas fueran muy arcaicos en sus estructuras, que, supuestamente, terminaron por dar nombre a la región. Las luchas que se desarrollaron en aquellas tierras en el transcurso de los siglos VIII y X, dirá Sánchez Albornoz, contribuyeron a templar a las gentes que allí vivían.
Pero ¿quiénes fueron los protagonistas, por parte cristiana, de aquel batallar? Aquí radica otra de las características singulares de la Castilla auroral. El particularismo castellano, afirma Sánchez Albornoz, nació de “ese dramático resistir y batallar, durante un siglo, de un pueblo libre en el que se habían fundido tres razas como la cántabra, la germana y la vasca”. Dos pueblos instalados desde tiempo atrás en el solar cantábrico, cántabros y vascones, de romanización escasa, particularmente los últimos, sumaron sus esfuerzos, siempre según el historiador citado, al sector popular germano, que encontró cobijo al otro lado de las montañas a raíz de la invasión musulmana.
El injerto de esos tres pueblos se efectuará “en proyección horizontal, en forma igualitaria”. De ahí que en el transcurso del proceso repoblador se constituya en Castilla, con mucha mayor fuerza que en el territorio leonés, una comunidad de hombres libres. Sólo se admite la dirección de los caudillos, tal Fernán González en el siglo X. ¿Perduración del caudillismo ibero? En Castilla tenemos pasión por la libertad, vinculación entre hombres libres de servicio, participación popular en las asambleas, sentimiento de igualdad, en suma, con palabras del maestro de historiadores, “exaltación [de las] fuerzas pasionales, emocionales e instintivas de la persona”.
Castilla se presenta, en los siglos IX y X, con tintes innovadores, cuando no revolucionarios. Frente a León, sede de la corte, residencia de la aristocracia y foco de influjo mozárabe, Castilla actúa de facto con una gran autonomía. En lugar de utilizar el Fuero Juzgo se acude a la costumbre. Hay una cultura de raíz popular, que se recrea en los relatos juglarescos, y que se sitúa en los antípodas de la tradición eclesiástica e isidoriana imperante en León. Por si fuera poco el idioma que, paso a paso, va brotando en las tierras castellanas, es asimismo novedoso en multitud de aspectos.
Tales son, en apretada síntesis, los rasgos que singularizan al solar de las más vieja Castilla. Una tierra de libertas, que es tanto como decir una tierra sin feudalismo. Castilla “islote de hombres libres en un mar feudal”, sentenciará con indudable énfasis Sánchez Albornoz. Una comunidad que, lejos de recrearse en el pasado, miraba hacia el futuro. “Castilla miraba hacia el mañana, mientras León y Galicia miraban al ayer”, dirá en otro momento el ilustre historiador y político.

« Última modificación: Enero 14, 2016, 00:44:05 por Maelstrom » En línea
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« Respuesta #1 : Marzo 22, 2010, 23:09:15 »


Sánchez Albornoz había esbozado el panorama de la Castilla primigenia, la que se asomó al río Duero en los primeros años del siglo X. Aquella sociedad no sólo contrastaba abiertamente con la de las restantes tierras del Reino astur-leonés, sino que aparecía rodeada de una cierta aureola mítica. Libertad, igualdad, dinamismo creador se contraponían a la dependencia, la jerarquía, las ataduras con la vieja cultural oficial, lastres todos ellos que arrastraban las sociedades vecinas.
La historia de Castilla, por supuesto, no concluyó en el año 1000, por más que sus cimientos ya estuvieran puestos. Con posterioridad a esas fechas tuvo lugar la conversión del condado de los tiempos de Fernán González en Reino, la colonización de las tierras situadas entre el gran río meseteño y el Sistema Central y la unión de los Reinos de Castilla y León, definitiva a partir del año 1230. Se iniciaban en esa última fecha los “750 años de historia fraterna” contemplados por Sánchez Albornoz desde la perspectiva de 1980 al referirse al destino de Castilla y León. Previamente, al repoblarse el territorio de las Extremaduras, se contempló la configuración de la meseta norte. La otrora vaciada cuenca del Duero, en la hipótesis de Sánchez Albornoz, gozaba en los albores del siglo XII de excelente vitalidad. El paso más reciente en el proceso colonizador había sido la constitución de las Comunidades de Villa y Aldeas o de Villa y Tierra, diseminadas, de este a oeste, en el espacio comprendido entre el río y la sierra.
La sociedad se fue tornando más compleja. Por doquier nacían burgos y villas, núcleos de indiscutible carácter urbano, en los que se centralizaban las actividades artesanales y mercantiles. Estaba naciendo la burguesía. La pujanza de esta nueva clase social derivó en la conquista de su representación política en los órganos de gobierno de la monarquía. En 1188 asistían por vez primera delegados de las ciudades y villas del Reino a la Curia regia extraordinaria convocada en León por Alfonso IX. Aquel acto había transformado la vieja institución de la Curia, denominada a partir de entonces Cortes. Sánchez Albornoz no ha dudado en calificar a las mismas de “institución medular de la nación”. Las Cortes, dice en otro momento el ilustre medievalista, no sólo evitaron la tentación absolutista de la monarquía sino que “lograron asegurar el predominio de la democracia en la organización del Estado”. La participación de las Cortes en la vida política “facilitó la conversión de la monarquía castellano-leonesa […] en una monarquía parlamentaria de perfiles democráticos”.
Castilla, minúsculo territorio en los albores de la colonización del valle del Duero, más tarde condado, desde Fernando I Reino, adquiría cada día un papel más relevante. El Reino de Castilla abría la larga lista de las intitulación de los monarcas. Su lengua se difundió rápidamente. Su nombre no sólo equivalía al conjunto de los territorios sobre los cuales ejercían la soberanía sus reyes, sino que incluso comenzó a identificarse con el de España, bien que esto sucediera en el siglo XIV, es decir “cuando su auténtica potencia política había empezado a declinar frente a la potencia de los reinos hermanos”.
Castilla fue el eje de la unidad hispánica. “Al realizarse la unión de las dos Coronas [advierte Sánchez Albornoz] inexorablemente había de constituirse Castilla en centro político de España, porque lo era geográficamente y porque superaba mucho en población, en riqueza y potencial histórico a la confederación aragonesa”. Nada pues, de centralismo opresor. Los datos objetivos convertían a Castilla inevitablemente en el pivote de la construcción de España. “¡Castilla centralista! Peregrina tesis”, exclamará Sánchez Albornoz, para añadir que “ni Castilla impuso un centro político a España […] ni los castellanos practicaron en la Península una política imperialista”. Su rabia ante la que juzga acusación inicua hacia quien sólo generosidad ha mostrado para con el resto de España le lleva a manifestar que “sólo enardecidos por una sañuda emulación, hija de la hispana pasión y del hispano orgullo […] pueden hablar de su sojuzgamiento por Castilla catalanes, vascos y gallegos”. Como se ve, el investigador habla en esta ocasión desde la concreta posición del político contemporáneo, que asiste a las reivindicaciones nacionalistas de catalanes, vascos y gallegos y a las críticas que éstos hacen, para la defensa de sus posiciones, contra la Castilla centralista.
El debate de nuestro tiempo acerca del “problema de España” parte de un principio inexorable: la decadencia actual de Castilla. La crisis del Imperio hispánico de los Austrias arrastró consigo a Castilla, principal soporte de aquel. Posteriormente tuvo lugar el resurgir de los pueblos de la periferia peninsular y la conocida requisitoria contra Castilla. Así en tiempos contemporáneos una Castilla debilitada y pobre, pálido reflejo de la de antaño, se vio sometida a continuos vapuleos dialécticos, cargando con los supuestos o reales pecados de los castellanos de pasado. En este contexto hay que situar la expresión de Sánchez Albornoz.



Al margen de sus aportaciones en el terreno de la investigación concreta, Sánchez Albornoz nos ha transmitido una visión del devenir histórico de España estrechamente ligada a Castilla. De ahí que haya sido considerado, juntamente con Menéndez Pidal, quien a partir de la filología y la historia de la literatura desembocó asimismo en la interpretación de la historia del Medievo, como el más conspicuo representante de la denominada escuela histórica castellanista. Ciertamente el estudio del pasado servía a los propósitos del político liberal contemporáneo que era Sánchez Albornoz, defensor a machamartillo de Castilla y cruzado perenne contra sus críticos.
Ahora bien, ¿no fue demasiado lejos Sánchez Albornoz en su apasionada defensa de Castilla? ¿No ha contribuido en buena medida, independientemente de su rigor como investigador, a defender una imagen tópica de la Castilla primitiva? ¿No ha minimizado la aportación de “los demás” a la construcción de España? ¿No ha sido, finalmente, excesivamente generoso al absolver a Castilla de su posible pecado centralista?
Responder puntualmente a todas estas preguntas exigiría muchas páginas. En el marco de este breve ensayo sólo será posible indicar algunos esbozos. Pues bien, señalaremos en primer lugar que la investigación de las últimas décadas sobre la Castilla medieval ha barrido numerosos mitos que seguían circulando en las más diversas esferas. Admitir la singularidad de la Castilla incipiente no significa hablar de una sociedad igualitaria, ni rechazar la existencia en la misma de feudalismo. Tampoco se admite que la monarquía medieval castellano-leonesa tuviera perfiles democráticos parlamentarios, ni que las Cortes fueran representativas y actuaran como freno a la tentación absolutista regia. ¿Discusiones de eruditos? En modo alguno. La interpretación del pasado medieval, por remoto que nos parezca, tiene mucho que ver a la hora de entender el proceso histórico español en su conjunto e incluso en el momento de abordar los problemas de nuestro tiempo en cuanto a la organización territorial del Estado.
Hoy se piensa, particularmente después de los estudios de Barbero y Vigil, que muchos de los rasgos de la sociedad que se gestó a raíz de la repoblación de Castilla obedecen al carácter de los protagonistas de aquel proceso, pueblos de la zona oriental del Cantábrico en los que aún perduraban elementos de tipo gentilicio. Nada, por lo tanto, de una aportación popular germánica. Asimismo se cuestiona la despoblación del valle del Duero previa a la colonización, sobre todo desde perspectivas arqueológicas. ¿Y qué decir de la abundancia de los “pequeños propietarios libres”? Todo parece indicar que los caminos que desembocaban en la dependencia del campesinado comenzaron a recorrerse tempranamente. Al fin y al cabo la sociedad que se constituyó en el valle del Duero a partir del siglo IX se fue deslizando, inevitablemente, hacia las estructuras feudales, por más que el feudalismo castellano tuviera sus especificidades con relación al modelo francés o alemán.
Consideraciones similares pueden hacerse al tratar de cuestiones como los Concejos abiertos, las Comunidades de Villa y Tierra o la presencia del tercer estado en las Cortes. En verdad Sánchez Albornoz nunca sostuvo hipótesis tan peregrinas como algunos seudoeruditos locales que, diciendo seguir las huellas del maestro, cantan las excelencias de la Castilla medieval hasta límites increíbles. Sánchez Albornoz, aunque en nuestra opinión idealizara la imagen de la Castilla primigenia, no dejó de reconocer el retroceso de los elementos populares y comunitarios, especialmente desde el siglo XIV, a medida que crecía la marea señorializadora. Pero en cualquier caso su prestigio de investigador y el ardor que ha puesto en la defensa de sus opiniones han tenido mucho que ver en la difusión de esos tópicos.
¿Qué decir del centralismo castellano? Insistir en que no hubo centralismo castellano parece negar la evidencia misma. Otra cosa será situar el problema en una perspectiva diferente de la tradicional. Las más recientes investigaciones en este terreno ponen de manifiesto cómo se daban en Castilla condiciones favorables para que sirviera de plataforma de cualquier proyecto político unitario de España. No sólo eran su posición geográfica central y su mayor peso demográfico y económico en los albores de la modernidad. Desde tiempos medievales se había impuesto en Castilla un sistema político de carácter centralista, expresado en el triunfo del derecho de la corona, el control creciente de los municipios, la anulación del posible papel de control de las Cortes, etc. Desde el siglo XV se habla en Castilla del “poderío real absoluto” para referirse a la autoridad ejercida por los monarcas. Recordemos que en Castilla la nobleza no tuvo contrapeso social, debido al escaso desarrollo de la burguesía. Mientras en la Cataluña de fines del Medievo se impuso el pactismo, en Castilla triunfa el autoritarismo monárquico.
Ahora bien, después de hechas estas observaciones es preciso añadir que hablar del “centralismo castellano” no equivale a hablar del “centralismo de los castellanos”. Ese sistema de gobierno se impuso también, y además antes que a nadie, sobre los castellanos. En este sentido hay que interpretar la famosa frase de Pi y Margall: “Castilla fue entre las naciones de España la primera que perdió sus libertades”. Pero el centralismo de Castilla tiene, sin lugar a dudas, raíces históricas. Otra cuestión es que la idea del centralismo castellano haya sido utilizada con frecuencia como coartada para trasladar al campo del enfrentamiento entre los pueblos problemas que en el fondo son simples conflictos de clases sociales.
¿Y la decadencia de Castilla? Suele repetirse hasta la saciedad que el principio del declive de Castilla se encuentra en la derrota de los Comuneros. Este tema, justo es reconocerlo, apenas ha merecido la atención de Sánchez Albornoz. La idea que relaciona la decadencia de Castilla con la guerra de las Comunidades tiene escasa apoyatura académica, aunque, por el contrario, haya arraigado fuertemente en la conciencia popular. Sin embargo, el mito no se sostiene a la luz de la investigación histórica. Ni en Villalar perdió Castilla sus libertades (porque o nunca las tuvo o ya las había perdido) ni aquel fue el punto de partida de su hecatombe (precisamente el siglo XVI conoció la mayor prosperidad de toda la historia castellana). Esto no significa el rechazo categórico del aliento popular que indiscutiblemente hubo en los Comuneros.
La decadencia de Castilla, no obstante, fue posterior a Villalar. Castilla pagó el precio del Imperio. A las consecuencias de la derrota imperial se añadió para Castilla la incapacidad congénita de sus estructuras sociales, ancladas en moldes señoriales, anacrónicos para el siglo XVIII. El panorama que ofrecían las tierras de la cuenca del Duero a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX era, según J. Sanz, de “una agricultura fuertemente trabada por el envejecido orden social de los señores”. No es necesario hablar de zarpazos contra Castilla para explicar su ocaso, pues ésta llevaba en sí misma los gérmenes de la decadencia.



La reflexión sobre la participación de Castilla en la construcción de España no ha perdido actualidad. Antes al contrario, la puesta en marcha del Estado de las Autonomías ha situado nuevamente sobre el tapete la compleja problemática de la “vertebración” de España. Pero frente a las actitudes numantinas de tiempos pasados, que magnificaban el ayer de Castilla, quizá para compensar las desdichas del presente, hoy se ven las cosas más sosegadamente. Sánchez Albornoz realizó una contribución valiosísima al conocimiento de la historia medieval de Castilla, nadie lo duda, pero movido acaso por las instancias del tiempo que le tocó vivir, salió al campo de batalla armado hasta los dientes para defender lo que juzgaba ataque inadmisible contra Castilla, y en este combate quizá idealizó el ayer castellano. La más reciente crítica histórica ha eliminado gran parte de la hojarasca que recubría la visión del pasado, aportando una imagen racionalizada y desmitificadora. De esta manera, entendemos, será más fácil asumir la historia, sin nostalgias ni alharacas.
¿Castilla hizo a España? ¿Quién, por su parte, deshizo a Castilla? Preguntas retóricas a la vez que simplificadoras, que pueden tener respuestas distintas y todas ellas más o menos justificadas. Castilla, en la hora presente, no debe ni refugiarse en un pasado glorificado ni avergonzarse de supuestas agresiones o centralismos. Pero eso sí, tanto por el peso de su historia como por la cultura de la que es portavoz, Castilla tiene que desempeñar un papel de primer orden en el concierto de una España que se acerca ya al año 2000.

[Artículo publicado en la Revista de Occidente, nº 50, junio de 1985]
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« Respuesta #2 : Marzo 24, 2010, 19:24:50 »


Buena aportación, Maelstrom. Bonito cuadro el último que has colgado.
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« Respuesta #3 : Marzo 24, 2010, 19:46:20 »


Joder en la Revista de occidente... El paisaje parece La Alcarria ¿verdad?
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De vez en cuando es bueno recordar la clase de persona que se quiso ser.

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« Respuesta #4 : Marzo 24, 2010, 20:02:20 »


Pues yo diría que es más alguna zona de León, o de Burgos.
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El estado español : estructura caciquil garante de las mayores injusticias que se pueden encontrar en Europa. Castilla: primer pueblo sometido y amordazado por él. Nuestro papel no puede ser echarle encima este yugo a cuantos más mejor, sino romperlo por fin y librar con ello al mundo de esta lacra.
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« Respuesta #5 : Marzo 24, 2010, 22:29:44 »


Espero que el artículo os haya resultado de interés. En cuanto al cuadro, se titula "Paisaje castellano", y es de Germán Calvo González, uno de los grandes pintores palentinos.
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ORETANO
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« Respuesta #6 : Marzo 24, 2010, 22:44:36 »


Lo que decía yo. icon_mrgreen

Sí me ha gustado Maelstrom icon_wink
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De vez en cuando es bueno recordar la clase de persona que se quiso ser.

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CASTILLA Y LEON


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« Respuesta #7 : Marzo 25, 2010, 00:32:55 »


Castellanamente hablando, J Valdeón estaba contaminado de ideologia leftwing y se manfiesta en toda su obra. No es el caso de Sáchez Albornoz que fué castellano hasta su muerte aunque fuera republicano como todos sabemos.
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Ap.3,16 "...puesto que eres tibio, y no frio ni caliente, voy a vomitarte de mi boca."
 
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« Respuesta #8 : Marzo 25, 2010, 16:12:42 »


Vamos que los auténticos castellanos son de derechas....

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« Respuesta #9 : Marzo 25, 2010, 16:21:31 »


En cuanto al cuadro, se titula "Paisaje castellano", y es de Germán Calvo González, uno de los grandes pintores palentinos.


La que me había dejado, la que está en medio jejeje al mentar León y Burgos.
Ese paisaje es el típico de la meseta norte al norte del Duero, en sus zonas entre serranía y llanura.
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El estado español : estructura caciquil garante de las mayores injusticias que se pueden encontrar en Europa. Castilla: primer pueblo sometido y amordazado por él. Nuestro papel no puede ser echarle encima este yugo a cuantos más mejor, sino romperlo por fin y librar con ello al mundo de esta lacra.
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