
El prestigio histórico y literario de Ávila, la noble ciudad castellana agazapada tras sus murallas, ha ido ensombreciendo un tanto el conocimiento de su provincia, no menos interesante y verdaderamente variada... De ahí que algunos de los libros que prometen ocuparse de la provincia abulense en su cojunto se refieran sobre todo a la capital, mencionando de pasada al resto de la provincia con la consabida glosa del carácter castellano y unas mínimas alusiones a pintoresquismo de los aldeanos.
Pues bien, vamos a recorrer aquí la interesantísima parte Sudoeste de la provincia, desde el valle del Tormes hasta el del Corneja. Nuestra ruta comienza en El Barco de Ávila, importante núcleo de comunicaciones entre Extremadura, Béjar, Ávila y la sierra de Gredos. La historia de El Barco se halla profundamente ligada al señorío de Valdecorneja, ya que esta Villa y su Tierra (junto con Piedrahita, El Mirón y La Horcajada) fue entregada a manos señoriales por la Corona, segregándola del término concejil abulense. El Señorío al que nos referimos data de la época de Alfonso X, dona estas tierras a su hermano el infante Don Felipe, pasando hacia 1365 a manos de García Álvarez de Toledo, al que Enrique II de Trastámara agradecía así el apoyo recibido en la pugna contra su hermano Pedro I. El apellido Álvarez de Toledo estará así ligado al condado (después ducado) de Alba hasta principios del siglo XIX.

Comenzaremos nuestro vistazo a la villa por el más evidente símbolo del poder señorial: el castillo de Valdecorneja, todo un emblema de El Barco de Ávila.
Se sitúa el castillo en un plano ligeramente elevado sobre la población y sobre el Tormes, manteniendo un aire elegante y nostálgico, reflejo de lo que debió ser en su época de esplendor. No impone por su potencia ni abruma por sus dimensiones. Porque aunque se levantara con fines militares (y fundamentalmente para proteger las cañadas de la Mesta en este lugar de paso obligado entre Extremadura y la mitad Norte de la Meseta) la fortaleza de El Barco de Ávila sirvió, sobre todo, como residencia de los Duques de Alba, que alternaban sus estancias aquí con su presencia en otras posesiones (como el cercano bastión de Piedrahíta).
Desde su construcción a mediados del siglo XV por Fernán Álvarez de Toledo (IV señor de Valdecorneja y I conde de Alba) el castillo estuvo ligado a El Barco de Ávila por una muralla que aún conserva como recuerdo algunos lienzos: uno de ellos arranca junto al torreón Oeste, corre paralelo al Tormes y traza un ángulo recto hasta llegar al centro de la villa; otro recorre el actual Paseo del Concejil. La torre del homenaje, un cubo desnudo de cualquier ornamentación, es semejante a la de otros castillos coetáneos de la zona, como el de Piedrahíta y Arenas de San Pedro. Extrañamente, mira hacia la villa y no hacia el río, por donde es de suponer que vinieran los principales peligros. Esta torre sería desmochada cuando los Reyes Católicos obligaron a rebajar la altura de las atalayas por imposición de un poder real que necesitaba someter a su autoridad a unas castas nobiliarias crecidas y beligerantes. Aún así, la torre (incrustada en el muro Norte, junto a la entrada del castillo) da prestancia a un conjunto reforzado por cubos perfectamente redondos emplazados en cada una de sus cuatro esquinas, y por garitas de vigilancia que asoman a mitad de tres de sus lienzos laterales. La mayor parte de la fortaleza (que mide 35 por 39 metros) está construida en mampostería de granito, aunque podemos ver paños de sillares en algunas partes de la edificación. Recorre por encima de muros y torreones una cornisa de triples modillones, detalle decorativo que se ha conservado hasta nuestros días.

Imaginemos por un instante como sería el castillo en su día, rematado por potentes almenas sobre la cornisa y adornado en alguno de sus muros por una crestería gótica, parte de la cual se cree que es la que figura en la coronación de una de las casas de la Plaza Mayor local. En el interior (además del consabido patio de armas con pozo y aljibe y de las dependencias destinadas a la tropa y a la servidumbre) se situaban en la primera planta los aposentos nobles, con vistas al valle y a la cordillera las habitaciones de las damas, orientadas hacia el Tormes las de los caballeros. Como evocación de estos usos palaciegos podemos ver las bonitas ventanas ajimezadas que se abren en los muros de los lados Oeste y Sur de la edificación, y fantasear sobre las lánguidas doncellas que escuchaban el tañir de un laúd apoyadas en el alfeizar. Sabemos que hubo en esta zona residencial del castillo unas galerías decoradas con pinturas mudéjares, encargadas en 1476 por García Álvarez de Toledo (I Duque de Alba), que el castillo disponía de una lujosa capilla y que el adarve era (en tiempos de paz) una terraza desde la que sus moradores disfrutaban de los paisajes circundantes.
En la actualidad, el interior del castillo está vacío y el patio se utiliza para actividades culturales veraniegas. Conserva los muros y los torreones exteriores tras padecer los efectos de guerras, desidias y rapiñas. Durante la Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, fue atacado por los partidarios del Archiduque de Austria (recordemos que el VIII Duque de Alba había tomado partido por Felipe V); las tropas francesas lo ocuparían en el siglo XIX, aportando su cuota de destrozos; y tras unos años de abandono, se habilitó como cementerio entre los años 1851 y 1904. La restauración llevada a cabo en 1985 recompuso los principales desaguisados (se habían abierto nichos en los muros y cegado las ventanas) y consolidó las estructuras; más recientemente se han realizado otras obras reconstructoras en el edificio.
El Tormes corre calmo a los pies del castillo de Valdecorneja. Nace bien cerca, en la sierra de Gredos, y discurre aquí entre dos puentes: el más antiguo es una joya de ingeniería medieval; el más reciente (levantado en 1901 para comunicar El Barco de Ávila con Béjar) era hermoso en su origen, pero tras una serie de reformas llevadas a cabo poco después de su centenario ha perdido buena parte de su interés.

Caminando desde el señorial castillo, por cualquiera de sus dos riberas, refrescantes alamedas en tiempo de calor, se llega al más bello rincón de El Barco de Ávila. Nos situamos en el inicio del puente medieval, con la villa a nuestra espalda, y nos disponemos a cruzar por encima de sus ocho ojos desiguales en tamaño y forma: los hay levemente apuntados, de medio punto y rebajados. Esta excelente obra costeada y mantenida por la vecindad fue vital para la economía barcense. Por él pasaron, desde mediados del siglo XIII, infinidad de ganados y mercancías. Una torre en su centro (destruida por las infames tropas napoleónicas, que volaron también parte del puente al retirarse de El Barco) tenía funciones de vigilancia, y era uno de los eslabones del sistema defensivo que partía del castillo y cercaba la villa. El paraje de la ermita del Cristo del Caño, al otro lado del Tormes, es un lugar apacible, atractivo y fresco, siempre silencioso para atender al rumor de la corriente. Delante, una fuente de piedra, con tres caños de los que manan aguas fresquísimas; tras ella, la escalinata que conduce a la ermita, un edificio de dimensiones más que regulares, hermoso y sencillo, construido en 1672 para dar culto a un Cristo al que los barcenses tenían (y tienen) inmensa devoción. Junto al humilde templo se alza la picota, símbolo pretérito del ejercicio de la justicia. Si andásemos un kilómetro más allá, por la carretera de Navalonguilla, llegaríamos hasta otro puente de piedra (de traza también medieval) llamado de las Aceñas, porque junto a él, en la confluencia del Aravalle con el Tormes, hubo varios molinos harineros. Hoy está en desuso, hallándose prácticamente oculto tras el moderno puente que le releva como vía de comunicación.

Pero volvamos por donde hemos venido, dejando atrás el sosegado Tormes. Nos adentramos en la villa, dispuestos a ver su iglesia parroquial, una de las más interesantes de la provincia. Nos detenemos en la espaciosa y arbolada Plaza de las Acacias, que conserva algunas buenas casas del Siglo de Oro, como la que está en el arranque de la calle de San Pedro del Barco. Estamos frente a la iglesia: basta observar su tamaño y su traza para comprender que tuvo un papel destacado en el sistema defensivo de El Barco de Ávila: grandes contrafuertes refuerzan el ásbisde de la cabecera y, en un costado junto al arranque de las naves, una torre bien maciza (con más pintas de fortín que de campanario) que cuenta con decoración de bolas. En el interior del templo podremos ver un importante conjunto histórico-artístico (parte del mismo integra el recomendable Museo Parroquial). Un grupo escultórico de la Virgen sedente con el Niño y el pequeño San Juan forma una agradable escena llena de gracia y ternura. Otro relieve en alabastro muestra también a la Virgen con su Hijo, hallándose rodeados por cuatro medallones con las efigies de los Evangelistas. Un crucifijo gótico, del siglo XIV, de fuerte efecto expresionista en la torturada figura de Jesucristo, responde a la tipología inspirada en la Visión de Santa Brígida. Otro crucifijo responde a un estilo influido por Berruguete, del segundo tercio del siglo XVI, y se atribuye al abulense Juan Rodríguez. Hay también otra interesante representación escultórica de Cristo (atado a la columna esta vez) de principios del siglo XVI.
En lo que a pintura se refiere, también existen obras reseñables. Dos tablas pintadas con Jesús entre los Doctores y el fallecimiento de la Virgen responden al estilo de figuras enjutas y expresivas del Maestro de Ávila. En la capilla bautismal hay un retablo del 1500 (más o menos) dedicado al bautismo de Jesucristo en el Jordán, con escenas de la Transfiguración, la Misa de la Gregorio, la Imposición de la casulla a San Ildefonso y el retrato del donante Juan Rodríguez. Estamos ante una obra de resabios goticistas. En el Museo Parroquial se halla una pintura de apreciable tamaño que representa la Asunción. No pasemos por alto el bello tríptico de la Virgen con el Niño, en tonos azulados, que tal vez pintara el flamenco Ambrosius Bensos (pintor asentado en Segovia); o la Sagrada Familia del siglo XVI.
La iglesia parroquial de El Barco de Ávila tiene, además, una buena colección de rejas. La de la capilla mayor es muy rica, con balaustres entorchados y frisos decorados. La crestería es elegante, con peculiares balaustres y roleos vegetales, coronados por la Cruz. Su estilo se relaciona con el del abulense Llorente de Ávila. Otras dos rejerías se encuentran cerrando capillas particulares: son de traza gótica, y se hallan rematadas por arcos conopiales. En platería y ornamentos, se pueden admirar la custodia afiligranada, de estilo gótico, un cáliz del siglo XVI y una cruz de altar. Los ornamentos son un terno y dos casullas de los siglos XVI y XVIII.

Más por su peso en la tradición religiosa que por sus valores artísticos, hay que mencionar la ermita de San Pedro del Barco, emplazada al comienzo de la calle homónima, construida hacia 1663 en el lugar en que la tradición sitúa la muerte del Santo (acaecida cinco siglos atrás). Se cuenta que varios pueblos se disputaban sus restos, ante lo cual se decidió colocar su cadáver sobre una mula y que fuera la providencia (o el simple azar) la que decidiera la última morada del Santo. La mula se dirigió a Ávila y se detuvo ante la iglesia de San Vicente, donde el muerto recibió sepultura. Desde esta esquina de la calle de San Pedro del Barco arranca el eje principal de la villa, la calle Mayor. En ésta y en la Plaza de España (Plaza Mayor) se concentran la mayoría de los puntos de interés: edificios de cierta importancia histórica y restos de arquitectura tradicional se mezclan con nuevas construcciones. Como espacio singular no cabe duda que el más llamativo es la propia Plaza Mayor. Se accede a ella desde la calle Mayor, por el rincón conocido como El Arvejo, donde se levanta un bonito edificio con balconada y torreta de hierro con la campana del reloj de la villa (puede verse su mecanismo en la primera planta de la Casa del Reloj). Viviendas de distintas alturas, soportales variopintos y columnas procedentes de otros edificios, balcones, terrazas y miradores dan un interesante toque a esta Plaza, casi totalmente cerrada, íntima y rebosante de castellanía. Vemos ahora una casa de buena sillería (con portal de tres arcos sobre pilares) un remate de crestería gótica que parece haber llegado aquí desde el castillo de Valdecorneja. Se trata de uno de los más singulares edificios barcenses. Por lo demás, no estaría mal pasarse por el cercano despacho al público de Alimentación Coronado, el establecimiento donde podremos abastecernos de las renombradas judías de El Barco y de los embutidos que pueden hacerles compañía en el puchero, así como buen pan y mejores vinos.

Ya en la calle Mayor, se sitúan frente a frenta la antigua cárcel y el Cine Lagasca. En la primera figura la fecha de su construcción, 1653, en el dintel de la puerta. La prisión fue costeada por los vecinos, y conserva en su planta baja las oscuras celdas donde iban a parar los presos, grandes columnas en el zaguán y una hermosa escalera de piedra que sube a la planta superior, donde se han habilitado una biblioteca y diversas salas para actividades culturales. El Cine, una obra de 1948 que alegró la vida de los barcenses en los grises años del franquismo, tiene una buena fachada con elementos clasicistas.

