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Autor Tema: La rebelión comunera en Segovia (1520-1521)  (Leído 34708 veces)
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« Respuesta #10 : Julio 01, 2011, 18:01:23 »


Antón el pelaire.-


Las rebeliones de los pueblos, lo mismo en los antiguos tiempos que en los modernos, suscitan por lo común que hombres apenas conocidos fuera de las últimas capas sociales, merced a su atrevimiento o su valor, se impongan desde los primeros momentos y se erijan en caudillos indiscutibles de las alborotadas turbas. Al tener lugar la rebelión comunera, el curtidor Villoria se convirtió en el jefe prestigioso de las masas de Salamanca; el pelaire Pinillos llegó a ser el terror de los imperiales de Ávila y hasta en la Santa Junta llegó a infundir respeto; Antón Colado (Casado, le llama Colmenares) fue un pelaire segoviano que se constituyó en el líder de la más levantisca muchedumbre de los oficios de la lana, apellidándose a sí mismo (según el historiador Fr. Gabriel de Cepeda) “El Armodio”, en el sentido hiperbólico de capitán omnipotente, y desde los primeros días de la revuelta aspira a imponer su voluntad al Ayuntamiento comunero, a los hombres de guerra y a las masas en general. Colmenares califica al tal pelaire de “ánimo atrevido, largo de manos y corto de entendimiento”; y aunque se suponga recargado de colores el retrato por el desagrado de nuestro egregio Cronista por todo lo relacionado con la rebelión comunera, siempre vendrá a resultar que un hombre vulgar, sin las condiciones necesarias de todo el que ha de ejercer actos de gobierno o ponerse al frente de las fuerzas armadas, llevó por su cuenta y riesgo la dirección del movimiento comunero en Segovia, con desprecio de la autoridad popular y sin hacer el menor caso del Concejo, ni de Juan Bravo (Capitán de la Comunidad), ni de los demás regidores segovianos ejercitados en la profesión de las armas, ni de las personas más sensatas y previsoras de la ciudad.
Desde que Segovia se alza contra el poder de la Regencia nombrada por Carlos V al partir para Alemania, uno de sus primeros acuerdos fue el alistamiento de cuanta gente útil pudiera empuñar las armas, lo mismo en la Ciudad que en los pueblos de su Tierra, logrando reunir por el momento a nada menos que 12.000 hombres, aunque no había armamento para la mayor parte de ellos. Con el fin de procurar suficientes armas, se dispuso también la requisa de cuantas pudieran hallarse, sobre todo en las casas de los nobles y señores que, desde los tiempos de la Reconquista, conservaban armerías bien dotadas de cuantas habían usado las huestes a su mando.
No debió dar gran resultado aquella primera requisa, ni acaso fue tan general como los más animosos partidarios habrían deseado, por cuanto hubo de respetarse la armería del Licenciado Sebastián de Peralta, Oidor de la Chancillería de Valladolid y enemigo declarado de las Comunidades. Mas si los comuneros segovianos respetaron la colección de armas del Licenciado, no lograron igual privilegio otros nobles y señores; como Pedro Arias Dávila (Pedrarias), segoviano insigne y Gobernador por aquel entonces de Tierra Firme, cuya casa fue abierta en ausencia suya y de su esposa Dª Isabel de Bobadilla, de la familia de los Condes de Chinchón. Así, los comuneros se llevaron todas las armas de Pedrarias: tiros de artillería, escopetas, arcabuces, coseletes, alabardas, lanzas...
Sin que hubiera medio de procurarse armamento para los 12.000 hombres reunidos, ni acaso para la mitad, y no habiendo querido adherirse a la rebelión comunera los defensores del Alcázar; se emprendió desde luego un durísimo asedio contra esta fortaleza. En tal asedio, y para estrechar más y más el cerco sobre el enemigo, fue donde el pelaire Antón Colado emplearía toda su vigilancia y ardimiento, sin que por ello desatendiese las algaradas contra los enemigos reales o supuestos del movimiento comunero, ni el manejo y la dirección de las turbas cuando lo creía menester.
A todo esto, y para cumplir la draconiana orden de la Regencia de castigar a Segovia en general, sin distinguir entre inocentes y culpable, se encaminó a la ciudad el funesto Alcalde Ronquillo (hombre odiado en Segovia por su tiránico carácter y el mal recuerdo que dejara años antes, cuando aquí ejerció jurisdicción) con 200 lanzas y algunos hombres de a pie (hay quien habla de 1.000 hombres a caballo y 400 infantes, sea lo que fuere, la verdad es que sus tropas eran escasísimas para entrar con fuerza en Segovia). No atreviéndose a llegar a Segovia desde que supo que la ciudad y su Tierra se aprestaban para resistirle, estableció su cuartel general en Santa María de Nieva, desde donde hacía correrías incesantes por los pueblos de la comarca para aislar a Segovia, privándola de suministros e imponiendo penas de muerte a todos los que a ella se encaminasen. El 20 de julio de 1521 se adelantó hasta Zamarramala (según Colmenares) donde fijó edictos declarando rebeldes y traidores a los que impedían su entrada en Segovia, emplazándolos a que compareciesen ante él. Despreciado los valientes segovianos y retado por Juan Bravo a que tratase de acercarse a la ciudad, Ronquillo hubo de comprender que tomar la ciudad del Eresma sería imposible y regresó a Santa María de Nieva. En esta ocasión es cuando salió a campaña Antón el pelaire.
Desobedeciendo las órdenes de Juan Bravo (que ya era el jefe superior de las escuadras segovianas) y cuando el noble capitán comunero se ocupaba de armarlas, instruirlas y ponerlas en condiciones de combate para unirse a las fuerzas comuneras de Toledo y Madrid, vivamente esperadas; se le ocurrió al pelaire Antón salir a pelear contra Ronquillo para alejarle de las inmediaciones de Segovia y, cuando menos se podía esperar, arrastró consigo a 4.000 hombres de los alistados. Y sin orden ni concierto, sin armas muchos de ellos, mal dirigidos y peor gobernados, los sacó aquel pelaire de la ciudad el 24 de julio de 1521. Fueron en busca de Ronquillo y le acometieron con más resolución que juicio; pero a las primeras escaramuzas, sin poder resistir el empuje de las bien organizadas tropas del Alcalde, los del pelaire comunero se desbandaron y huyeron a Segovia, cayendo en manos del temible Ronquillo unos cuantos de ellos, que acabaron sus días en la horca levantada en Santa María de Nieva o sometidos a bárbaros y atroces tormentos.
En otras circunstancias, es seguro que Antón el pelaire hubiera pagado con la vida su desobediencia a las órdenes de Juan Bravo y la Comunidad; pero teniendo en cuenta (tal vez) la necesidad de conservarle por su influencia sobre las masas segovianas, fue disculpara su temeraria empresa, so pretexto de obedecer al más ardoroso patriotismo. De allí en adelante continuaría nuestro Antón Colado el asedio del Alcázar con el mismo empeño que en un principio, siendo el terror de cuantos intentaban socorrer a los sitiados o hacer llegar hasta ellos algún mensaje, como el que, burlando la vigilancia del pelaire comunero, llevó a Don Diego de Cabrera el P. Dominico Fr. Juan Hernando de Mendoza por encargo del Conde de Chinchón, afirmándole éste que siguiera resistiendo y que no tardaría en ser socorrido.
Una vez dominado y extinguido el alzamiento comunero y vuelta la ciudad de Segovia a la obediencia real, parece lógico que este pelaire, caudillo de las clases populares, hubiera figurado entre las listas de condenados y proscritos; más nada se volvió a saber de su persona.


Francisco del Castillo, Antonio de Buitrago, Antonio de la Hoz, Pedro de Buitrago, Francisco de Tapia, Rincón.-


He aquí los nombres de seis de los capitanes que, a las órdenes de Juan Bravo, gobernaban y dirigían las escuadras de las que era general el noble caudillo. Olvidados sus nombres durante largo tiempo, razonable es que salgan a la luz para que las generaciones presentes (y venideras) sepan quienes fueron los valientes segovianos que compartieron con Juan Bravo las responsabilidades del alzamiento comunero y los azares o peligros de la campaña. La oficialidad militar era entonces menos numerosa que hoy; y a juzgar por el documento del que después hablaremos tan sólo se componía entre las fuerzas comuneras (y creemos que lo mismo sucedería en el ejército imperial), además de los generales o jefes superiores, de capitanes, alférez, cabos de escuadra y cancilleres, entre todos los que distribuían las atribuciones que actualmente corresponden a los que mandan regimientos o batallones, desde el coronel inclusive a los tenientes.
De los seis capitanes de Juan Bravo que conocemos, sólo dos (Francisco del Castillo y Francisco de Tapia) eran Continos de la Casa Real, lo mismo que Juan Bravo, Juan de Solier y Juan de la Hoz, pertenecientes a la nobleza segoviana; siendo muy de suponer que cuando el ínclito caudillo los eligió como subordinados suyos, no habría de faltarles ni entusiasmo por la Comunidad ni condiciones militares para ir al frente de sus respectivas escuadras.
Francisco del Castillo es, acaso, el que menos acompañó a su jefe, y no ciertamente por falta de voluntad, sino por haber recibido de la Santa Junta (cuando se hallaba en Tordesillas) un cometido importantísimo y de la mayor confianza. Tal fue la orden para la detención en Valladolid del Cardenal Regente y los individuos que componía el Consejo del Reino.
Después de que la Junta expulsara de Tordesillas al Marqués de Denia, que por nombramiento del Emperador era el jefe de la Casa de la Reina Doña Juana y el obstáculo principal con el que tropezaban los comuneros para entenderse con la infeliz señora, comprendiendo la Santa Junta (aunque de un modo incompleto) que sin actos de firmeza y energía por su parte poco o nada habría de prosperar la causa comunera, tomó el grave acuerdo de la antedicha detención, si bien con menos rigor del que en igualdad de circunstancias habrían empleado otros rebeldes menos respetuosos que ellos con el poder real y sus legítimos representantes. Juan de Zapata y Suero del Águila fueron comisionados por la referida Junta a fin de que se instruyesen en todo lo referente a la detención de aquellos altos funcionarios; mas para ejecutar el acuerdo se encomendó la orden al capitán segoviano Francisco del Castillo, con encargo expreso de la Junta comunera local de Valladolid para que los dos comisionados le auxiliasen y le atendieran en cuanto fuese menester. Cumplimentado como fue el acuerdo por Castillo, lógico parece deducir que para ejecutarle mejor no iría sólo a Valladolid, sino que llevaría su escuadra, ya que la realización tal acto habría sido imposible sin unas buenas fuerzas armadas; pero llevara o no consigo las tropas de su mando, lo cierto es que en Valladolid debió quedar a las órdenes de la Junta, por cuanto no vuelve a figurar junto a los demás capitanes segovianos.
Antonio de Buitrago, un caballero muy comprometido con la causa de los comuneros, salió de Segovia el 4 de diciembre de 1520 al frente de 300 hombres de su escuadra para unirse en Medina del Campo (o donde hiciera falta) al Ejército comunero, y tan escaso de recursos monetarios marchaba, que desde el pueblo de Pozal de Gallinas (próximo a la villa de Medina) escribió a la Santa Junta, instalada aún en Tordesillas, una carta en la que suplicaba que se pagase a su gente, alegando para demostrar su necesidad y la escasez que padecían que el último ducado de su haber lo había tenido que gastar en el pueblo mencionado “en la compra de unas calzas y una pica”...
La carta del capitán Buitrago debió ser eficaz, ya que pocos días después (o sea, el 17 del mismo mes y año) el Jurado Pedro Ortega y el Veedor Antonio Vega socorrieron por orden de la Santa Junta a Buitrago, a otros nueves capitanes más y a los soldados que todos ellos mandaban por medio de una curiosísima Nónima de la que parece que correspondieron a los segovianos allí congregados las siguientes cantidades monetarias:

“al capitán Antonio de la Hoz capitán de la gente de Segovia ciento é dos ducados”.
“al capitán Pedro de Buytrago capitán de la gente dº Segovia setenta ducados que se dió al capitán Fran.º de Tapia capitán de Segovia ciento e seis ducados”.
“mas al dicho capitán Tapia un ducado de un herido”.
“Al capitán Rincón capitán de Segovia se dieron ochenta ducados”.
“diosa al capitán Ant.º de Buytrago capitán de Seg.ª ciento é setenta é dos ducados”.


Aparece en la referida Nómina que un tal “Maestre Martín artillero” recibió tres ducados; otros tres ducados se dieron a tres heridos que llevaba el capitán Rincón; cinco a igual número de enfermos de la capitanía de Francisco de Tapia; y 20 a los 20 alabarderos que constituían la guardia especial de Juan Bravo. Independientemente de estas sumas, fueron socorridos con ocho ducados cada uno de los capitanes, a cuenta de sus pagas, y les fueron entregados otros 150 ducados más a cada capitán para que diesen doble auxilio a los soldados, “á los atambores, alguaciles, alférez, cabos de escuadra y cancilleres” de sus respectivas compañías; cantidades algo mezquinas para cubrir las necesidades de un Ejército en campaña. Es verdad que por cuenta de los pueblos se racionaban todos y que aquellos pequeños socorros era sólo para sus gastos particulares; y con semejantes estrecheces podían ir viviendo, sin diferenciarse en nada de unas tropas imperiales que no estaban mejor atendidas; pero aquella vida tan precaria no podía prolongarse demasiado sin producir el cansancio de los pueblos y de los soldados. No es de extrañar que se produjesen deserciones tanto en un bando como en otro.
No encontraremos ningún dato referente más a los capitanes de esas seis escuadras o compañías de Juan Bravo, que no eran los únicos para el gobierno de las tropas comuneras segovianas a sus órdenes. Y como no es creíble que se separaran voluntariamente de su jefe; hay que convenir, o dar por supuesto, que con él y sus soldados fueron a Villalar, donde la causa comunera sufrió el terrible desastre harto conocido. Nos extraña, sin embargo, que ninguno de los citados capitanes fuera castigado después con prisión, secuestro de bienes o destierro, como tantos otros comuneros. Lo mismo sucedió a casi todos los capitanes de otras provincias. Sin duda, los Virreyes y el Emperador creyeron suficiente la condena de los jefes superiores de la rebelión comunera para que la vindicta pública quedase atisfecha...
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« Respuesta #11 : Julio 01, 2011, 20:17:49 »


Alonso de Olías, el Bachiller Juan de Viana, Francisco de Xerez.-


Con los nombres de Olías, Viana y Xerez terminamos la relación de aquellos entusiastas segovianos que pagaron con la vida, el destierro u otros terribles castigos el haberse adherido a la sublevación popular contra las arbitrariedades y abusos del poder. Hemos dejado sus nombres en último lugar, totalmente a propósito, para que el brutal atropello que les infligió Ronquillo no permanezca en el olvido, ni se pase por alto que, si bien los comuneros cometieron excesos dignos de toda censura, como los hay en todos los conflictos civiles, la saña cruel y salvaje con que desde un principio fueron perseguidos sólo sirvió para atizar el fuego de la rebelión y hacerla más sangrienta. No se cargue el peso total de las culpas sobre los que (con más o menos acierto, pero con propósitos nobles) se alzaron en demanda de justicia y buen gobierno; que estos rebeldes no sean execrados ni anatemizados, tal y como han hecho no pocos escritores amparados en las nebulosidades de la Historia... Que si el poder público y cuantos le auxilian merecen los mayores respetos cuando es justo su ejercicio, si degenera y cae como entonces en la brutalidad y el despotismo, aunque no se justifiquen por completo las rebeliones populares ni sus maneras de proceder, al menos son dignos de disculpa los motivos que las impulsan, por severa que sea la opinión que hubiere de juzgarlas.
Nada más a propósito para persuadir de cuanto venimos diciendo, aun a quienes se muestran opuestos a la causa de las Comunidades, que la terrible brutalidad del Alcalde Ronquillo cuando (obedeciendo órdenes del Consejo Supremo del Reino) vino a castigar a todas las gentes de Segovia por el asesinato de Tordesillas, crimen cometido por una banda de forajidos que ni siquiera eran hijos de la ciudad del Eresma. La famosa carta de Padilla, Bravo, Maldonado, Zapata y Quintanilla revela de manera elocuente las crueldades del infame Alcalde Ronquillo, que en Santa María de Nieva (ya que no se atrevió a acercarse a Segovia) ahorcó a varios infelices que ningún delito habían cometido, e hizo cortar a otros los pies y las manos (o taladrárselas con indecibles tormentos). A Olías, Viana y Xerez (prisioneros suyos desde las primeras escaramuzas) no les mandó ahorcar, ni cortarles los pies ni las manos, pero no fue por falta de voluntad: y es que, habiendo declarado éstos al ser torturados que eran personas pudientes, Ronquillo creyó preferible sacarles cuanto dinero pudiera por el rescate de su libertad, exacción que si bien libró a estos tres comuneros segovianos de la muerte o las más dantescas torturas, agrava más y más el repugnante proceder de aquel monstruo llamado Rodrigo Ronquillo, un hombre sanguinario que ostentaba la vara de la Justicia.
Cuando perpetró tales crueldades en Santa María de Nieva, a Ronquillo le acompañaban (por su cualidad de Alcalde de Casa y Corte) el Licenciado Muñoz, natural de Ávila, como Teniente o sustituto; dos Alguaciles llamados Esquiñas y Escalona; y un tal Rosales, Escribano de Valladolid. Todos ellos ayudaron de maravilla al   perverso Ronquillo en sus escalofriantes ejecuciones. Tan pronto como Olías, Viana y Xerez cayeron en sus manos los encerró en lúgubres mazmorras, como si fueran “perros judíos”, que así les llamaba. Ronquillo maltrató y atormentó cuanto quiso a estos tres comuneros segovianos, hasta obligarlos a entregar a cambio de su libertad nada menos que 200.000 maravedíes en metálico y otros 50.000 más en armas, vestidos y bestias de carga.
Todos estos vandálicos hechos (a los que hay que sumar el incendio de Medina del Campo, perpetrado por los infames Ronquillo y Fonseca para atormentar a las gentes de aquella villa, que se habían negado a entregarles la artillería que habría sido usada para atacar a Segovia) inclinaron a la Santa Junta, instalada aún en Ávila, a mandar abrir proceso criminal contra aquellos infames monstruos, a fin de que fuesen oídas las quejas de cuantas víctimas quisieran hacerse oír. Por virtud del llamamiento, comparecieron ante la Junta comunera los segovianos Olías, el Bachiller Juan de Viana (de profesión Boticario) y Francisco de Xerez; quienes pidieron como justificante de sus reclamaciones que se obligara al Escribano Rosales, residente entonces en Valladolid, a presentar los procesos instruidos contra ellos en Santa María de Nieva, ya que en aquellos documentos figuraban las tropelías que les hicieron sufrir. Por su fuera poco, afirmaban ser capaces de acreditar, por medio de informaciones justificativas, la certeza y exactitud de sus querellas. La causa se siguió por todos los trámites pertinentes: los agraviados medinenses y los tres comuneros segovianos acreditaron el incendio, los tormentos y el expolio que habían tenido que padecer; pero ni los unos ni los otros lograron, por desgracia, la indemnización a la que aspiraban; puesto que, al ser derrotada la rebelión comunera, el poder real nunca respondió por aquellas tremendas barbaridades. Ni que decir hay que el Emperador premió y recompensó al execrable Ronquillo...
Poco conforme el Bachiller Viana con la pérdida de sus intereses, aun después del desastre final, y pretextando como muchos comuneros que si tomaron parte en aquella rebelión fue contra su voluntad, recurrió a los Virreyes con atenta solicitud, en la cual manifestaba que, cuando los comuneros de Segovia marcharon hacia Santa María de Nieva para combatir a Ronquillo, él fue amenazado con perder sus casas si no se unía a las fuerzas rebeldes, pero que desertó del Ejército comunero y se refugió en un palomar suyo, situado a una legua de aquella villa, donde le apresaron los de Ronquillo. Y éste, creyendo por lo visto lo de la deserción, le impuso graves penas, haciéndole pagar a él sólo unos 75.000 maravedíes, sin oírle en justicia. Por todo ello, y por no ser de los exceptuados de perdón ni de los desterrados, Viana rogaba en su misiva que no le molestasen en su hacienda y que le devolvieran todo el dinero que Ronquillo le había sacado. Los Virreyes dispusieron que el Bachiller fuese perdonado, pero aquel dineral nunca volvería a su poder...
La súplica de Viana, envuelta en las disculpas consiguientes al que implora misericordia, en nada atenúa la gravedad de los procedimientos empleados contra los segovianos por el fiero Ronquillo. Ya en esta ciudad era odiado y aborrecido por su terrible carácter desde los alborotos ocurridos en tiempos de los Reyes Católicos, cuando la realeza donó indebidamente el Sexmo de Casarrubios a D. Andrés Cabrera y su esposa Beatriz de Bobadilla. En Toledo y en otros varias ciudades, según queda dicho, había ratificado Ronquillo su triste reputación de hombre cruel y sanguinario. Al enviarle el Consejo de Regencia a la ciudad de Segovia, no para hacer justicia, sino para atormentar cruelmente a los segovianos, el perverso Ronquillo cometió un error funesto y muy trascendental, ya que las gentes se rebelaron contra las barbaridades por él cometidas, los partidarios de la revuelta comunera se exasperaron más, los indecisos tomaron partido; y los apáticos o indiferentes, que temían ser castigados por delitos que no habían perpetrado, engrosaron las filas de la rebelión comunera y la hicieron formidable.
No se culpe, pues, a los comuneros como únicos responsables de los turbulentos sucesos de aquellos días. Sobre los abusos innumerables de los flamencos, causa y origen del descontento que precedió a los disturbios, el tiránico castigo a Segovia encargado a Ronquillo, el incendio vandálico de Medina y otros desmanes por el estilo constituyen tremendos actos de brutalidad e ignominia por parte de quienes gobernaban el Reino en ausencia del Emperador, al mismo tiempo que nos hacen comprender la actitud de quienes se levantaron en armas para defender su dignidad...





A modo de conclusión


Incompleta quedaría esta breve relación de comuneros segovianos si no hiciésemos constar algunos hechos que se desprenden de cuanto hemos dejado consignado. Salta a la vista el considerable número de partidarios de la rebelión comunera que sufrieron castigo en Segovia: nada menos que 60 (según hemos indicado antes) fueron los exceptuados de perdón, siendo desterrados y despojados de sus bienes en virtud del concierto realizado en Coca. A 26 ascienden los segovianos condenados por el Emperador como reos de alta traición por el famoso Edicto de Valladolid; y aun cuando gran parte de ellos figuraba ya en el tratado de Coca, aparecen en cambio otros varios hijos de Segovia que sufrieron penas graves por haber sido comuneros, sin que sus nombres se lean en ninguna de aquellas dos resoluciones condenatorias.
Al fijarse en Coca (por convenio mutuo entre los Virreyes y los representantes de Segovia) los 60 nombres que quedaban exceptuados de perdón, hay que afirmar que corresponderían a las personas más significadas del levantamiento, dentro de las respectivas clases sociales; así como también que, al aparecer ellos como excepción, no podría haber en cada una de aquellas clases un número mucho mayor de comprometidos que quedaron libres, tanto para que no resultase general el castigo como porque el pacto, la capitulación o el convenio habrían dejado de serlo si no hubieran mediado grandes concesiones por parte de los Virreyes para el sometimiento de la ciudad de Segovia.
Del Ayuntamiento de Segovia, que se puso al frente de la rebelión en su práctica totalidad, sólo fueron castigados Juan Bravo, Juan de Solier, Diego de Barros, Francisco de Avendaño, Antonio de Mesa y Diego de Heredia. Es creíble que sucediera lo mismo en las demás clases sociales, profesiones y medios; deduciéndose, por el nada pequeño número de los que por vía de excepción sufrieron castigos, la cifra muy considerable de los que, habiendo tomado parte activa en la revuelta comunera, quedaron libres de la condena general.



De todas maneras, fueron los comuneros de Segovia los peor tratados entre cuantos se levantaron en armas contra el poder imperial, y éste es un hecho de gran significación. Ni siquiera los comuneros de Toledo (iniciadores de aquel movimiento popular, los más levantiscos y exaltados, los que continuaron resistiendo tras el desastre de Villalar) hubieron de sufrir lo mismo que los segovianos. Más de 60 rebeldes segovianos fueron castigados; y aunque nos fijemos tan sólo en los penados por el Edicto de Valladolid, 17 son únicamente los toledanos incluidos en él (sin contar a los ya ajusticiados Juan de Padilla y el jurado Montoya); mientras que ascienden a 26 (inclusos Juan Bravo y Juan de Solier) los segovianos que padecieron las iras imperiales expresadas en aquel Edicto. Desde el trágico asesinato de Rodrigo de Tordesillas, el Consejo Supremo de Regencia miraría con odio a Segovia, sin que hubiera posibilidad de que aquellos ofuscados esbirros del Emperador se dieran cuenta de la injusticia que suponía confundir a las honradas y sensatas gentes de Segovia con una banda de forajidos asesinos.
Otro hechos que no debe pasar inadvertido al examinar el considerable número de segovianos castigados por su adhesión a la revuelta comunera es el de la desproporción que resulta entre los pertenecientes a la nobleza y las gentes de clase media o baja. En casi todas las rebeliones políticas suelen ser víctimas de las culpas ajenas los más desvalidos, las gentes desprovistas de protección, aquellos que menos recursos tienen. Sin embargo, en el momento histórico al que nos referimos, al menos en Segovia, sucedió todo lo contrario. De los pelaires, sólo tres sufrieron castigo, y los dedicados a otros oficios no llegan a la misma cifra; al mismo tiempo que los nobles y las gentes de clase media, sobre todo los primeros, son los peor librados y los que pagan en esta ciudad por sus culpas y las de las clases populares.
Tampoco debemos pasar por alto la circunstancia elocuentísima del exiguo número de letrados, médicos y boticarios que aparecen entre los comuneros represaliados de Segovia; siendo muy de advertir que los dos o tres letrados que van en las relaciones de proscritos lo fueron más por su cualidad de nobles emparentados con familias principales que por su literaria profesión. Lo mismo debió acontecer a los dos escribanos comuneros perseguidos, a juzgar por las conexiones que tales funcionarios tenían entonces con las personas hidalgas a quienes pertenecían en propiedad la mayor parte de sus “Oficios” y por quienes eran nombrados los escribanos que los desempeñaban. De un sólo boticario segoviano se tienen noticias de que sufriera vejaciones por ser comunero, y en cambio ningún médico de la ciudad fue incluido en aquellas rencorosas condenas que a tantos vecinos de Segovia alcanzaron. .
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el poder imperial se ensañó con los comuneros de Segovia más que con los de ninguna otra ciudad castellana. No importaba que los segovianos, cuando la Comunidad se enseñoreaba casi de toda Castilla, recomendasen a todas horas el respeto y la consideración hacia los enemigos, ni el que Ayuntamiento de Segovia, al dirigirse a la Junta comunera de Valladolid interesándose en favor de un imperial apresado, escribiese aquellas sublimes palabras: “la mayor gloria de los vencedores es la clemencia para con los vencidos”. No importaba, tampoco, que andando el tiempo se indultase a los sobrevivientes; pero qué decir de los que perdieron la vida a manos del verdugo, como Juan Bravo y Juan de Solier; los que, ancianos y achacosos como Iñigo López Coronel, sucumbieron por los rigores del infortunio; los que se vieron privados por la confiscación de bienes de los recursos con los que contaban para el sustento de sus familias; los emigrados; los desterrados; los prisioneros; los que de uno u otro modo padecieron las funestas consecuencias de la derrota... Todos ellos fueron víctimas de su noble y generoso amor al pueblo, un pueblo ultrajado por los ambiciosos flamencos y reprimido por los brutales castigos de los Virreyes.
Horrible era el panorama que ofreciera Segovia en aquellos días de público duelo por el fracaso de tantos y tan heroicos sacrificios; y todas aquellas familias que se hallaban en la miseria y con grandes tribulaciones, ni siquiera pudieron hallar el amparo al que tienen derecho los que arriesgan cuanto tienen y cuanto son en aras de una causa elevada y noble. El terror desatado por las crueldades de los vencedores fue la causa de que, a partir de aquellos momentos, los comuneros fueran considerados como personajes infames, malvados que sólo merecían repulsión y menosprecio. La mayor parte de sus contemporáneos, los verían posiblemente con la tímida simpatía del que no puede manifestar en público sus sentimientos por temor a las iras del poder. La posteridad, influida por las acusaciones de perfidias y maldades lanzadas sobre los comuneros por los ardientes partidarios de la causa imperial, comenzó por mirarlos con desdén y concluyó por olvidar sus nombres, tal y como se olvida lo que nada gusta.
Y en Segovia, a pesar de ser tantos los segovianos que se levantaron contra la tiranía imperial, sólo el recuerdo de Juan Bravo se guarda con el entrañable cariño que inspiran los héroes. Los nombres de los demás comuneros segovianos, por desgracia, son casi desconocidos en la ciudad que les viera nacer y por la que dieron sus vidas. Muy razonable es, toda vez que ya tenemos noticia de los más valientes comuneros de Segovia, que se les recuerde y se les honre como es debido.

« Última modificación: Julio 01, 2011, 20:30:53 por Maelstrom » En línea
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« Respuesta #12 : Julio 01, 2011, 20:42:54 »


Berzal de la Rosa, Enrique - Los Comuneros. La huella de un mito (2009)
Belmonte, J. - Los Comuneros de la Santa Junta: la Constitución de Ávila (1986)
Gutiérrez Nieto, J.A. - Las Comunidades como movimiento antiseñorial (1973)
Haliczer, S. - Los Comuneros de Castilla: la forja de una revolución (1987)
Lécea y García, Carlos - Relación Histórica de los Principales Comuneros segovianos (1906)
Maravall, J.A. - Las Comunidades de Castilla: una primera revolución moderna (1979)
Marx, K. - La España revolucionaria (2009)
Pérez, Joseph - Los comuneros (2001)
VV.AA. - Historia de Segovia (1987)
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« Respuesta #13 : Julio 01, 2011, 20:47:52 »


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« Respuesta #14 : Julio 02, 2011, 15:00:12 »


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" Llevo a Castilla en las plantas de mis pies "
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