CASTILLALA FARSA CASTELLANISTAParalelamente al movimiento nacionalista catalán, ha venido desarrollándose en estos últimos años una ficción que pretende hacerse pasar por movimiento regionalista castellano. Aquel representa, en verdad, un poderoso estado de opinión pública en Cataluña; éste no significa realmente sino un juego de la vieja política centralista. En el nacionalismo catalán confluyen las diferentes formas que reviste el sentimiento consciente de la personalidad de Cataluña; en el titulado regionalismo castellano está condensada solamente la doblez con que en todos los actos de la vida pública proceden los caciques de Castilla.
Desdichadamente, nadie puede afirmar en serio que Castilla tenga conciencia de su ser. Si la tuviese, estarían ya sustituidos por una verdadera representación castellana los figurones que se atribuyen en el Parlamento la de León y Castilla la Vieja.
Primer indicio de que un pueblo se siente soberano es el acabamiento de su estado servil en relación con las oligarquías políticas. Cuando Cataluña eligió libremente sus representantes, pudo decir legítimamente que había reconquistado su perdida nacionalidad. Castilla, la región leonesa-castellana vieja a que mejor cuadra aquella denominación patronímica, no se halla en igual caso que Cataluña. Es todavía el feudo de los Merinos, de los Albas, de los Calderones y de otros caciquillos y cacicuelos. El único castellanismo posible, que por ahora no apunta sino en las ardorosas campañas políticas de quienes nada queremos con la vieja dominación caciquil, ha de comenzar necesariamente con el hundimiento de los cacicatos que tienen estrangulada la ciudadanía y cohibido el bienestar de Castilla.
Y, sin embargo, en estos momentos como si en la comedia política española se quisiese organizar una reacción ofensiva contra la petición de la autonomía integral para Cataluña, se levanta en tierras de Castilla el estrépito de un titulado regionalismo castellano. Lo dirigen las Diputaciones provinciales de aquella región, es decir, las cristalizaciones más características del caciquismo castellano. Y esto hace ver inmediatamente que la ofensiva está ordenada desde Madrid, quizá (y estoy por quitar el quizá) desde el Ministerio de Hacienda, donde la megalomanía del Sr. Alba padece terribles angustias, no por la unidad de la Patria, sino ante la posibilidad de que triunfe un movimiento en que él, hombre que reduce todas las cuestiones a balances de conveniencia personal, sólo acierta a ver un nuevo entorchado en la bocamanga de su enemigo el Sr. Cambó.
La farsa castellanista, que ahora pone en escena uno de sus sainetes para llorar, no posa de sus pendones el lema de la unidad nacional. Es una de las profanaciones a que el caciquismo se entrega en todas partes con el nombre santo de la patria. Como si fuesen Olivares de un redivivo Felipe IV, los hierofantes de la sacrosanta unidad española (con música de la marcha de Cádiz y gestos de 1898) abominan indignadamente del separatismo catalán, que, en todas las realidades de hoy y posibilidades del mañana, tanto debe a esos excelsos custodios del patriotismo, en cuyas manos (si de ellas no le quitamos la presa) acabará por deshacerse la nacionalidad. Es tristemente grotesco que, en estas horas, todavía se permitan los caciques de España el atrevimiento inaudito de salir a defender la unidad de la patria.
En realidad, su posición frente al nacionalismo catalán es, a la vez, un resultado de la ira y una consecuencia del temor. Cataluña, en opinión de los caciques de España, es un caso de insubordinación contra ellos y un mal ejemplo que da a las regiones sometidas aún. Lo primero les indigna; lo segundo les hace temblar. De ahí el afán con que se aplican a combatir el nacionalismo de los catalanes, que seguramente es hoy, considerado como problema político de España, uno de los pocos revulsivos que pueden operar el milagro de hacer revivir a la inerte ciudadanía española. Y uno de los procedimientos empleados para combatir al nacionalismo catalán consiste en despertar y acrecer un odio criminal e idiota contra Cataluña, hinchando todo lo posible el globo del separatismo, y queriendo demostrar que Cataluña medra a costa de España sin reciprocidad de ninguna especie.
Hace falta que Castilla no se deje engañar por los empresarios del fantástico regionalismo castellano. Ellos, en primer lugar, no pueden llamarse legítimamente los representantes de Castilla, puesto que son sus opresores; ellos no van a defender la unidad española, puesto que la han puesto, con torpezas y crímenes inauditos, en trances harto más peligrosos que el actual; ellos tienden solamente a fortalecer, frente al nacionalismo catalán, la posición política de los grandes caciques castellanos. La autonomía catalana puede y debe ser concedida, como la de cuantas regiones la soliciten. Y ha de darse en la máxima amplitud apetecida por el pueblo que la reclame. Esto no tiene nada que ver con el separatismo. Macías Picavea, castellano insigne, dejó en las páginas de «El problema nacional» una vigorosa afirmación autonomista que podrían suscribir casi totalmente los firmantes de la petición de autonomía integral para Cataluña. El separatismo lo fomentan en España los caciques. Ellos son, verdaderamente, los separatistas.
Y las mentecateces con que por tablas se quiere herir de muerte al nacionalismo catalán, hablando de que Cataluña se engrandece a costa del malestar español, es menester que sean acogidas a carcajadas por los castellanos en uso de razón. La provincia de Barcelona (y este dato estadístico, bien fácil de comprobar, lo aduce un castellano tan eximio como Julio Senador en su celebrada obra «Castilla en escombros») paga ella sola al Estado español más que Castilla la Nueva y Castilla la Vieja juntas. Y cuando se hable de arancel y salga a relucir la especie de que el industrialismo catalán nos hace vestir mal y caro, lo que sería bastante discutible, recordemos todos que ese mismo arancel nos hace comer caro el pan, y esto es peor que aquello, para que la rutina y el egoísmo de unos pocos grandes labradores, puntales del caciquismo castellano, explotadores de la mísera población rural castellana, mantengan la ficción de una agricultura cerealista que Costa flageló implacablemente en su campañas agrarias. Y, por último, a los pobres diablos que, repitiendo la cantata dictada por diablos peores, ponderen lo que Cataluña vende a España, no sobrará hacerles considerar lo que España vende a Cataluña. ¡Ánimo y a pensar en esto, señores economistas de mogollón que desde los periódicos caciquiles predicáis la guerra comercial a Cataluña! Sería curioso averiguar adónde enviarían sus trigos y sus harinas ciertos catalanófobos del interior.
Que Castilla está alerta y no se deje sorprender por las maniobras caciquiles de la farsa castellanista. La autonomía catalana, además de justa, es necesaria y conveniente. Representará el primer paso en derechura a la restauración política de España, la vuelta a lo castizamente español, que era la federación de las nacionalidades ibéricas, con sus Gobiernos, Cortes y leyes particulares. El austracismo creó una falsa unidad nacional. España se integró violentamente. Hay que ir a la desintegración para efectuar luego una síntesis armónica. Para llegar a este fin no hay otro camino que la autonomía... Y quienes no quieran abocar a soluciones peores, ¡acuérdense de Cuba!
Oscar Pérez SolísArtículo publicado en "El Pueblo: semanario democrático", nº 3, 7 de diciembre de 1918.