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EDICIÓN IMPRESA - Política
La nación imposibleEl régimen autonómico andaluz no ha logrado que el sentimiento regional se abra paso entre la pertenencia española y un profundo arraigo localista
IGNACIO CAMACHO
Cuando en las encuestas se les pregunta a los andaluces -y se les ha preguntado varias veces- por su definición de pertenencia identitaria, la gran mayoría establece el siguiente orden de preferencia: Primero, abrumadoramente, se sienten españoles. Después, identificados con su ciudad; granadinos, sevillanos, malagueños, etcétera. Y sólo en tercer lugar, andaluces. La intensidad de la afirmación localista varía según las provincias, pero el sentimiento de identidad regional aparece bastante diluido al cabo de más de veinte años de autonomía de primer nivel, en contraste con el potente movimiento reivindicativo que, en 1980, destrozó el mapa autonómico al lograr situar a Andalucía en el rango de las tres nacionalidades históricas determinadas en la Constitución.
Contra Sevilla
De hecho, el gran fracaso del régimen autonómico andaluz, gobernado ininterrumpidamente por el PSOE desde 1979, ha sido el de su incapacidad para articular un sentimiento de pertenencia colectiva, naufragado en un mar de localismos con frecuencia hostiles entre sí y, sobre todo, contra Sevilla, percibida como centro de un agravio orquestado por la propia autonomía. A cambio, y desde que el presidente Rafael Escuredo encabezase -contra el jacobino parecer inicial de González y Guerra- las reivindicaciones autonómicas para arrebatarle al nacionalismo la bandera andalucista, el PSOE ha cosechado un triunfo político, clave en su reiterada hegemonía electoral: la mayoría de los ciudadanos lo identifica como el partido de la autonomía, «el partido de los andaluces» según el exitoso lema de los años ochenta.
La general sorpresa motivada por la definición de «realidad nacional» que el PSOE e IU han votado en la redacción inicial del nuevo Estatuto de Autonomía no ha impedido que los socialistas diseñen una doble maniobra política destinada a asentar esa hegemonía con una doble vuelta de tuerca. De un lado, desactiva con un brindis retórico la preocupación de muchos ciudadanos andaluces ante el reconocimiento por las Cortes del rango nacional de Cataluña. Y de otro, descuelga de nuevo al PP -como antes a la UCD- de una reivindicación territorial identitaria, al tiempo que arrincona a un nacionalismo, el del Partido Andalucista, empeñado en agarrarse a un imaginario diferencial que la inmensa mayoría no comparte.
Enclaustrado en un exiguo cinco por ciento de los votos desde finales de los años setenta, y sin tocar poder más que a través de algunas alcaldías y una sumisa coalición «alimenticia» con el PSOE entre 1996 y 2004, el nacionalismo andaluz no ha dejado jamás de ser una quimera. El ideal bucólico e ingenuo de Blas Infante sirvió de palanca para la restauración del sentimiento autonomista en la Transición, pero nunca ha pasado de un mero imaginario artificial, imposible de cuajar por su acentuado agrarismo en una modernidad basada en el sector servicios. La reforma agraria de los presidentes Escuredo y Borbolla encalló en los tribunales y se fue diluyendo en las brumas de un mito barrido por la PAC europea.
El nacionalismo se convirtió en un vago argumentario reivindicativo, desprovisto de respaldo electoral, que buscaba el hecho diferencial andaluz en la dependencia histórica, en el subdesarrollo secular y en siglos de marginación política. De él sólo queda la nebulosa petición de la «deuda histórica», asumida por el PSOE como agravio frente a los gobiernos de Aznar, y caricaturizada recientemente por un antiguo militante socialista, ahora cercano al PP, con una frase demoledora: «Nuestro hecho diferencial no puede consistir en que nos deban dinero».
De Blas Infante a la decadencia
Los ideólogos del andalucismo liberador y esencialista, José Aumente y José María de los Santos, actualizadores del pensamiento de Blas Infante, han muerto sin que nadie les tome el relevo. Historiadores de prestigio y origen nacionalista, como Juan Antonio Lacomba o Cuenca Toribio, relativizan notablemente el diferencialismo andaluz, y el PA languidece en una crisis perpetua en la que sus dirigentes se pelean de modo cainita por un exiguo porcentaje electoral con la esperanza de servir de bisagra al PSOE o, eventualmente, a un PP que difícilmente alcanzará a plazo corto o medio la mayoría absoluta. Retirado a un segundo plano Alejandro Rojas Marcos y separado Pedro Pacheco, la joven nomenclatura andalucista se limita a establecer máximos reivindicativos para evitar el sempiterno peligro de fagocitación por los dos grandes partidos.
Sin embargo, el PA jamás ha sabido aprovechar, salvo en 1979 -cuando obtuvo cinco diputados en plena eclosión autonomista-, una constante sociológica que les sitúa como la fuerza de menor rechazo. Esta condición ideal para ejercer de bisagra no ha cuajado debido a la ausencia de una burguesía regionalista, para desesperación de políticos como el ex ministro Manuel Clavero, que intentó en los ochenta la vana aventura de un nacionalismo moderado de centro derecha. De Claver partió semanas atrás el concepto de «realidad nacional» como fórmula para equilibrar la ventaja estatutaria catalana, pero el PSOE retocó su propuesta con una trampa dirigida a descolgar al PP: suprimir la simultánea referencia a la «unidad de España, patria común e indivisible de los españoles» según el artículo 2 de la Constitución.
En medio de este galimatías político, alejado de las sensibilidades ciudadanas -que, como en otras comunidades, muestran sensibles distancias respecto a la prioridad de esta discusión estatutaria-, Andalucía continúa a la cola, en penúltimo lugar, de las estadísticas nacionales de renta y desarrollo. Las enormes transferencias de renta propiciadas por los mecanismos constitucionales de solidaridad y los fondos europeos de cohesión han impedido la quiebra socioeconómica y el descuelgue respecto de otras Comunidades más dinámicas, pero el largo régimen clientelar manejado por el PSOE no ha sabido saltar la fosa que separa a la región de las medias nacionales y comunitarias. Ésa es la verdadera clave de la «cuestión andaluza»: la dificultad de superación de la dependencia socioeconómica y la ausencia de un tejido productivo competitivo.
De nuevo las «dos velocidades»
Y ésa es, precisamente, la gran incógnita del nuevo proceso estatutario. Los privilegios de financiación concedidos a Cataluña son vistos desde Andalucía como un nuevo intento de restablecer el Estado de dos velocidades diseñado inicialmente en la Transición, y roto en el referéndum andaluz del 28 de febrero de 1980. De ahí que el PSOE, en un hábil intento de rentabilizar a su favor el sentimiento de agravio y de amparar de algún modo el rango preferencial recién reconocido a Cataluña, haya sacado de la chistera el conejo (criticado por Alfonso Guerra) de una «realidad nacional» inexistente. La próxima batalla es la de conseguir una financiación por población para contrarrestar la catalana, que se basará en el PIB y la renta. No es improbable que los socialistas lo consigan, habida cuenta del interés del Gobierno en agrandar la distancia electoral con el PP que, en Cataluña y Andalucía, las dos comunidades más pobladas -casi 15 millones de habitantes entre las dos-, casi le garantiza una victoria en el Estado.