Es cierto que el Cid guerreó por dinero, pero desde mi punto de vista, eso no resta ni un ápice de valor a su condición de héroe. Esta ha de examinarse desde otros parámetros. Parámetros claros, cuyos contemporáneos no tuvieron la menor duda de ellos, no lo olvidemos. Nosotros podemos poner su heroicidad en duda, mil años después, pero ¿acertamos? Fue a él, o a Fernán Gonzalez, y no a otros ( y hubo candidatos, no lo dudéis, recordad a los “futuros manchegos†Garci Pérez de Vargas, guerrero de gran prestigio en tiempos de San Fernando, o de “Machuca†–por los cráneos que aplastaba con su maza ), a quienes el pueblo hizo sus héroes en cantares públicos que tiempo después fueron puestos por escrito. Y fue por algo.
A lo largo de los siglos medievales, se irá desarrollando una ética caballeresca, cuyos principales exponentes serán los tratados caballerescos de los siglos XIV y XV. Antes, la Iglesia hizo una labor magisterial que llevó al desarrollo de las órdenes religioso militares, y a la atemperación de los excesos guerreros, respetando la tregua de Dios y la Paz de Dios.
Esto nos indica, no lo olvidemos, que los principios religioso morales convierten al mero combatiente en caballero. El Cid representa una figura imponente para la época: conoce las leyes y actúa como magistrado. Sabe escribir. Es invencible en la guerra. Combate para ganarse el sustento, sin quebrantar la palabra dada al que le emplea. Y aún asÃ, tiene claro dónde debe estar, ante la amenaza más grave: los almorávides. El Cid, era pues, un guerrero con principios, de ahà la admiración que despertará a los ojos del pueblo y los futuros escritores. Sin duda, hoy serÃa una figura excéntrica y despreciada.
No es necesario que Roma aparezca en esa ética (como aparecerá en el caso de las órdenes religioso militares). El Cid, como la Iglesia mozárabe (que, como sabéis, no es que sea árabe, es la vieja misa germánica desterrada de Castilla por Alfonso VI de León, a favor del rito romano), era bastante “gibelinoâ€, en el sentido de preferir lo hispánico frente al resto, frente a la influencia romana. Las raÃces nacionales, populares, del Cid se observan representadas incluso en las leyendas inciertas: el destierro del rito mozárabe, dice una leyenda apócrifa, se ordenó después de un juicio de Dios caballeresco en el que el defensor del viejo rito germano habÃa derrotado al defensor del rito romano y del rey –de ahà el dicho castellano “allá van leyes do quieren reyesâ€, o sea, que al final el rey decide lo que le conviene, pese a la palabra dada- . Y en ciertas versiones, es el Cid el campeón del rito godo ( otras versiones hablan de la quema de los libros litúrgicos de los dos ritos) , e incluso hay leyendas en las que el Cid conduce a los castellanos a la victoria frente a los ejércitos papales. El Cid se convierte, fijaos bien, en la encarnación del pueblo castellano, ya en aquellos tiempos. No es un fenómeno moderno.
El Cid, además, por su carácter de infanzón, era un “pequeño aristócrataâ€, para entendernos. Y estaba cerca del pueblo, de la nación. Por su origen familiar, era uno de aquellos caudillos que labraban su territorio familiar a base de espada y azadón, señor de aquellos que vivÃan en ese territorio. ConocÃa las costumbres populares, pero también las palaciegas, donde fue enviado de joven. Su pertenencia a la “casta†nobiliaria en absoluto le hacÃa desmerecer a ojos del pueblo. Más aún: en aquella época, como en todas las sociedades tradicionales, la libertad no significaba hacer lo que a uno le viniera en gana. Por el contrario, dentro del orden tradicional aceptado por Dios, la libertad consistÃa en la capacidad y la intención personal de hacer lo más perfectamente posible los cometidos que a cada cual le eran encomendados. Una persona era asà digna. El campesino obedecÃa y el señor mandaba, pero debÃa ser justo para ganar la gracia divina. Obviamente, este sistema se irá degradando, pero en la época del Cid, su carácter y actividades en este entorno moral le hacÃan ser admirado. De ahà la admiración que despertaba en los musulmanes de estirpe hispánica, y aún entre los almorávides africanos (cierto, también el odio, de aquellos que sufrieron sus acometidas). Incluso el derrotado por el Cid conde de Barcelona, debe reconocer su hombrÃa de bien, y acallar su rencor.
Por todo ello, de entre sus múltiples biografÃas, la que menos me gusta es la que se vende con las mágicas palabras comerciales de “desmitificadoraâ€, la de Richard Fletcher. No niega las capacidades militares, y pone al Cid en paralelo común con otros “condottieros†de la época que, como él, crearon un principado (Tancredo de Hauteville, Guillermo de NormandÃa, Godofredo de Bouillón). Pero olvida el carácter aquà expuesto (por ejemplo, Guillermo de NormandÃa era una mala bestia...). Algo debió de tener el paladÃn de Vivar, que hasta la noticia de su muerte aparece en los cronicones del norte de Francia. Es un auténtico guerrero incluso en el sentido Tradicional espiritual, para quien sepa a qué me refiero.
Por tanto, según las caracterÃsticas de la época que, desde luego, espiritualmente hablando, era superior a nuestra degradada modernidad, para mà el Cid es un héroe sin duda ninguna, además de ser fuente de inspiración para nosotros. Fuerte, responsable, formal, recto, decidido. Y esto no es producto del cantar, sino lo que se desprende de sus biografÃas cientÃficas. Aunque parezca mentira.
Es mi opinión. Saludos.

